PINCELADAS
Siempre me impresionó su coherencia en sostener principios dejando a un lado vínculos amistosos
Es predecible que una cita célebre se transforme a estas horas en un lugar común y es que se nos ha ido Julio Maier, respecto de quien cabe sin vacilar el recurso al poema de Bertolt Brecht con referencia a los luchadores de toda la vida, los imprescindibles. Hace apenas minutos que recibí la noticia y semejante golpe me impulsa a intentar que el dolor permita expresar algunos rasgos del maestro y amigo, asperjando unas pinceladas que vayan más allá de su notable currículum, de los trazos más conocidos de una vida ejemplar.
Lo conocí por mentas y de un modo imborrable. A mediados de los '60, como empleado de un juzgado en lo Correccional, la necesidad de certificar expedientes en el fuero obligaba a conocer la guía respectiva, por lo cual sabía que un doctor Maier era “Secretario de Instrucción 14” y punto. Una tarde, un corrillo de funcionarios del edificio en el que trabajaba despertó mi atención; con tono despectivo mencionaban la estupidez del tal Maier y no tardé en develar la intriga recurriendo a la confianza que tenía con uno de los que cuchicheaban.
Resultó que un par de días antes, creo recordar que fue en Vicente López, Julio conducía su auto habiendo olvidado toda la documentación en su casa; lo interceptó la policía, explicó la distracción y permaneció demorado unas horas hasta que María Inés –compañera entrañable de su vida— apareció por la comisaría con los papeles. Lo que asombraba a los colegas era que, en una época en la que bastaba invocar la condición de pinche tribunalicio para que las fuerzas de seguridad se mostrasen cuanto menos respetuosas, un ¡Secretario de Instrucción! (así, con mayúsculas y prosopopeya) se hubiese comportado como un vulgar ciudadano común, ocultando su rango. No exagero cuando apunto que ese dato significó, en mi valoración del personaje, un filtro definitorio, además de un dato esencial para entender a la denominada Casta Judicial.
En actividades académicas a las que asistía años más tarde entreví a una persona que combinaba cierta adustez, posiciones muy firmes que con frecuencia chocaban con las de sus interlocutores, con un estilo campechano subrayado por la inconfundible tonada. Con ironía, uno de los habituales participantes proclamaba que no otra cosa podía esperarse de esa cruza germano-cordobesa. Por esas vueltas del destino, poco después supe detalles del empeño con el que se había destacado estudiando en Alemania y anécdotas de esa estadía, pues compartía la pensión con un primo de quien sería mi primera esposa. Con Miguel “Pirincho” Goyechea, médico, forjaron una amistad inquebrantable y cuando aquél falleció hace unos meses, me tocó transmitirle –por intermedio de María Inés— la noticia de esa pérdida.
Ya graduado, al cursar una Licenciatura en Criminología, otra casualidad nos acercó; el profesor de Derecho Procesal Penal que había comenzado las clases tuvo un problema de salud, siendo reemplazado por Julio. La mayoría de los alumnos, muy influidos por las corrientes de la dogmática penal, mirábamos con cierta displicencia las cuestiones procesales; con asombro, al menos en mi caso, descubrimos con celeridad que había todo un arsenal de temas que años de discurrir por códigos y mamotretos teóricos nos habían soslayado, no sólo en cuanto al debatido tema de la oralidad convertido en estandarte de la escuela cordobesa. Y sin mengua de las dotes del otro docente, en Maier encontramos a alguien que nos provocaba a discutir (aunque no era fácil que aceptase réplicas si no eran terminantes y, sobre todo, muy bien fundamentadas), que en su pasión por enseñar nunca perdía el norte de los conceptos, al tiempo que de la mano de aquellas provocaciones surgía el incentivo a investigar, a producir elaboraciones que aportasen al saber general. Siempre pregonó que en esas tareas lo esencial debía ser la calidad académica, no la mera pretensión de cosechar certificados o puntos para engordar el CV.
Mientras escribo advierto que mi codo derecho reposa en la tabla de extensión del escritorio y, otra coincidencia, se apoya sobre la notable tesis doctoral de Eugenio Sarrabayrouse que Julio dirigió (hace semanas que el libro dormita en ese lugar, a la espera de que complete un artículo en el que su cita es esencial). Releo el prólogo firmado por el maestro, en el que no sólo valora el esfuerzo del tesista sino que ilustra cabalmente sobre la función del tutor académico en consonancia con sus viejas enseñanzas, añadiendo cálidas referencias a Eugenio entre las que no vacila en definirse como viejo ogro gruñón que obligó al discípulo a “un aprendizaje intensivo del humor cordobés para no reaccionar frente a mis ataques sarcásticos”. Un prístino autorretrato de alguien que se alejó del modelo solemne de esos catedráticos distantes, los que se solazan en los páramos de las torres marfileñas.
Tuve también que intervenir como fiscal en algunos de los procesos a su cargo en el Juzgado de Sentencia; allí también lucía ese especial equilibrio entre exigencia y sentido del humor, punto que revestía importancia en razón del equipo de colaboradores, donde varios destacaban por su tendencia a la diversión. Julio dejaba que la soga se estirase, hasta que bruscamente ponía coto a los entretenimientos, caso de famosos juegos teatrales después del horario judicial o el proceso al gato mascota del tribunal que defecó en la alfombra del magistrado (entre mis papeles debe estar el “expediente” pergeñado al efecto, en el que fui designado defensor del felino); el corte era abrupto, signado por un concepto inapelable: ”Acá estamos para prestar un servicio de Justicia”. Y la servía con tesón, elaboraba cada considerando como un engranaje lógico sostenido por la mejor doctrina armonizada con valoraciones humanísticas.
Llegó febrero del ’76. Una decisión que dictó contra oficiales de Seguridad Federal tuvo pronta respuesta. Una bomba estalló junto a la puerta de su casa en la calle Maestra Puccio, La Lucila. Llevo largo rato intentando evocar cómo llegué esa noche allí desde Belgrano; los policías que intervinieron pronosticaban que el frente del chalé se derrumbaría a la brevedad y recordé la capacidad descomunal que meses atrás la Guardia de Auxilio de la Municipalidad de Buenos Aires había mostrado en un incendio cuyo sumario me tocó instruir. Su jefe era el padre de una funcionaria del fuero federal y logramos llamarlo. “Ya salimos”, me dijo, generándome acto seguido una absurda preocupación que luego puse a cargo de las enseñanzas de Julio, por lo que le recordé que actuarían fuera de su jurisdicción y recibí el merecido retruque: “Primero está la seguridad de la gente y luego las jurisdicciones, ya lo arreglaremos”. Esa misma madrugada apuntalaron la casa y pusieron un frente falso de tablones.
De su ejercicio como abogado sobran ejemplos. Me limitaré a una anécdota que lo pinta de cuerpo entero. Terminado un acuerdo de la Sala que integraba en la Cámara del Crimen (allá por el ’86), anunciaron su presencia sin que hubiese tiempo de responder, ya que entró al despacho al modo de una tromba. La tonada se le hacía más perceptible en proporción a su vehemencia y prorrumpía en epítetos contra un juez “que haaabía ordeeenaaado la indagaaatoria de una editooorial que es clieeentaaa míaaa y io le hee diiicho que la editoooriaal no vaa a declaaarar, ni pueeede declaaarar, ni vaa a veeenir y el taraaado este insiiiiste en que la vaa a traaer por la fuuuerza púuublica”. Hubo que hacer malabarismos para equilibrar la tendencia a las carcajadas con la promesa de que nos ocuparíamos de resolver prontamente al recurso que había interpuesto.
Por entonces, restituidas las autoridades naturales a la Universidad, estuvo entre quienes hicieron aportes importantes al nuevo plan de estudios; como nuestra materia inicial (conocida como “Elementos”) combinaba lo básico de las dos partes del Derecho Penal y del Derecho Procesal Penal, cuando concursé para el cargo de profesor adjunto utilicé el tema seleccionado procurando articular esas tres vertientes. El resultado no le pareció adecuado a Julio, quien votó en disidencia en el jurado sosteniendo que mi producción no estaba a la altura requerida. En diálogos posteriores tuvimos ocasión de discutir nuestros puntos de vista, pero como siempre me impresionó su coherencia en sostener los principios dejando a un costado los vínculos amistosos.
Su proyecto de Código Procesal Penal traía innovaciones casi revolucionarias para la época, sobre todo porque uno de los aspectos más interesantes pasaba por un torpedo dirigido a la línea de flotación de la estructura jerárquica de nuestros tribunales; en paralelo al código venía la reorganización de la Justicia en lo penal, donde todos los magistrados de los diferentes niveles pasaban a tener el mismo rango y ¡a rotar en sus funciones!!! Semejante sacrilegio despertó los obvios recelos de muchos defensores del status quo; me habían designado para integrar el Centro de Perfeccionamiento Judicial que Enrique Paixao promovió como ministro y la renuencia total de Julio a permitir cualquier modificación a sus interesantísimas ideas me llevó, durante una reunión en la que buscábamos aliados para llevarlas adelante, a lanzarle un exabrupto del tono: “Sabés, el peor vendedor de este proyecto se llama Julio Bernardo José Maier”; imagine el lector la diatriba que siguió a mi nada inocente comentario, pero días más tarde –ya calmado— nos confesó que su temor era el desguace de la propuesta en el trámite legislativo. No ocurrió, porque su trabajo quedó en los estantes de la historia, que no hecho realidad.
Mientras diseminaba sus conocimientos por toda América Latina, varias generaciones de discípulos iban potenciando esa tarea. Sufrieron con María Inés el golpe terrible de perder a su hijo Federico, del que nunca pudo sobreponerse, pero canalizó ese sentimiento en diversas expresiones que ciertamente lo ayudaron a continuar. Sus polémicas con diversos colegas respecto al encasillamiento de los penalistas en la dogmática, la profundización de aristas esenciales del ordenamiento jurídico y político, sus punzantes reflexiones sobre los deterioros institucionales, el señalamiento de múltiples defecciones en el cumplimiento del mentado servicio de Justicia, seguirán siendo por siempre bases para discutir con seriedad, pensar en sociedades mejores.
Valoraba lo mucho que conocía de otras latitudes, pero lo adecuaba a lo nuestro. Se fue el día en que los franceses celebran la institución de los lemas revolucionarios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, que Julio por cierto sostenía, aunque con una mirada desde el Sur.
Su arraigo a las tradiciones argentinas no lo abandonó nunca. Verlo practicar nuestras danzas criollas era un placer, ponía su corazón y con María Inés mostraban un disfrute contagioso. La Peña de la Ribera, en el Bajo de San Isidro, creación del amigo común y gran artista plástico Guadalupe El Michi Aparicio, así los vio en innumerables ocasiones.
Durante décadas, la pugna generada por su lealtad a River nos llevaba al choque de banderías, en los últimos tiempos atenuado por las tristes demostraciones del negocio futbolístico; era socio vitalicio y gallina orgulloso, aunque ese desencanto lo alejaba gradualmente de lo que fuera una de sus pasiones. Una noche surgió de improviso frente a mi coche en su bicicleta, sin luces y a toda velocidad, atiné apenas a eludirlo y cuando nos encontramos días más tarde lo tildé de irresponsable, añadiendo que había atisbado que usaba un buzo con el escudo de su club. “Hubiese muerto bien amortajado”, me espetó y esas palabras, hoy, repiquetean con crueldad.
Era, ya se dijo, fogoso y combativo. Sentados en la primera fila del Salón de Actos de nuestra Facultad de Derecho, cuchicheábamos sobre futbol y otras yerbas mientras disertaba el Presidente de la Corte Suprema; de repente, un cambio de ritmo: “Decime, bostero, vos que estás en esos temas ambientales, ¿este sabe de lo que habla?” Le susurré que nos iban a escuchar y replicó: “No importa, todo el mundo sabe que estoy bastante sordo… cuando conviene”.
No lo arredraban las dificultades para moverse y así se lo vio muchas veces en primera fila de las marchas, encabezando la columna de Justicia Legítima, asistiendo a convocatorias del CELS. Siempre se hizo tiempo, también, para refutar injusticias a través de sus notas contundentes, escritas para el ciudadano de a pie y no para los leguleyos, acudiendo con una frecuencia llamativa a paneles u otras formas de discusión pública sobre los problemas que nos aquejan.
El aislamiento impidió que pudiésemos encontrarnos, como nos habíamos propuesto, en la Peña del Michi, quien vendría de su actual refugio salteño. Cierro este desordenado recuerdo con una referencia que es al mismo tiempo una sugerencia. Hace unos años, Julio me pidió copias de las notas que habíamos publicado en defensa post mortem del querido Chino Díaz Lestrem, asesinado por la dictadura militar. Había perdido las suyas y una tarde cumplí con lo pedido, llevándole nuevas a su casa; lo encontré regando el jardín, se disculpó por María Inés que no se sentía bien y tomamos un café charlando de temas variados. Cuando me despedía, me hizo esperar un par de minutos y volvió con un ejemplar de su libro Mientras estés conmigo (Ed. Ad-Hoc); estuve a punto de incurrir en la torpeza de decirle que lo había comprado no bien aparecido y que lo tenía en mi mesa de luz, leyéndolo de a poco. Por una vez en la vida me callé y la conmovedora dedicatoria vale por tantos años de amistad.
Mientras estés conmigo es un maravilloso retrato de un ser extraordinario, muestra a Julio en facetas que a veces sólo son percibidas por quienes, como me precio, lo hemos conocido más de cerca; su producción académica y judicial de algún modo dejan en la nebulosa sus carismas, su poesía, sus sentimientos con la familia, las Cartas a Federico, las evocaciones a los amigos que ya no están. En fin, un libro que hoy más que nunca hay que leer.
Va el recuerdo a un faro de nuestro tiempo, con afecto y respeto. Y el cariño sentido para María Inés y Guillermo.
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