Pinchar globos amarillos
¿Hace falta un ministerio de seguridad en la Nación?
Después de haber visto a la ministra Patricia Bullrich sobreactuando cuatro años, nos preguntamos si no habrá llegado la hora de reponer la realidad al lado de la verdad. Cuatro años de amarillismo enloqueciendo a la gente, cuatro años inflando los hechos, poniendo a la verdad más allá de la realidad.
Cuando la seguridad se convierte en la vidriera de la política, los hechos tienden a adquirir un status que no guarda proporción con lo que realmente sucede. Este gobierno se ha dedicado a inventar enemigos, es decir, a polarizar los conflictos. Si había que desapercibir algunos temas, esconder los problemas debajo de la alfombra, había que desviar la atención de los ciudadanos hacia otras cuestiones menores pero más impactantes y espectaculares. El gobierno estaba dispuesto a profundizar la grieta, tensando los antagonismos, hasta que las cosas se volvieran –literalmente— blanco sobre negro.
La polarización necesitaba enemigos que estuvieran a la altura de los fantasmas que suelen asediar a la vecinocracia. Nadie va a la guerra sin imágenes-fuerza con la capacidad de imantar a la hinchada. Y el macrismo estaba convencido que había que llevar a pastar a los vecinos alertas a esos parajes decorados con mucho cotillón y darle de comer al bestiario nacional su propio resentimiento. Porque los enemigos no caen del cielo y tampoco se compran en el kiosco de la esquina. Hay que inventarlos. Como aconsejaba Maquiavelo: “Un príncipe sabio debe, cuando tenga la oportunidad, procurarse con astucia alguna enemistad para que, venciéndola, resulte mayor su grandeza”. Y la gestión de Bullrich invirtió mucho tiempo y dinero en la producción de enemigos, hizo muchas operaciones y muchas conferencias de prensa para agitar los fantasmas. No estaba sola en esta empresa, la doctrina de la “nuevas amenazas” propalada por la Embajada de los Estados Unidos, militada y subsidiada por sus agencias de seguridad, ofrecía un punto de apoyo para ponerse a fabricar en serie una cantidad de demonios con la capacidad no solo de ganarse la atención de gran parte del electorado que había reclutado en las elecciones anteriores, sino su aprobación emocional más o menos espontánea.
La nueva agenda que proponía la demonología ministerial fue, políticamente hablando, muy productiva y variopinta. Con la doctrina de seguridad se aportaba una nueva temporada de enemigos internos que habilitaban y legitimaban el endurecimiento de las políticas securitarias. Enemigos que se transformaron en chivos expiatorios, que había que delatar y escrachar, degradar para poder hostigar. Se sabe, no hay guerra de policía sin guerra preventiva, no hay mano dura sin tolerancia cero, es decir, sin prudencialismo vecinal y políticas de prevención. Esos enemigos tuvieron nombre y apellido, pero antes fueron un cliché que la televisión se apresuró a rubricar para aplanar la realidad en su superficie. Se llamaron “pibes chorros”, “narcovilleros”, “mapuches terroristas”, “activistas”, “movimientos sociales violentos”, o “barrabravas” “Monos” o, simplemente, “mafias”, muchas mafias por todos lados. Estos fueron los artefactos a través de los cuales se buscó captar la atención para desviarla hacia problemas inflados. De esa manera, tardamos en reaccionar. En vez de poner el ojo en la fuga de divisas, en el endeudamiento del país, en el desmantelamiento de la producción local con la inevitable pérdida de fuentes de trabajo y precarización del empleo, preferimos pavonearnos hablando de cuestiones menores que casi siempre, por cierto, tenían el radio que tiene la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores.
Esos globos no salían gratis. Necesitaban un presupuesto que financiara la pirotecnia verbal, que respaldase e hiciera visible el giro punitivo que se deparaba para la seguridad. Si había que hacerle la guerra al delito, al terrorismo y a la protesta social disruptiva o violenta, había que armarse y estoquearse con una nueva parafernalia a la altura de semejantes enemigos. La guerra de policía creo condiciones de posibilidad para que los traficantes de armas expandieran sus negocios. No hace falta dar nombres, porque para los lectores de El Cohete a la Luna son de público y notorio conocimiento.
La creación del Ministerio de Seguridad en diciembre de 2010 tuvo un contexto social y político muy concreto. Los conflictos se habían acoplado en muy poco tiempo. El conflicto social (expuesto con la brutal represión policial a los tomadores de tierras en el Parque Indoamericano) se sumaba al conflicto sindical (el asesinato del militante Mariano Ferreyra, a manos de una patota sindical con cobertura policial), que a su vez se sumaba a la crisis que venía remando la Policía Federal (producto de la desconfianza generalizada hacia esta y otras policías provinciales). Todo eso pasaba mientras los legisladores no se ponían de acuerdo para traspasar la PFA a la Ciudad de Buenos Aires. Para los senadores no era justo que el resto del país asumiera los costos de mantener una policía que iba a operar en el distrito que mayor capacidad de recaudación tenía. Las cosas estaban en un punto muerto y había que salir del atolladero antes que estrellara a los funcionarios contra la pared. No había que ir muy lejos para reconocer los riesgos que se corrían. La historia reciente argentina es muy rica en ejemplos. Basta poner uno: Duhalde en junio de 2002.
Frente a esas circunstancias, la ex Presidenta Cristina Fernández decidió tomar cartas en el asunto creando por decreto el ministerio de Seguridad de la Nación. De esa manera los problemas tuvieron otro rango y un tratamiento preferencial: adquiriendo un status ministerial. Pero cuando se jerarquizaba la seguridad no se proponía inflar los problemas, sino ponerse del lado de la gente de carne y hueso, sobre todo de los sectores sociales más perjudicados que venían padeciendo el hostigamiento y la brutalidad policial.
La gestión de Nilda Garré, con todos sus aciertos, limitaciones y errores, fue el mejor intento. Una experiencia que quedó trunca con la intervención de Sergio Berni como super-secretario de seguridad. Un militar con licencia que —y que conste que lo decimos con el diario del lunes— le dejó el camino despejado a la gestión de Bullrich. En efecto, la verborragia marcial de Bullrich iba detrás de los actings de Berni. Bullrich le puso el cuerpo a las bravatas de Berni. Un cuerpo que se hizo sentir. Lo sintieron los jóvenes de barrios pobres cuando se medían cotidianamente con las detenciones policiales que no iba acompañadas precisamente de buenos modales sino con mucho maltrato y destrato; lo sintieron Santiago Maldonado y Rafael Nahuel; las activistas que fueron objeto de la razzia después de la huelga de mujeres; lo sintieron los jubilados y trabajadores cuando se manifestaron para rechazar la reforma jubilatoria y laboral; y lo siente los casi 90.000 presos que existen en Argentina. Todos aquellos cuerpos estuvieron en el centro de la tormenta y se midieron con fuerzas avivadas por la pirotecnia verbal de la ministra, con el protocolo antipiquete, la doctrina de las nuevas amenazas y la doctrina Chocobar.
Ahora que la gestión de Bullrich tiene las horas contadas nos preguntamos si no habrá llegado el momento de pinchar todos aquellos globos amarillos. Ahora que la mitad de los policías federales han sido traspasados a la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, nos preguntamos qué sentido tiene mantener un ministerio de Seguridad cuando a seguridad, recordemos, es una materia no delegable por las provincias al gobierno nacional. Es cierto que las otras agencias duplicaron sus agentes, pero si se trata de fuerzas federales debería retornarse a sus escenarios naturales, aquellos que, dicho sea de paso, son los que tuvieron en la cabeza sus capacitadores durante la instrucción.
Los granaderos de la democracia
Para ponerlo con preguntas: ¿qué hacemos con la PFA? ¿La convertimos en los granaderos de la democracia y la ponemos a custodiar edificios públicos? ¿No sería mejor transformar la Federal en una agencia policial de investigaciones de delitos federales complejos que trabaje con la Justicia federal? Porque, además, ¿no habrá llegado el momento de responsabilizar a Comodoro Py y al Ministerio Público en la expansión de los ilegalismos complejos? ¿Por qué los costos políticos tiene que ponerlos siempre la clase dirigente? ¿Acaso los funcionarios judiciales no son los encargados de dirigir las investigaciones? Con una policía profesional se les acabarían las excusas.
¿Qué hacemos con la Gendarmería? ¿La seguimos emplazando en las grandes ciudades para que realicen “controles de frontera” a través de la saturación policial y allanamientos masivos que solo profundizan la desigualdades sociales, compartimentando a los pobres en sus propios barrios?
¿Qué hacemos con la Prefectura Naval? ¿Seguimos usando de ella para realizar controles vehiculares? ¿No sería acaso mejor ponerla a controlar los barquitos que surcan el río Paraná, que se llevan gran parte de las cosechas en negro fuera del país?
Si queremos desinflar los globos, desfinanciar las políticas represivas, devolverle a la Educación los puntos que le restaron para presupuestar la cartera de Seguridad, si queremos crear un Ministerio de las Mujeres, Diversidades y Disidencias y otro para la Vivienda, entonces hay que sacarle porotos a la seguridad. Además la supresión del ministerio de Seguridad de la Nación tiene que formar parte del proyecto de refederalización militado por el candidato presidencial Alberto Fernández. En ese sentido, restituir la seguridad a las provincias no implica desentenderse de la seguridad sino reponer el federalismo. Pero insisto: esto no implica que la Nación se desentienda de la seguridad de los ciudadanos y ciudadanas, sino abocarse a los delitos de cuello blanco y a la criminalidad compleja que opera salteándose las distintas jurisdicciones. Una tarea que les corresponde dirigir a los funcionarios judiciales federales. Y para eso contaría con policías a la altura de semejantes tareas. Una policía cualificada, especialmente entrenada para perseguir estos ilegalismos, en vez de a los homicidios, los atracos, escruches, entraderas o salideras. Todas tareas, dicho sea de paso, que corresponden a la Justicia de cada provincia y sus policías locales.
No digo entonces que desaparezca la seguridad de las preocupaciones gubernamentales, sino devolverla al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos con el rango de secretaría nacional. Además ese ministerio es el mejor marco para continuar encarando las reformas que quedaron pendientes: protocolización y control del uso de la fuerza, vinculación de la policía a la investigación judicial compleja.
No vamos a discutir acá el traspaso de la Policía Federal a la Ciudad. Se haya implementado bien o mal, se trata de un proceso irreversible. Mejor sería ir hacia otra Policía Federal, con otras tareas y otras funciones. Pero esas nuevas misiones necesitan otras destrezas, otra formación, otro tipo de conducción política.
Basta de vender humo
No se trata de descomprometer al futuro gobierno nacional de la seguridad, sino de comenzar a leer los problemas guardando las proporciones que tienen, sin agitar fantasmas, sin demonizar a nadie. Sabiendo además que los problemas con los que se miden necesitan tiempo, mucho tiempo para hacerles frente. Hay que dejar de vender humo.
No se puede pensar la seguridad con la tapa de los diarios o los zócalos de la televisión, desde eventos extraordinarios. O mejor dicho, “sí se puede” y por eso estamos donde estamos: los problemas se han profundizado. Su abordaje también necesitará un acuerdo político para sustraerlo de las coyunturas electorales. Si las respuestas necesitan tiempo para carretear, entonces hay que evitar que la futura oposición haga política con la desgracia ajena.
Son muchas las tareas pendientes: entre ellas hacer un poco de peronismo básico al interior de las policías, es decir, falta bienestar social. Los policías trabajan en pésimas condiciones y están muy mal remunerados. Otra cuestión: ¿Hay que sindicalizar a las policías? ¿La policía es un servicio o un trabajo? ¿Hasta cuándo vamos a seguir con la cantinela de la vocación? He aquí otro gran tema que seguramente requiere un debate más amplio, es decir, tiempo.
Necesitamos, por ejemplo, la producción de información con calidad de manera permanente que nutra no sólo las políticas públicas de las distintas provincias, sino de las otras agencias del Estado nacional. Porque sabemos que los conflictos sociales son complejos. Problemas con múltiples factores reclaman una intervención creativa desde diferentes agencias del Estado. La intervención multiagencial es el punto de partida para despolicializar la seguridad. Si queremos una policía que no esté para cuidarle la espalda al funcionario de turno, que cuide a los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, no hay que pedirle a la policía cosas que no sabe, para las cuales no fue preparada ni está en condiciones de hacerles frente. Necesitamos más trabajadores sociales que policías y a los policías los necesitamos con otra sensibilidad social. Necesitamos actores muy preparados para tramitar los conflictos sociales complejos, porque la Argentina que viene no es la Argentina de los '90 y tampoco la de la década anterior. Persistir en poner a la policía arriba de los conflictos sociales es echarle leña al fuego. Alberto Fernández tiene razón: el gobierno por venir tendrá otras prioridades.
* Docente e investigador de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos.
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