La ética de la impunidad
El debate del escritor peruano con Verbitsky tras las confesiones de Scilingo sobre los vuelos de la muerte
Mario Vargas Llosa, habitué visitante de la Argentina desde que estuvo en el departamentito de Jorge Luis Borges, conocía en este país a sus mejores periodistas, profesión que lo tuvo como novel practicante a sus 16 años. En su recorrida vernácula de 1995, recibió a Mariano Grondona para hablar de religión durante siete minutos, visita que pocos años después retribuiría. A propósito de tales tertulias, se mantenía muy al tanto de lo importante de este país.
En aquel año, Horacio Verbitsky llevó al programa televisivo de Grondona la primicia de la confesión del marino Adolfo Scilingo sobre su participación en los vuelos de la muerte. La noche del jueves 2 de marzo adelantó la tapa del diario del día siguiente, que agotó su tirada en kioscos de la Capital Federal y que repitió el domingo 5. A la semana, sumó una investigación sobre la complicidad episcopal en la isla de El Silencio. La primera revelación concitó un inmediato rebote mundial, que incluyó un par de notas en la revista Time, en las que Vargas Llosa reparó para discutir con el periodista argentino.
El peruano abordó el tema desde su columna en el diario El País, de España:
Hay muchos argumentos morales para rechazar este realismo político que, en última instancia, garantiza la impunidad –a quienes pusieron bombas, torturaron, secuestraron, asesinaron y robaron en nombre de la civilización cristiana y occidental (o de la revolución socialista). Un destacado periodista argentino de oposición, Horacio Verbitsky, lo explica así, en Time: “¿Reconciliación? ¡Qué pretensión absurda! Eso tardará varias generaciones. ¿Cómo podría ‘reconciliarse’ una madre con la persona que mató a su hijo? Lo importante es compartir la idea de vivir pacíficamente, respetando las reglas y las instituciones de la democracia”.
En otros párrafos, el intelectual orgánico de las nuevas derechas derrapaba hacia la teoría de los dos demonios, lo que concitó una dura réplica de Juan José Saer, de la mesa coordinadora del Parlamento Internacional de Escritores. A esa “napa asqueante de lugares comunes dignos de una composición de sexto grado”, sobre “las recientes confesiones de militares argentinos”, Saer contrarió el argumento de que la guerrilla habría comenzado bajo una democracia. “Desde el golpe de 1955 hasta 1983, hubo en la Argentina sólo seis años de gobiernos constitucionales (…) Vargas Llosa coincide con la dictadura: si torturaron y asesinaron fue porque los otros los obligaron a la guerra sucia”. Y asestó su mandoble más profundo: “Mientras artistas e intelectuales chilenos y argentinos eran torturados, asesinados o desterrados, él seguía publicando sus artículos en los diarios oficiales de las dictaduras de esos países”.
En cambio, Verbitsky –quien venía de leer Lituma en los Andes, 1993–deslizó que “al leer su último libro, entendí que había renunciado a la superficial navegación política y prefería nadar en las corrientes más hondas de la literatura. Su última columna parece desmentirlo”. No obstante, no le atribuyó mala fe; lo diferenció de Alberto Fujimori, su compatriota gobernante, cómplice de actos criminales, y rebatió los argumentos con información sobre la guerra civil española; los juicios de Nüremberg; los casos ruso, chileno y centroamericanos. El meollo de la cuestión, no obstante, era una aparente contradicción: para la convivencia democrática haría falta tiempo y práctica, que sólo se conseguirían mediante la renuncia a la persecución penal de los acusados por abusos a los derechos humanos. Un planteo que adquiere notable actualidad a partir de las actitudes del gobierno argentino.
Los textos del MVL están en el sitio de El País:
La respuesta del periodista se reproduce al pie de esta nota, por primera vez en internet, ya que por entonces los diarios locales no tenían página web.

Otros encuentros
En otra visita a la Argentina, en 1999, Vargas Llosa esperaba a ser entrevistado en el programa de Grondona. En el estudio vio a usuarios del Conurbano apremiar al presidente de la Cámara de Diputados y al directivo de la empresa proveedora de electricidad por el apagón de once días de verano, después de ocho años de tarifas dolarizadas. Asombrado ante la lucidez y capacidad vecinal para articular su pensamiento y expresarlo, el escritor dijo que en Perú eso era inimaginable. A su lado, Verbitsky le explicó que esa era “la huella del peronismo en la política argentina”, pero tal constatación personal no conmovió sus prejuicios, recordará el director del Cohete en una emisión radial del 26 de mayo de 2019.
El escritor reflexionaría sobre el tema una década después, en su discurso de recepción del Premio Nobel: “Me pregunté si, en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista” (ver minuto 6).
Dos meses después, era invitado a abrir la edición 2011 de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Su prédica derechista movió a otros intelectuales a cuestionar tal podio.
Verbitsky reflexionó entonces sobre “la cavilación depresiva manifiesta en el propósito de incidir en la elección del orador central en la feria de los editores y libreros. Vargas Llosa no hubiera podido justificar la utilización de un reconocimiento a sus novelas para un brulote contra el gobierno del país anfitrión, en la línea de la internacional de derecha que integra y que pocas horas antes congregará a sus fuerzas en el Hotel Sheraton. El fuego amigo hizo el trabajo por él, que ahora ni necesita hablar de política. Sólo sin comprender cuánto ha cambiado la Argentina en la segunda mitad del actual mandato presidencial puede temerse el discurso de un escritor de pensamiento político tan convencional, al que se le ha regalado una repercusión que no tenía”. Se refería a su iniciativa de despenalizar el delito de calumnias e injurias, adoptada por la Presidente Cristina Fernández “para que pudieran insultarla sin temor a represalias, coherente con rechazar cualquier restricción promovida desde el Estado a decisiones de entidades y personas privadas”.
La jefa de Estado coincidió en que era un yerro; por lo que el autor de la carta que había iniciado la polémica, el digno Horacio González, la retiró con una persistente aclaración sobre el estricto cuestionamiento político que tituló con un fastidiado “Largas a Vargas”.
…Y desencuentros
Sin obviar sus diferencias políticas, ya desde El Cohete y cada vez que ameritaba, Verbitsky destacó la obra literaria:“Vargas Llosa es un prosista deslumbrante y cuando escribe ficción es capaz de sobreponerse a sus preconceptos políticos, tal como Engels comprobó respecto de Balzac, que era legitimista, pero describió como nadie el ascenso de la burguesía. La última novela de Vargas Llosa, Tiempos recios, es extraordinaria en todos los sentidos. Se lee con deleite, también con provecho, porque al describir el derrocamiento del coronel Jacobo Arbenz en la Guatemala de 1954 ofrece la mejor descripción imaginable de las fake news y el lawfare, que Cristina Fernández de Kirchner vive denunciando. Esto incluye una lectura crítica de la política imperialista y del rol de sus empresas en América Latina, y una explicación acerca de cómo fue posible que Fidel Castro llegara al poder cinco años después. Ojalá todos los adversarios políticos tuvieran su talento” (El vaso por la mitad, 2020).Insistió con la idea dos años después (En las cumbres, 2022).
Aun cuando lo categorizaba como “uno de los principales gurúes del neoliberalismo local” (Recalculando, 2023), recordaba que “mi admiración por la escritura de Vargas Llosa me ha valido no pocas incomodidades. Me ha pasado de regalar una de sus novelas a una compañera que lo dejó de lado con gesto de incredulidad. ¿Vargas Llosa? Sí, Vargas Llosa”. (Le dedico mi silencio, 2023).
En su columna sobre la música que oía mientras escribía, se explayó: “Tan reaccionario como Balzac, no tiene ni la disculpa del autor de Papá Goriot, casado con la hija de un banquero. La involución llevó a Vargas Llosa desde su amor por la revolución cubana a su actual asociación con un liberalismo que no conserva nada transformador y revulsivo. La semana pasada recibió un premio en Miami y postuló a esa ciudad como un foco de libertad y democracia. No le hace ascos a compartir ruta y eventos con gente tan inferior a su talento como Aznar, Uribe y Macrì, aunque en las fotos se lo ve más a gusto con Cayetana Álvarez de Toledo”.
HV acababa de leer su última novela, Le dedico mi silencio, lo que lo llevó a subrayar: “Para quienes conocemos y amamos el Perú, la escritura de Vargas Llosa es una delicia, aunque carezca de la profundidad de la de José María Arguedas, cuyo Todas las sangres sigue pareciéndome la obra cumbre de la literatura hispanoamericana”.
A ella también se había referido en la ceremonia del Nobel MVL, de quien El Cohete profundizó su tesis sobre el poder transformador de la música en la identidad de un pueblo (Siempre Lucha, 2023).
Fuera de ello, otras firmas en El Cohete se han expresado con la más absoluta libertad–como diría el intelectual– ya para considerarlo “momia” (Marcelo Figueras, 2021); ya para llamar a “terminar con la mentira de los Vargas Llosa acerca de que Juan Perón fue el primer populista despilfarrador” (Andrés Sal.lari, 2019); para consignar la crítica académica por su apoyo electoral a la hija de Alberto Fujimori, ante quien había perdido las elecciones de 1990 (Ariela Ruiz Caro, 2021); para señalar que “en el Perú está gestándose un movimiento de ultraderecha golpista” (Ruiz Caro, 2021) o para exponer sus “penosas columnas de opinión” (Sebastián Fernández, 2024).
El debate
A partir de 1995, con la confesión de Adolfo Scilingo, en el mundo se replanteó la discusión clásica entre conciliación o justicia, impunidad o castigo. La revista estadounidense Time repasó el estado de la cuestión en cuatro continentes; lo hizo bajo el título “Pecados insepultos. De la Argentina a Camboya, el mundo lucha por vengar a las víctimas del horror y el genocidio”. Incluyó conceptos de Verbitsky, que Vargas Llosa objetó. Aquí, la respuesta del periodista.
Página/12, 16 de julio de 1995
Fuerzas Armadas y sociedad civil
Vargas Llosa dice que la transición española a una democracia moderna se produjo al cabo “de una dictadura de 40 años”, pero no extrae las conclusiones adecuadas. Cuando Franco murió, luego de agonizar un día por cada año de su interminable gobierno, quedaban con vida pocos protagonistas relevantes de aquellos años y las primeras elecciones libres fueron ganadas por los herederos del régimen. El aislamiento de los golpistas del 23-F no se debió a ninguna renuncia a enjuiciar al antiguo régimen, sino a la firmeza del Rey, al acuerdo entre todo el espectro político en defensa de las instituciones, a la impresionante movilización popular y al nada desdeñable contexto internacional. A nadie se le ocurriría hoy plantear la amnistía de Tejero como un requisito democrático.
Luego de cuatro décadas de franquismo, la sociedad española poco tenía que ver con la de la inmediata posguerra civil. En 1971, Forges dibujó a un español mal afeitado, con el pijama raído y las pantuflas astrosas, que se miraba al espejo por las mañanas, se golpeaba el rostro y repetía incrédulo: “Soy europeo, soy europeo”. Hasta la rancia ideología del nacional-catolicismo se caía a pedazos. George Bernanos escribió una frase que revela otra característica del proceso español: “Aquí se mata como quien tala árboles”. Y no se refería a un solo bando, como con pocas excepciones ocurrió en América latina, donde la guerra civil se pareció demasiado a una cacería.
Todo esto define la excepcionalidad del caso español y lo hace tan poco generalizable como el de Alemania, con los jefes nazis sentados en los duros bancos de Nüremberg, o el de Japón, donde los vencedores colgaron al primer ministro Tojo por crímenes contra la Humanidad, pero emplearon al emperador Hirohito para que predicara la Pax Americana. La actual anarquía en Rusia no puede atribuirse al inexistente empeño por llevar a juicio a los ex dirigentes soviéticos. A la inversa, Alemania, Francia e Italia persiguen hasta el último de los nazis, como Schwammberger, Barbie o Priebke, y sus sistemas de gobierno ni pestañean. Esos juicios, como la muerte en prisión del nonagenario Rudolf Hess, son tanto efecto como causa de la fortaleza de sus instituciones.
Tampoco son equivalentes las situaciones de Argentina, Chile o Perú. La dictadura de Buenos Aires se derrumbó al séptimo año por la derrota de una guerra externa contra Gran Bretaña y por su incapacidad para administrar la economía. Esto permitió que los partidos políticos se negaran a concertar nada con los réprobos militares antes de las elecciones de 1983 y que después anularan su autoamnistía. Los ex dictadores Videla, Massera & Cía. fueron detenidos por orden del propio Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas y su condena por un tribunal civil contó con un respaldo social tan masivo como lo fue el repudio a las posteriores leyes y decretos de olvido. En Chile, en cambio, las elecciones se celebraron dentro del marco institucional sancionado por Pinochet. Importantes fuerzas políticas reivindicaban la gestión de la dictadura, de alto costo social pero de exitosas cifras macroeconómicas. La Constitución reformada, la amnistía, los jueces y senadores biónicos y la inamovilidad del propio Pinochet como jefe del Ejército garantizada hasta los umbrales del tercer milenio, limitan las opciones disponibles para los partidos democráticos. En el Perú, el presidente Fujimori perdonó a sus propios colaboradores. En uno de los horrendos asesinatos amnistiados, el de Barrios Altos, se usó un auto propiedad de su hermano, y las investigaciones inconclusas debían proseguir con su principal asesor, capitán Vladimiro Montesinos, y con el jefe del Ejército, general Nicolás Di Bari Hermoza, que le permitió cerrar el Parlamento y sentarse sobre las bayonetas. Allí la discusión no gira en torno del pasado sino del presente.
Las transiciones en Nicaragua y El Salvador se acordaron entre fuerzas beligerantes bien organizadas y pertrechadas, hartas de matarse sin que nadie pudiera someter al enemigo, lo cual los diferencia de aquellos países en que los militares exterminaron hasta el rastro de las antiguas organizaciones guerrilleras y donde el reclamo de justicia de la sociedad civil constituye cualquier cosa menos la continuación de la guerra por otros medios, según la expresión de Vargas Llosa.
La especificidad de cada caso nacional es ostensible. Sin embargo, el rol de las Fuerzas Armadas es en efecto una de las cuestiones críticas en todos los procesos de transición a la democracia. Según Vargas Llosa, lo que llama mis argumentos morales estaría socavado por una contradicción: para la convivencia democrática haría falta tiempo y práctica, que sólo se conseguirían mediante la renuncia a la persecución penal de los acusados por abusos a los derechos humanos.
Como el paso del tiempo es ajeno a nuestra voluntad, sólo vale la pena discutir cuál es la práctica idónea para evitar una involución hacia el autoritarismo militar. Es indiscutible, como dice Vargas Llosa, que la intolerancia y la matonería están también arraigadas en la sociedad civil. No sería excesivo postular que cada ocupación castrense del poder en cualquiera de los países de la región fue una manifestación de lo que el estudioso y diplomático francés Alan Rouquié llama la legalidad oligárquica, opuesta a los sistemas de origen liberal, con sus elecciones periódicas, su división de poderes y su prensa independiente. Por eso la tarea de civilizar a las Fuerzas Armadas es apenas un capítulo del imprescindible sometimiento al imperio de la ley de aquellas fuerzas sociales o grupos económicos que han recurrido a la espada cada vez que sintieron sus intereses amenazados por el funcionamiento de las instituciones representativas, como ocurrió tantas veces en la Argentina y, el 5 de abril de 1992, en el Perú.
No dudo de la buena fe del autor de La ciudad y los perros, retrato formidable de la tortuosa mentalidad militar. Pero rechazo que la preservación del sistema democrático, el fortalecimiento de las instituciones y el respeto de la legalidad requieran una ética de la impunidad para los más graves crímenes. No se me escapa la dificultad de llamar a capítulo a quienes empuñan las armas en una sociedad desarmada, como hoy son todas las de América. En el caso argentino es ostensible que sin los juicios de 1985/86 no hubiera sido posible que llegara a la conducción del Ejército un general como su actual jefe de Estado Mayor, Martín Balza, quien acaba de reconocer los horrores del pasado y de postular para el futuro la moderna doctrina de la desobediencia debida a órdenes inmorales o ilegales. Cada país sabrá cómo y hasta dónde llegar, según sus circunstancias. Pero la norma no puede ser el olvido forzoso, la capitulación ante el chantaje castrense u oligárquico.
Al leer su último libro entendí que Vargas Llosa había renunciado a la superficial navegación política y prefería nadar en las corrientes más hondas de la literatura. Pero su última columna parece desmentirlo. Fue escrita antes del perdón al escuadrón de la muerte responsable del secuestro, asesinato e incineración de un profesor y nueve alumnos de la universidad peruana de La Cantuta. Me imagino la incomodidad de MVL al comprobar quién ha seguido el curso que él propone. Vargas Llosa opina desinteresadamente. Fujimori rescata de la cárcel a sus propios esbirros. La diferencia moral entre uno y otro es absoluta, pero no mejora la calidad del razonamiento. Ojalá esto lo indujera a un reexamen de la cuestión y le ayudara a advertir que fuerzas militares así blanqueadas pueden sostener a híbridos semi-dictatoriales como el de Fujimori, pero nunca a una auténtica democracia.
Para quienes se fastidian con las búsquedas por la web, aquí la nota de MVL:
El País, 17 de junio de 1995
Una casa de naipes
La transición española de una dictadura de cuarenta años a una democracia moderna quedará como uno de los hechos más positivos de unos finales de siglo que, aunque repletos de acontecimientos, han abundado en frustraciones y fracasos políticos. Acaso nadie esperaba que esta transición se llevara a cabo de la manera en que se efectuó: sin violencia y con la resuelta colaboración de todos los sectores –empezando por la corona y terminando por el Partido Comunista–, incluso aquellos que, hacía muy poco, eran duramente reprimidos por el régimen franquista. En aras del restablecimiento de la libertad y para evitar el retorno de un clima de encono y división que haría imposible el funcionamiento de la flamante legalidad, las fuerzas democráticas renunciaron a pedir cuentas y a enjuiciar al antiguo régimen por sus atropellos y crímenes y aceptaron convivir con sus corifeos y lugartenientes. Para muchos exiliados, ex-prisioneros o perseguidos políticos, ello significó un gran sacrificio, sin duda, pero gracias a su generosidad y lucidez, España –no importa cuán grandes sean sus problemas actuales– es hoy una democracia moderna donde un golpe de Estado cuartelero resulta ya casi tan imposible como en Francia o Alemania. Sin aquella actitud pragmática de los antiguos rivales para convivir con sus diferencias y no continuar con la guerra civil, aunque fuera por otros medios, el intento golpista del 23 de febrero acaso no hubiera sido debelado tan pronto y España se enfrentaría ahora, tal vez, a una anarquía semejante a la de Rusia.
No se ha estudiado bastante la influencia que ha tenido la transición española en el resto del mundo. Yo estoy convencido de que su ejemplo fue decisivo en América Latina. Con variantes mayores o menores, esa fórmula fue seguida en Chile, en Nicaragua y en El Salvador, donde la evolución de un régimen autoritario a un sistema de convivencia democrática ha sido posible gracias a un esfuerzo conjunto de las fuerzas políticas para convivir, como se ha hecho en España, aun cuando el precio para ello fuera el altísimo de renunciar a pedir sanción y castigo penales para quienes cometieron horrendos crímenes.
Desde luego que hay muchos argumentos morales para rechazar este realismo político que, en última instancia, garantiza la impunidad a quienes pusieron bombas, torturaron, secuestraron, asesinaron y robaron en nombre de la civilización cristiana y occidental (o de la revolución socialista). Un destacado periodista argentino de oposición, Horacio Verbitsky, lo explica así, en el último número de Time: “¿Reconciliación? ¡Qué pretensión absurda! Eso tardará varias generaciones. ¿Cómo podría ‘reconciliarse’ una madre con la persona que mató a su hijo? Lo importante es compartir la idea de vivir pacíficamente, respetando las reglas y las instituciones de la democracia”.
Esta tesis parece muy lógica, pero, en verdad, la socava una contradicción, pues para que una sociedad se impregne de esa cultura democrática que enseña a todos a convivir en la legalidad con sus diferencias también hace falta tiempo y, sobre todo, mucha práctica. Eso no se aprende en la teoría, sino en el quehacer diario, en el ejercicio cotidiano de la legalidad y en el funcionamiento de las instituciones civiles. Para llegar a ello hay que empezar por romper el círculo vicioso y, como en España –o Chile, Nicaragua y El Salvador– impulsar unos mecanismos de coexistencia que, de manera gradual, vayan educando a todos en el difícil arte de la tolerancia y el respeto a la ley.
Un obstáculo mayor, aunque no el único, para instalar y, luego, ir perfeccionando la democracia, son las Fuerzas Armadas. En América Latina, ellas han violentado una y otra vez la legalidad y usurpado el poder, destruyendo innumerables veces los intentos democráticos. Una cultura autoritaria las impregna, desde los comienzos de la vida republicana, y sus miembros siempre se han considerado, por ser dueños de la fuerza, imbuidos de algo así como de un derecho de tutela sobre el poder civil, al que podían deponer o reponer a su capricho. Mientras ellas no sean reeducadas y aprendan a respetar el poder civil y las leyes, la democratización será precaria y penderá sobre ella, como espada de Damocles, la sombra del cuartelazo. Este proceso toma tiempo y la única manera de que culmine –de que las Fuerzas Armadas se civilicen y en vez de potenciales dinamiteras del Estado de Derecho sean su sostén– es que las nuevas y frágiles democracias –unas casas de naipes– duren y, a la que vez que duran, se vayan fortaleciendo hasta que el acatamiento a las leyes y a los gobernantes legítimos forme parte de la idiosincrasia militar, como ocurre en Estados Unidos o el Reino Unido.
En mi opinión, este proceso da todavía sus primeros pasos en América Latina y, a diferencia de España, puede aún ser revertido. Lo fue, en cierta forma, en el Perú, donde desde el 5 de abril de 1992 impera un régimen sui generis, que no es una democracia ni tampoco una dictadura de rasgo tradicional, sino un curioso híbrido que, para colmo de males, goza incluso de cierta popularidad. Y los intentos golpistas de Guatemala y Venezuela, aunque fracasados, son un indicio inequívoco de que el riesgo de una involución hacia el autoritarismo militar está siempre rondando los débiles gobiernos civiles.
Ni siquiera Chile, probablemente el país donde la legalidad y las costumbres democráticas se han enraizado más en la última década, debido a la vieja tradición civil y legalista del país, y también a la solidez del consenso reinante entre las fuerzas políticas y al acelerado crecimiento económico, se puede cantar victoria. Lo estamos viendo estos días, con la tensión surgida con motivo de la condena por la Corte Suprema del ex jefe de la DINA, el general Manuel Contreras y su lugarteniente el brigadier Pedro Espinoza, acusados de haber ordenado el asesinato, en Washington, del líder socialista exiliado Orlando Letelier.
Creo que, aunque a regañadientes, las Fuerzas Armadas chilenas acatarán un fallo que ha sido dictado respetando rigurosamente los mecanismos judiciales que la propia dictadura de Pinochet aprobó y que cuenta con el respaldo de la opinión pública chilena e internacional. Ésta es una victoria, sin duda, de la ley sobre el crimen y una reparación simbólica a una de las víctimas de la represión; pero mucho me temo que si, alentado por ello, el régimen democrático intentara llevar al banquillo de los acusados a todos los militares y policías chilenos responsables de abusos a los derechos humanos el riesgo de una sublevación militar sería enorme.
Desde mi punto de vista, es un riesgo que las nuevas democracias latinoamericanas deberían tratar de evitar, siguiendo el ejemplo español. Mientras esa construcción de papel no sea una sólida ciudadela de material noble, no hay que forzarla demasiado, pues si ella se desploma será peor: la guerra civil permanente que ha signado nuestra historia no terminará nunca, renacerán las dictaduras y habrá nuevos crímenes y torturas y atropellos y América Latina seguirá sumida en el salvajismo y la barbarie políticos hasta la consumación de los siglos. Para salir de ellos, la primera y más urgente prioridad es la preservación del sistema democrático, el fortalecimiento de las instituciones, el respeto de la legalidad, hasta que esto se convierta en una manera de vivir para civiles y militares, por igual.
Esto es difícil, porque las actitudes autoritarias, aunque muy arraigadas en el estamento militar, lo están también, en América Latina, en vastos sectores de la sociedad civil, donde no sólo entre los grupos extremistas partidarios de la acción directa sino entre partidos políticos, dirigentes sindicales, periodistas e intelectuales que creen defender la democracia, suelen manifestarse, a menudo sin que ellos lo adviertan, una intolerancia y matonería semejantes a las de quienes creen que la verdad política la deciden los cañones y los campos de concentración.
Mi ejemplo se llama Juan José Saer, escritor argentino, quien, en El País del 6 de junio, refuta mis opiniones sobre las confesiones de militares torturadores de su país expresadas en una Piedra de Toque anterior (Jugar con fuego, 7 de mayo). Lo hace “desde el más imperturbable desprecio” hacia quien “ha hecho de la agitación una actividad comercial”, tiene una “historia tenebrosa” y cuyos “dislates no justifican la controversia”, pues lo que escribe está lleno “de lugares comunes, de ideas fijas y de incoherencias histéricas”, es un dechado de “duplicidad”, “cobardía”, “inepcia”, “chatura seudohumanista” y a quien, además de “mala fe” e “ignorancia”, adorna “la inconsecuencia clínica del mitómano”.
¿Más pruebas de que no sólo los militares necesitan ser civilizados para que la cultura democrática prenda por fin en América Latina?
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