En la casa había tres juegos de vajilla fina. No se usaban casi nunca, pero siempre tenían que estar listos, impecables, como si se fueran a usar.
El de la Señora era el más antiguo, heredado de su abuela, mire si tendría años. Una porcelana tan fina, de la que ya no hay más. Había que tener verdadero cuidado con esos, especialmente al apoyarlos y apilarlos, entre plato y plato, siempre, una hojita de papel para protegerlos.
Mi favorito era el juego que traía relieve en los bordes, con florcitas chiquitas pintadas de todos los colores... Tan alegres y distinguidos como un palacio de primavera, así decía la señora cuando estaba contenta. Esos eran parte del regalo de bodas. Se usaban solo para las reuniones importantes.
En la vitrina estaba la vajilla de los escuditos, que no se usaba para comer. Era un recuerdo de juventud del Señor. A esos solo había que repasarlos con un poco de alcohol y nada más. Si no había visitas, los que se usaban a diario eran los irrompibles de vidrio, infalibles, de batalla.
El Chiquito tenía su juego personalizado de cubiertos plásticos.
Fue una revolución cuando llegó. Nos cambió la vida a todos. La Señora sacó a relucir su lado más tierno, era como si le hubiese entrado color. El Señor lo tomó de protegido. Él siempre fue un hombre muy estricto, pero al Chiquito siempre lo adoró. A este lo voy a sacar bueno, decía, y yo doy fe de su esfuerzo, de su preocupación.
Con el hijo fue tan distinto. Era muy severo. Eran otros tiempos. Se llevaron mal desde siempre, nunca tuvieron buena relación. Era un chico muy difícil. Así salió.
Si me acordaré de aquellos años... Me pregunto dónde se ha ido el tiempo, porque parece que fue otra vida y ya no sé cuándo fue que se usaron por última vez estos platos, los buenos. Años sin recibir visitas, sin un solo evento social. ¿Dónde habrá ido a parar toda esa gente? En las buenas venían todos, pero en las malas… quedo yo, nomás.
Era un tiempo espectacular aquel. Cuando llegaban, se les servía un cóctel en el jardín, con canapés y masitas. Luego la Señora bajaba, les daba la bienvenida a todos y los invitaba pasar a la casa.
Era tan linda la Señora cuando se arreglaba…
Los invitados eran gente muy importante, compañeros del Señor con sus esposas, todas tan elegantes… Llegaban en esos autos, con sus sacones de piel, y yo me tenía que acordar de qué Señora era cada abrigo, porque cuando se iban no podía haber errores. Yo los recibía en el jardín, cerca de la entrada, parada junto a la ponchera y la bandeja de saladitos.
Luego, antes de la cena, corría para ayudar a la Señora a prepararse. Y tenia que cuidar que el chico no molestase a los invitados del Señor. No se cómo hacía, la verdad, para estar en todo. Eran gente muy exigente.
Había que tener los rincones impecables, estar en cada detalle: los bronces, los caireles de las lámparas, los manteles, la vajilla… Empezábamos con días de anticipación. A veces ensayábamos, como si fuera una obra teatral.
Reluciente tenía que estar todo para las visitas.
Fue tanto tiempo atrás.
La pobre Señora pasaba tanto tiempo sola… En el fondo ella nunca tuvo amigas, o alguien con quien charlar. Solo esas esposas, de puro compromiso, y yo, claro, que no era lo mismo.
El Señor se desvivía por su trabajo, pasaba los días atareado, sin descansar por sus responsabilidades. Cuando llegaba estaba siempre cansado, distante. Imponía respeto. A todos menos al Chico, que lo volvía loco. Le tenía tomado el tiempo, al Señor.
Conozco a ese Chico como si fuera mío, lo vi crecer. Un Chico precioso. Lo tenía todo, pobrecito, nada le alcanzaba, nunca estaba satisfecho.
Bueno, no fue fácil esa época. Y después fue peor.
Agarró la calle y solo sabíamos de él cuando había problemas. Se lastimaba. Empezaron a faltar cosas de valor. Me revisaron el cuarto y los bolsos muchas veces. Yo tenía la conciencia tranquila, porque no soy ladrón.
No era un mal Chico, para mí que solo quería llamar la atención. La Señora no podía aceptar que fuera él, pero para el Señor no había dudas, y aunque para mi tampoco, nunca hubiese dejado a un hijo mío a la calle. Pero el Señor no pensaba así y lo echó sin que le temblara la voz.
Cuando volvió casi no lo reconocí, estaba flaco, sucio y muy desmejorado. Hacía años que no aparecía. Esa vez vino con la Chica. Muy delgadita, se le notaba apenas la panza.
Desde el jardín de invierno, escuché la voz aguda de la Señora, que gritaba como nunca la había escuchado gritar en su vida: ¿Justo a una zurda ibas a embarazar? ¿Para esto te dimos todo? ¡Abrí los ojos!
Calmate, le decía el Señor, pero la Señora no se calmaba, insistía, habiendo mil chicas perfectas justo esa se fue a buscar. ¡Esa Chica es el enemigo! ¡Date cuenta!, dijo. y entonces el Señor subió la voz y dijo una sola palabra: Callate. Y la calló, con esa voz seca y firme que usaba para las cosas de su trabajo. No pude escuchar lo que dijo después. Su voz era un murmullo grave que no quise oír. No sé qué pasó. Al rato fueron todos tranquilos al comedor, almorzaron en orden y esa misma tarde se instaló la Chica en la casa.
Al día siguiente la Señora se fue de viaje a Europa. Fue poco tiempo, un embarazo corto.
Durante esos meses cuidamos de la Chica, le dimos de comer bien y la vino a atender varias veces el Doctor Menéndez, viejo amigo del Señor. Él la puso en un programa de desintoxicación, con una dieta estricta.
El Chico volvió enseguida a la calle. La Chica quedó acá.
Por lealtad a la Señora, yo mucho no le hablaba. Le preparaba mis mejores platos y también rezaba por ella cada noche. Pobre criatura. Le servía en los platitos de porcelana fina con florecitas de colores, para que se avivara un poco, estaba como muerta esa Chica. Pasaba todo el día encerrada y triste, parecía un fantasma, con la mirada que tienen los monos en el zoológico. No iba a andar bien.
Una vez, después de comer, apareció en la cocina y se quiso poner a lavar los platos. ¿A quien se le ocurre? Casi me muero. ¡La porcelana de la señora! Hay que tener verdadero cuidado con esos platos, especialmente al apoyarlos. La tuve que echar de ahí, menos mal que nadie nos vio.
Yo creo que lo hacía de nerviosa. Era de esas chicas que no sabían dónde estar, no sabía comportarse. De pronto la dejaban sola, acá en la casa, y yo no sabía qué hacer con ella.
Otra vez la encontré llorando en la despensa. Yo estaba cocinando y justo me faltaban tomates para la salsa. Era un domingo, porque al Señor le gusta comer ravioles con estofado los domingos, por eso entré a buscar los tomates… ¡y me di un susto bárbaro cuando la encontré! Estaba en el rincón detrás de la puerta, hecha un ovillo. Lloraba en silencio, tragando el aullido. Tenía la cara roja. No pregunté. Me mató de pena. Era como un animalito asustado, pobrecita. Apenas le puse una mano en la espalda se me derritió a los pies. Sollozaba como nunca vi a nadie, tenía la pena más grande que yo hubiese visto en mi vida. Me dio mucha tristeza. Casi se me queman la cebollas. Por suerte el fuego estaba bajito. Pobrecita. En cuanto se repuso, se puso a juntar los tomates que se habían caído al suelo.
No era mala persona. Era un problema.
Al fin y al cabo, es como en las telenovelas, las muchachas siempre eligiendo al hombre equivocado… insisten, aunque no va.
A pesar de todo ella era bastante linda, y con esa historia tan triste. A veces me contaba, y aunque me estrujaba por dentro, yo me quedaba en silencio. Dios me perdone. Era mi trabajo, no podía preguntar.
No encajaba. Ni siquiera tenía familia. La había criado una tía, la prima de su mamá, o algo así. Una Chica abandonada, que se la pasó en la calle… ¿Cómo no iba a terminar mal?
Estaba en la biblioteca, donde se guardan las cosas del Señor, sus papeles, medallas y condecoraciones, cuando rompió la fuente. No había nadie más en la casa. El Señor había salido a una reunión importante. Yo tuve que llamar la ambulancia. Fue una sorpresa, vino muy prematuro el bebé.
La Chica lloraba y llamaba a su madre. Pobrecita.
La mancha de la alfombra no salió más, intenté con todo, pero no la pude sacar. Hubo que tirarla, una pena. Yo no sé qué hacía la chica ahí, en el estudio del Señor. Después de eso no la vi más. Se fue del hospital y dejó abandonado al bebé. Al final hizo lo mismo que su madre. ¿Cómo puede una mujer hacer algo así?
Cuando le dieron el alta, el Chiquito quedó con nosotros. La Señora volvió en seguida de viaje. Por suerte tuvo estos abuelos maravillosos. Le salvaron la vida. ¿Qué hubiera sido de él sin su ayuda?
Fue una brisa fresca su llegada. La Señora rejuveneció veinte años… y al Señor nunca le había visto esa sonrisa. El nene era un sol. Distinto de los otros chicos, pura dulzura. A mi me daba pena.
La madre nunca vino a verlo. El padre volvió alguna vez a la casa, y el Chiquito no lo reconoció.
Pensé que ese chico se había mandado alguna macana, otra de las suyas, cuando vino la policía. Eran varios patrulleros. Se me aflojaron las piernas, el cuerpo se me puso frío. Todo fue muy rápido, recuerdo que quise correr escaleras arriba para ayudarlo a escapar. Hubiese dado la vida para proteger a este Chico. Pero entonces la Señora hizo algo que no hacía nunca. Dijo: dejá María, que yo atiendo, y a partir de entonces todo se volvió raro y lento, como en los cuentos.
Me quedé paralizada, como si fuera un mueble, una estatua, como si no estuviese ahí.
La Señora hablaba con la policía en la puerta y leía un papel, cuando de pronto la boca se le puso en forma de U, se tomó el pecho con la punta de los dedos y se le encogió el cuerpo. Entonces entró a la sala el Señor, vestido con su viejo uniforme. Parecía estar viéndolo en su época de esplendor, una estampa burlando al tiempo.
Yo no escuchaba nada. Era como una película muda, no sé qué me pasó. Porque pasaba todo junto.
La Señora miró al Señor, le decía no con la cabeza. Pero él parecía decir que sí, con toda la seguridad de su cuerpo.
Entonces escuché al Chiquito que lloraba. Y a las sirenas. Y el ruido del televisor que se había quedado encendido en el canal del niño.
Ahí se me cayeron los platos, pero a nadie le importó.
El Señor puso los brazos hacia adelante al llegar a la puerta y dijo algo del honor y la patria, una de esas cosas que no recuerdo exactamente.
En cuestión de segundos le pusieron candado a las manos y se lo llevaron.
Escuché los autos alejarse sin entender qué había pasado.
Fue un instante. La Señora quedó parada en la puerta. Con el papel en alto y la otra mano en el pecho. Estaba de espaldas. No me voy a olvidar nunca.
Dio vuelta la cabeza así y me miró. Si, me miró. Lo último que hizo fue mirarme. Fue un instante. Algo quiso decirme. Tenía una cara sorprendida. Como los niños, cuando descubren algo. Si, era una mirada como de niña, en unos ojos viejos. Entonces se desplomó. Cayó con todo su peso muerto al suelo y se golpeó la cabeza contra el marco de la puerta.
En un segundo era todo un charco de sangre. Tuve que llamar a la ambulancia… ¡y lo que tardó! Yo no sé si se hubiera salvado, pero casi veinte minutos tardó en llegar la ambulancia. Pobre señora.
Pobre Señor.
Pobre Chiquito.
¿Ahora quién lo va a cuidar?
¿Quién va a juntar los platos rotos?
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