Policía y corrupción
¿Manzana podrida o fusible?
1.
Policía y corrupción son palabras que, en Argentina, van juntas. La pregunta por la corrupción es una pregunta por la policía, no solo por la policía, pero fundamentalmente por las policías. Lugares comunes no faltan: ¿quién no fue coimeado alguna vez en la ruta por la policía caminera? ¿Quién no quiso que el policía le pidiera una “colaboración” para que lo dejara seguir de largo y escuchar las palabras mágicas “acá no pasó nada”? Con estas anécdotas se tejen sentidos comunes que tienen la capacidad de sacar las cosas de su contexto y desviar el centro de atención, de construir imágenes como la que ilustra esta nota.
En efecto, la corrupción, que es una palabra moralista y moralizadora, que tiende a poner las cosas en lugares donde no se encuentran. Una palabra muy argentina, hecha con valores abstractos y descarnados con los que se identifican y proyectan las clases medias, tributaria de la judicialización exitosa de la política en el país. No hay ser sino deber ser, ya no hay modos de producción sino modos de corrupción, y de lo que se trata es de leer la vida cotidiana desde los desarreglos institucionales, con los intríngulis legales. Un punto de vista ingenuo sobre las cosas que recorta y deshistoriza cuando apunta y señala al corrupto. Las denuncias de corrupción son demandas de transparencia, y organiza gran parte de los ejercicios de indignación en la televisión. Pretenden echar luz sobre los tejidos abyectos del poder, sobre los desarreglos institucionales, allí donde no se sabe dónde termina la ley y empieza el delito. En última instancia no está en juego la historia sino la institucionalidad.
El escritor argentino Quique Fogwill acertaba al describir con su habitual ironía la ingenuidad que atribuía al punto de vista institucionalista: “Creer que las palabras expresan los pensamientos, creer que los pensamientos rigen la voluntad, creer que la voluntad conduce los acontecimientos y creer que los acontecimientos son controlables por el alcance de las leyes, tal es la síntesis de la confianza cívica radical”. Y agregaba: “Hay Estados del mundo donde uno puede sentarse a gobernar con estas creencias y hacer las cosas bien: sucedía en Uruguay –la Suiza del Plata-, cuando una vaca valía igual que un Ford; sigue ocurriendo en Suiza —la Suiza de Suiza— mientras los relojitos siguen costando cuatro vacas y los bancos siguen captando depósitos de generales sudamericanos. (…) Pero en países donde el Estado es el centro de la economía y a su vez el juez que debe dirimir repartos internos sin contar con más fuentes que la propia producción de riqueza, la ilusión liberal naufraga contra una realidad en la que la pelea por un puntito porcentual del ingreso equivale a la disputa por el control de todo el Estado”. Estas palabras fueron escritas en mayo de 1984 para pensar la herencia cultural del Proceso. Demasiada agua corrió debajo del puente, y sin embargo estamos cada vez peor, peor aún, la misma cantinela liberal sigue organizando los debates públicos en la televisión y los diarios nacionales. Piensan la Argentina desde Suiza, como si el país tuviese toda su economía en la superficie, regularizada, no existiera ni la pobreza ni la desigualdad, como si los trabajadores informales, los desocupados, encontraran en el Estado un aliado.
2.
Foucault nos recordó que la ley no está hecha para cumplirse. “La ilegalidad –decía— no es un accidente, una imperfección más o menos inevitable, sino un elemento absolutamente positivo del funcionamiento social, cuyo papel está previsto en la estrategia general de la sociedad. Todo dispositivo legislativo ha reservado espacios protegidos y provechosos en los que la ley puede ser violada, otros donde puede ser ignorada, y finalmente otros donde las infracciones son sancionadas. En el límite, yo diría que la ley no está hecha para impedir tal o cual tipo de comportamiento, sino para diferenciar las maneras de eludir la propia ley”. Y pone un ejemplo muy ilustrativo para pensar la colusión entre policías y empresarios criminales, pensado para la Argentina que nos toca: “El tráfico de drogas se despliega sobre una suerte de tablero, con casillas controladas y casillas libres, casillas prohibidas y casillas toleradas, casillas permitidas a unos y prohibidas a otros. Sólo los pequeños peones se colocan y mantienen en las casillas peligrosas. Las grandes ganancias tienen vía libre”. Para decirlo más fácil con un refrán popular que sintetiza las cosas: hecha la ley, hecha la trampa.
En otras palabras, la “corrupción” –y que conste que ahora la estamos poniendo entre comillas— disimula o esconde otros fenómenos. Más aún, pensar la “corrupción” en términos personales y no en términos de sistema, atribuir la corrupción a tal o cual persona, creer que está vinculada a los apetitos colosales de los funcionarios, a una vocación personal por enriquecerse, es mirar el problema por el ojo de una cerradura. La corrupción no es un defecto, sino la dinámica que organiza a los actores y sus prácticas cuando llevan a cabo sus transacciones al margen del estado de derecho. Acá no hay disfunción, sino un sistema que necesita de la doble vida de las policías. La ilegalidad no es necesariamente una elección sino la consecuencia de un sistema que precisa cada vez más de la expansión de las economías informales e ilegales para valorizarse, es decir, un sistema que, para que funcione, alguien debe regular los intercambios. En otras palabras: No hay capital sin crimen. Cuando el capital necesita de los mercados informales y criminales para mejorar sus ganancias y recuperar la caída de sus cuotas de ganancias, para optimizar sus costos financieros, necesitará de una agencia que se encargue de organizar el juego, esto es, que le agregue certidumbre. Esa agencia es la policía. El capital le pide al Estado que exceptúe a las policías de rendir cuentas para que la cosa no se desmadre.
3.
La “corrupción”, entonces, no es una finalidad de la policía sino un efecto. Foucault nos enseñó también que no hay que confundir las finalidades con los efectos. Puede que el enriquecimiento ilícito sea un efecto, pero la finalidad es muy otra. Para comprender la finalidad hay que leer a la policía al lado de otros problemas. Lo que sucede es que hay muchos intereses para mirar los problemas por el ojo de una cerradura. Pero cuando abrimos el plano, y leemos un problema al lado de otro problema, nos damos cuenta que aquello que llamamos corrupción, el enriquecimiento ilícito, es un efecto colateral de un sistema que precisa de la regulación policial para reproducirse. Cuando la mitad del país está al margen de la ley, opera y sobrevive operando en los mercados informales y criminales, desarrollando emprendimientos o trabajando en economías informales o ilegales, entonces la policía se vuelve un actor fundamental. La policía se convierte en la mano invisible de estos mercados. Alguien tiene que regularlos. Y regular es mucho más que liberar zonas o proteger a los actores. Regular significa agregar previsibilidad a los negocios que operan al margen del estado de derecho, pero también, y sobre todo, aportar los marcos para resolver las contradicciones que eventualmente puedan llegar a suscitarse entre los actores en cuestión. Porque las diferencias o malentendidos difícilmente van a poder tramitarse a través de la Justicia ordinaria. No hay tampoco un escribano que certifique los negocios que han realizado, ni una facturación que resguarde las obligaciones mutuas contraídas. Esos marcos de certitud los aportará la policía. La policía provee la confianza que necesitan las transacciones entre actores que muchas veces no se conocen entre sí y, conociéndose, saben hacerse trampa.
Claro, no se trata de una actividad filantrópica. La regulación, como cualquier tipo de ordenación, tiene un precio, que no suele ser más alto que la certidumbre que demandan las operaciones legales. Todos aquellos que hayan contratado los servicios de un abogado saben muy bien que los problemas se pagan caro, no son gratuitos. Basta contratar a un abogado para ganarse unos cuantos dolores de cabeza.
La policía, además, toma riesgos cuando regula. Sabe que lo que está haciendo está mal, que la ley lo prohíbe, que puede transformarse en un escándalo si las cosas llegan hasta la televisión. Pero sabe también que gran parte de la sociedad sobrevive con la expansión de esos mercados. El precio que los actores pagan es para evitar su desmadre, agregarle algún tipo de control y contención a los mercados informales y criminales. Eso no significa que no se queden con una parte, que los comisarios no se enriquezcan y que ese enriquecimiento no sea ilícito. Pero la finalidad no es comprarse un helicóptero o una casa en un country, sino permitirle al capital que continúe valorizándose a costa de la expansión de los mercados informales y criminales, negocios regulados y monitoreados por las policías.La policía está para que la gente pueda trabajar tranquila, para que que los intercambios puedan realizarse sin violencia. Más aún: si el fin de semana podemos divertirnos usando drogas ilegalizadas, será porque la policía supo regular exitosamente el negocio. Si podemos comprar la mejor pilcha en Kosiuko será porque la policía hizo bien su trabajo. Si podemos arreglar el auto con repuestos de dudosa procedencia, será porque la policía supo hacer lo que tenía que hacer. Si las empresas automotrices no tienen necesidad de importar componentes suficientes para surtir el mercado repositor, será porque hay actores regulados por la policía que se encargan de conseguir y proveer esos repuestos y volcarlos al mercado informal. Si las empresas de seguros pueden introducir repuestos al mercado que por cuestiones de seguridad vial no deberían hacerlo, o te paga menos de lo que cuestan los repuestos, será porque hay actores que los consiguen y otros los ofertan. En cada uno de esos eslabones estarán las policías organizado que las cosas fluyan.
La tranquilidad y confianza de todos los actores no sale gratis. El precio de esa confidencia es lo que comúnmente, por pereza teórica o comodidad expositiva, llamamos coima. Pero conviene llamar las cosas por su nombre. La “cometa” es el impuesto en negro que hay que pagar para poder seguir haciendo esas cosas, continuar orbitando en espacios negros o grises. Cuando uno está en la legalidad tiene montones de obligaciones tributarias que los contadores se encargarán de optimizar o, mejor dicho, evadir. Pero estar en la informalidad, pendulando entre la legalidad y la ilegalidad, o en la criminalidad, no sale gratis. La gratuidad dispararía los niveles de violencia, porque implicaría que los actores privados pueden resolver los problemas sin la injerencia de un tercero (policía en este caso). Pero la intervención policial es la mejor garantía de que los conflictos no se espiralicen o escalen hacia los extremos, resolviendo sus disputas a través de la violencia. De hecho, la violencia que se dispara es la mejor prueba que tenemos para empezar a preocuparnos de la efectividad policial, porque los aumentos de la violencia interpersonal en las disputas territoriales, puede ser un indicador de la incapacidad policial para regular a los actores en cuestión.
Cuando uno está en la informalidad o en la abierta ilegalidad, no existen los aportes patronales, no hay que pagar ganancias, ingresos brutos, tasas municipales, etc., etc. Pero eso no significa que los emprendimientos estén exentos de tributación alguna. Hay que pagarle a la policía. Y no es un impuesto que se paga de una vez y para siempre, sino que debe hacerlo periódicamente. Y la regularidad con la que se tributa es la manera que tiene la policía de seguirle el pulso a estos emprendimientos, para evitar que se expandan demasiado; porque si crecen y se expanden verticalmente, se corre el riesgo de que estos emprendedores criminales empiecen a jugar en otras ligas y puedan prescindir de la regulación policial y, por añadidura, que los conflictos se multipliquen y se dispare la violencia.
4.
No digo que el enriquecimiento ilícito no exista, digo que si lo leemos a través de la corrupción escondemos muchos problemas debajo de la alfombra. No es casual que elijamos hablar estos problemas a través de la corrupción. Es la manera de evitar que los problemas salpiquen hacia los costados, una manera de compartimentar el problema en la propia policía. Además, siempre es más fácil pegarle a la policía, usar a los policías de punching-ball, que cuestionar las relaciones capitalistas y a sus brokers. No solo están más expuestos que los políticos, y sobre todo más expuestos que los fiscales y los jueces, sino que además son casi todos morochos. ¿Cuánto clasismo y racismo se esconde en la palabra “corrupción”? La corrupción es el eufemismo políticamente correcto para muchas cosas, pero también una manera de evitar que la mierda salpique hacia los costados. Porque con la corrupción policial llegan las purgas policiales. La corrupción habilita la teoría de la manzana podrida, es la forma de ponerle nombre y apellido a las cosas, de proteger el sistema de recaudación que es, un sistema de regulación. Pero insisto en este punto: lo que está en juego no es el financiamiento de la política, sino la valoración del capital. A muchos politólogos estudiosos del tema les falta economía política, reponer la economía en sus análisis.
Eso no significa que la policía no tenga otros mecanismos para regularse, y no se mambee. La policía sabe que los comisarios que se enriquecen indefinidamente exponen al resto de los policías y, sobre todo, desprestigian a la propia institución. Por eso tienen un sistema mucho mejor, imperceptible, para autoregularse, que les permite seguir recaudando sin irse de mambo. Por ejemplo, a través de las carreras cortas. Un policía se jubila muy temprano, sus carreras no son vitalicias. La carrera de un policía no dura una eternidad, no son como los jueces que están en sus cargos hasta que la muerte se los lleve. No son como los políticos que, a pesar de la derrota, siempre tienen una segunda oportunidad para demostrar sus credenciales y reciclarse. A los 50 ó 55 años un policía está en condiciones de solicitar el retiro y jubilarse. Tal vez pueda extender algunos años más su carrera a partir de la sobreprotección del funcionariado de turno, un apoyo envidiable que le permitirá, por ejemplo, alcanzar el grado de Comisario General. Pero solo serán cuatro años de gracia, después de los cuales deberá dar un paso al costado para dejarle el lugar a los que vienen levantando la mano, que también harán fuerza para que se retire. El policía sabe que su turno ya pasó, que la gente que llega detrás de él viene con la misma sed. Lo sabe por experiencia propia, porque esa ha sido la dinámica que organiza la rotación en las policías desde hace décadas. En otras palabras, la recaudación, su porción de la colecta, durará lo que dure sus funciones en el cargo.
5.
No quiero ser cínico, y tampoco es un llamamiento a la resignación que impone la realpolitik. No es mi intención felicitar a los policías por las tareas bien hechas. Solamente quise decir dos cosas: primero que la regulación policial es una consecuencia de un sistema económico que necesita cada vez más de la expansión de las economías informales e ilegales, y que cuando eso sucede, alguien tiene que regularlos. Por eso los funcionarios exceptúan a los policías de rendir cuenta por lo que hicieron cuando se trata de regular aquellos mercados. Son cosas que suceden y no pueden reconocerse. No sólo es políticamente incorrecto sino algo impensable. En segundo lugar, sigue resultando más fácil pegarle a un policía que a un funcionario, y sobre todo a un juez. El policía está hecho de la misma materia prima que cualquier pobre. Es negro y no tiene muchos contactos que salgan en su respaldo llegado el caso. Porque cuando las papas quemen nadie va a inmolarse junto al policía. El policía seguirá siendo otro eslabón débil de una cadena que no controla. El mejor fusible que se puede hacer saltar para que la cosa siga funcionando. El fusible es el policía que salta y permite interrumpir el escándalo cuando la corriente de opinión resulta excesiva. Así, el fusible salvaguarda no solo la integridad del resto de los conductores sino que permite que el juego no se cuestione, que no haya riesgo de incendio ni avería. Y para hacerlo saltar existe una palabra imbatible, enlatada: corrupción.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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