La economía argentina de las últimas cinco décadas es asimilable a un cuento kafkiano donde se transitan crisis recurrentes, que terminan en reiteradas frustraciones para el pueblo y un recomienzo que parece siempre partir del mismo lugar.
La Argentina presentaba, a mediados de 1970, indicadores económicos y movilidad social ascendente comparables con el primer mundo siendo el país más desarrollado de América Latina. Más allá de que había cuestiones que debían mejorarse, es indudable que aquel país crecía y el nivel de vida mejoraba de manera sostenida. Esto fue así hasta que se produce un punto de inflexión histórico al que ubicamos entre el Rodrigazo [1] ocurrido el 4 de junio de 1975 y el programa de ajuste y liberalización económica enunciado por José Martínez de Hoz, el 2 de abril de 1976.
Desde ese entonces, la economía argentina transita períodos signados por la liberación de los mercados, la caída del consumo, super rentas primarias y financieras que concentran la riqueza, endeudamiento externo y fuga de capitales; para pasar a otros períodos que intentan paliar las condiciones recibidas y recuperar parte del salario real y el consumo popular. Sin embargo, y más allá de estos vaivenes, la trayectoria económica responde, en general, a la lógica de manual tradicional que prioriza como condición necesaria la estabilidad de precios, la cual solo se lograría con disciplina presupuestaria, monetaria y libertad de mercados.
Entonces, si bien las altas inflaciones son destructivas para el tejido productivo y social argentino y seguramente sea hoy uno de los mayores problemas que exhibe la macro, debemos alertar que abusar del argumento de ajuste fiscal y monetario como única forma de resolverlo es peligroso y, de hecho, las políticas que se desprenden de esta mirada son catastróficas para la mayoría de nuestro pueblo. Claro está que al ser muy fácil difundir y dictar escolarmente la “racionalidad” que deviene de la suma neta de ingresos y egresos fiscales, la contra-argumentación convincente requiere ser concreta y tener rigurosidad analítica. En particular, creemos que es indispensable implementar un Plan de Política Industrial consistente de largo plazo, como eje central del desarrollo con cohesión social.
El postulado para analizar la construcción de un plan de estas características es que un país desarrollado es un país industrial y que ningún país desarrollado se ha industrializado con libertad de mercados, más bien todo lo contrario. La evidencia empírica es elocuente en este sentido; para industrializarse es necesario un Estado que financie y planifique la industrialización. Dicho de otro un modo: un país se desarrolla sí y solo sí tiene un plan de industrialización a cargo de un Estado inteligente, que debe ser acompañado sin ambigüedades por la dirigencia política, los trabajadores y buena parte de la elite económica del país.
Cuando se piensa en un plan de industrialización y se analizan países que han alcanzado altos PBI per cápita (más de 25.000 dólares por habitante por año), se observa el rol decisivo del Estado para dirigir inversiones, estímulos y protección a sus industrias nacientes, sometiendo la estabilidad macroeconómica al desarrollo industrial, lo que implica articular políticas de demanda con la expansión de la oferta agregada nacional.
Esta articulación requirió en todos los casos de un plan, tal como ocurrió en los países desarrollados (a los que curiosamente los economistas ortodoxos denominan serios), incluyendo aquellos países que crecen sostenidamente desde hace décadas como los casos de Corea del Sur que realizó 6 planes quinquenales consecutivos y la propia China, actualmente ejecutando su plan número 14, es decir casi 70 años de planificación con el eje puesto en resolver sus problemas sociales en base a la industrialización y la defensa del interés nacional. Respecto de estos dos países es importante marcar que hace algo más de 50 años tenían un PBI per cápita entre 6 y 10 veces menor al de la Argentina. Hoy el PBI per cápita de Corea del Sur ronda los 35.000 dólares y el de China es algo superior a los 12.500 dólares. O sea, en promedio, los ingresos de cada coreano más que triplican los ingresos de cada argentino; por su parte China ya produce en promedio un 25 % más que la Argentina, y a este ritmo, en menos de una década, superará los 25.000 dólares de ingreso per cápita.
La pregunta evidente es: ¿por qué ciertos países como Corea, China y otros crecieron y se desarrollan y la Argentina no? Si partimos del punto de quiebre de los años ‘70, observamos un contundente resultado. Los países que crecieron son los que generaron y fortalecieron sus capacidades tecnológicas e industriales como elemento central del desarrollo que conduce a la estabilidad macroeconómica y no al revés, tal como plantea el mainstream. Es decir, mientras en la Argentina se sucedieron múltiples gobiernos enfocados en resolver la estabilidad vía ajustes fiscales (laureles que nunca supieron conseguir o apenas lograron de manera transitoria durante el menemismo), los países exitosos fortalecieron sus industrias logrando por añadidura una envidiable estabilidad.
En la Argentina, el camino del desarrollo fue abandonado con la dictadura genocida e industricida en 1976. El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional inició un largo camino a la desindustrialización y liberalización financiera, que prácticamente fue continuo hasta inicios del siglo XXI, especialmente durante los años ‘90 con el Consenso de Washington, cuando si bien se logró una ilusoria estabilidad de precios, estaba condenada a ser efímera dado que se sustentaba, en un contexto de desregulación y apertura, en el ingreso de capitales (deuda) que al no poder seguir incrementando sus rentas, se fugaron; de esta forma, este proceso terminaría en diciembre de 2001 con el fin de la convertibilidad y con trágicos sucesos que se llevaron la vida de compatriotas, pero además con una economía desarticulada con una pobreza en torno al 50 %, dolarización extrema del ahorro y una deuda impagable.
Si bien las iniciativas políticas implementadas luego de la crisis de 2001 y más decididamente a partir del año 2003 marcaron una senda de recuperación del empleo, el salario real y el consumo, dicha recuperación quedó a mitad de camino por la falta de intensificación de la política industrial, lo que se agravó a partir de 2015 con la implementación, una vez más, de lógicas económicas anti-industriales, coronadas con el acuerdo político y crediticio con el FMI por 48.000 millones de dólares, para garantizar la realización de rentas financieras, permitiendo por tanto, nuevamente, la fuga de capitales.
A pesar de este panorama desalentador del último medio siglo, recorriendo nuestra historia un poco más atrás, encontramos en el Primer Plan Quinquenal de Perón (1947-1952) un ejemplo paradigmático de articulación público-privada que logra la industrialización con inclusión social. En ese plan se complementaban entes reguladores tales como la Junta Nacional de Granos o el IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio), lo que junto a la masificación de la educación y la mejora de la capacidad tecnológica impulsaron un desarrollo sostenido. En este marco, se pensaron y fundaron organismos indispensables para la industrialización, tales como las escuelas técnicas, la UTN, el INTA, el CONICET, la CNEA, etc. y fundamentalmente el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI). En rigor, el primer plan de industrialización incluyó al denominado “Instituto Tecnológico” (que luego devino en el INTI), concebido como articulador territorial capaz de potenciar el proceso de innovación. En estos ejes, impulsando instituciones homónimas al INTI y demás organismos relacionados, se basan las experiencias de industrialización del siglo XX, tanto las europeas de la post Segunda Guerra Mundial, así como las del sudeste asiático, los nórdicos europeos y demás países que se desarrollaron.
Así es que en el mencionado Plan se pensaron por primera vez las instituciones de la ciencia y la tecnología articuladas con áreas clave como la vivienda (incluyendo créditos populares), la energía con un rol protagónico para YPF, la industria naval (ELMA y Astilleros Río Santiago), la aeronáutica (FADEA, que si bien había sido creada en 1927, integró junto al Instituto Aeronáutico un capítulo fundamental), la automotriz (IAME), la ferroviaria (con su nacionalización y la creación de Ferrocarriles Argentinos) y los sectores de alta tecnología en general incluyendo los relacionados a la industria de la defensa que también contempló, en el sub plan siderúrgico con SOMISA [2], con la producción de electrodomésticos (SIAM), petroquímica, etc. Cabe preguntarse si estos conglomerados nacionales no llegaron a ser lo que hoy son Samsung o LG porque no tuvieron el apoyo suficiente e ininterrumpido que les permitiera madurar tecnológicamente hasta poder competir. En este sentido, los roles clave de las instituciones científicas tecnológicas no tuvieron el rol decisivo, que sí tuvieron en el sudeste asiático, para desarrollar campeones nacionales industriales, donde además sí hubo política sectorial y proteccionista y no de apertura indiscriminada como deslizan reiteradamente economistas ortodoxos a contramano de la evidencia empírica.
De esta manera, para lograr un desarrollo sostenido, una vía posible es recuperar ciertas enseñanzas que dejara el primer plan quinquenal peronista poniendo el foco en el agregado de valor local, la necesidad de intensificar procesos de I+D+i, no solo para grandes empresas nacionales, sino también en las Pymes argentinas fomentando las articulaciones público-privadas apuntalando desde el Estado el desarrollo de infraestructura física y digital. Asimismo, es necesario que el Estado coordine y estimule las capacidades tecnológicas nacionales con un sentido estratégico sectorial. Es decir, no son iguales todos los sectores ni todas las regiones, no es lo mismo producir máquinas que producir papas o soja y no es indistinto dónde se debe estimular el desarrollo. Este aspecto, que se aleja de los dogmas aperturistas, fue comprendido por los países desarrollados volcándose a la producción de bienes con tecnología incorporada, aunque las cuasi-rentas sean diferencialmente inferiores. Por lo tanto, a nivel sectorial, debe pensarse, desde el Estado y no desde el mercado, en industrias con importante presencia de empresas de capital nacional grandes y pymes como la metalmecánica, la producción de maquinaria y equipos, materiales de construcción, software entre otros.
Es de esta manera es que pensar la industria requiere impulsarla de manera permanente a la frontera tecnológica: para que este impulso se transforme en desarrollo es necesario que el aumento constante de la productividad se reparta no solo en ganancias, sino en mejoras salariales que alimenten la demanda agregada. Para lograr este objetivo es indispensable construir un Sistema Nacional de Innovación con cohesión social.
En conclusión, se puede afirmar que todo plan requiere una institucionalidad propia que abra la disputa de cómo han de dirigirse los recursos, es decir la conducción política del plan debe ser firme y audaz, tanto en los objetivos como en su ejecución para alcanzarlos. En la Argentina actual, parece indispensable recuperar esta visión estratégica que requiere que instituciones como el INTI, en articulación con el sistema científico tecnológico, generen y permitan la densidad industrial en todo el territorio nacional proveyendo infraestructura intangible a partir de la difusión y las mejoras de sus capacidades en concordancia con la obra pública que provee la infraestructura tangible. En definitiva, está claro que la Argentina ha recorrido en las últimas cinco décadas un proceso de desindustrialización cuyos efectos en el tejido social son devastadores. La evidencia empírica tanto en este país como en el resto del mundo muestra que para revertir esta situación no alcanza con políticas fiscales y monetarias, por lo que es indispensable hacer un Plan en serio de Política Industrial.
[1] Refiere al plan presentado por el ministro de Economía del gobierno de Isabel Perón, Celestino Rodrigo, con los apoyos de Ricardo Zinn y Pedro Pou cuando anunciaron una devaluación del 100 %, aumentos en la nafta del orden del 175 %; de la electricidad de 75 % en lo que consistió en el mayor ajuste que conoció la economía argentina hasta ese momento.
[2] Avanzarían estas industrias en el Segundo Plan Quinquenal que se extendería entre 1953 a 1957, aunque fue abortado tras el golpe militar de septiembre del 1955. El foco estaba puesto en la consolidación del desarrollo de las industrias automotriz, petrolera y petroquímica, la química, la metalúrgica, la de maquinarias en general (eléctricas y no eléctricas) y las industrias de base, además de buscar modernizar al sector agrario a partir de su tecnificación, la producción de fertilizantes, plaguicidas y maquinaria agrícola, en la búsqueda de aumentar su productividad.
Alejandro Naclerio es doctor en Economía por Universidad Paris 13, Profesor Investigador UNQ.
Juan Manuel Labanca es Economista INTI, Profesor UTN, UNSAM y UB.
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