PENIQUES QUE CAEN DEL CIELO

El mundo que propone Trump es tan horrible que convierte en resistentes a los bufones gentiles

 

En medio de la debacle que es el mundo, la última persona que imaginé que ocuparía mi cabeza es Steve Martin. ¿Lo tienen a Steve Martin? Estoy seguro de que la mayoría identifica su cara pero no retiene su nombre. Para muchos debe ser apenas el tipo que protagonizaba comedias familiares como El padre de la novia. Pero yo lo sigo desde los '80, con creciente admiración. En esa época descubrí las películas que hacía con el director Carl Reiner. Recuerdo Cliente muerto no paga (Dead Men Don't Wear Plaid, 1982), una parodia del cine negro donde, gracias a una edición ingeniosa, interactuaba con Bogart, Cagney, Alan Ladd y otros astros que ya habían desaparecido de este mundo. También por aquel entonces, en la era del VHS —o tempera, o mores—, pude disfrutar de las gracias que solía hacer cuando lo llamaban para presentar el ciclo Saturday Night Live. Quiero decir: siempre me hizo reír mucho. Se preguntarán: ¿y qué tiene que ver Steve Martin con el quilombo que estamos viviendo? Si me conceden una pizca de paciencia, terminará por entenderse.

 

Steve Martin.

 

El tipo fue siempre un original. No era apenas un comediante: era un comediante con estilo propio. Que tenía poco y nada que ver con los trucos habituales del oficio. Llegó a tener una popularidad impresionante, propia de una estrella de rock: llenaba estadios de fútbol, él solito, parado en medio de un escenario. Pero no contaba chistes con remate, esos que cierran con una línea que detona la carcajada — lo que se llama punchline. Lo que hacía, más bien, era cosas raras. Inesperadas e inexplicables. Como salir al escenario, decir: "Hola, soy Steve Martin, y en un minuto estaré aquí", para volver a irse por un rato. O aparecer con una flecha atravesando su cabeza. O tocar el banjo —cosa que siempre hizo bien, tiene grabados varios discos— para interrumpirse, alegando un ataque de happy feet (pies felices) que lo impulsaba a ponerse a bailar. O explicar qué es una enfermedad venérea mediante globos que anudaba con la pericia de un mago. Elvis Presley, que llegó a convertirse en fan, le dijo una noche: "Hijo, tenés un sentido del humor... oblícuo".

¿Cuánta gente conocen en condiciones de lograr que un país entero cante una broma sobre Tutankamón? King Tut vendió un millón de discos en 1978. Allí decía que Tutankamón "dio su vida por el turismo", y que "podría haber ganado un Grammy / enterrado en sus pijamas".

 

 

 

Lo que Steve Martin proponía al público no era que recibiese sus chistes pasivamente, sino que participase de una experiencia. Y la gente entraba en el juego, al punto en que en más de una oportunidad no le creían que el espectáculo había terminado —pensaban que era una joda más— y permanecían ahí. ¡Los desesperados ruegos de los empleados del lugar, invitándolos a irse, también sonaban como parte del show! Una noche invitó a todo el mundo a salir del local, llegó a la calle con toneladas de personas detrás, se subió a un taxi y se fue. Y la gente se quedó esperando, hasta que entendió que no se había tratado de una broma más... ¿o sí?

En la raíz del humor de Steve Martin está su formación filosófica. Ese fue el tema de su especialización universitaria. Estudió lógica para aprender a desmontarla. Le encantan los argumentos falaces, lo que se llama non sequiturs: planteás una premisa y la cerrás con una conclusión que no tiene nada que ver. Y si la conclusión es disparatada, no sólo creás absurdo: creás un efecto humorístico. En un artículo publicado en 2008, Martin explicó lo que buscaba lograr a través de su acto de stand-up: "¿Y si no había punchlines? ¿Y si creaba tensión pero nunca permitía que se la liberase, si conducía a un climax para no entregar más que un anticlimax? ¿Qué iba a hacer la gente, con toda esa tensión? ...Si yo seguía negándoles la formalidad del remate de la broma, eventualmente la gente iba a elegir su propio momento en el que reírse, aunque más no fuese por desesperación".

 

 

Esa aproximación entre intelectual y experimental marcó el resto de su carrera, propia de un renacentista moderno: el tipo hace muchas cosas, y todas las que hace, las hace bien. Lo cual no lo eximió de haber tomado riesgos, algunos de los cuales garparon y otros no. Protagonizó el que para mí es uno de los mejores musicales de la historia del cine: Pennies From Heaven (1981), de Herbert Ross, que sin embargo fue un fracaso en la taquilla. (Era un musical con el trasfondo de la Depresión del '29 en los Estados Unidos, tan trágico como ese período.) Co-produjo y escribió dos de mis comedias románticas favoritas: Roxanne (1987), una relectura contemporánea de Cyrano de Bergerac, y L. A. Story (1991). Escribió artículos notables para el New Yorker y novelas como Shopgirl —que terminó convertida en película— y Un objeto de belleza. También obras teatrales como Picasso at the Lapin Agile, que imagina un encuentro entre el pintor y Einstein en un bar de Monmartre, durante el cual debaten sobre las cuestiones del talento y el genio. Creó musicales como Bright Star —junto a la cantante Edie Brickell— y protagonizó en Broadway ese monumento del teatro contemporáneo que es Esperando a Godot, junto a Robin Williams. Podría decir, entonces, que lo distingue la capacidad de, sin perder el pulso de los gustos del gran público, desafiarlo a ir más allá, a sorprenderse a sí mismo. Siempre aspiró a producir un arte que, sin dejar de ser popular, no resultase condescendiente. (Releo esta definición y no puedo dejar de pensar que también aplica a alguien como el Indio Solari.)

Lo suyo —vuelvo a Steve Martin— no fue nunca la agresividad, sino la sutileza. Tampoco la conformidad, sino la elegante divergencia. (Hablamos de un tipo que, en pleno auge del hippismo y la contracultura, conservó su pelo siempre corto y vestía trajes blancos de tres piezas.) Fue siempre un equilibrista, un tipo que no temía hacer el bobo mientras ponía a prueba formatos de comedia que coqueteaban con el arte conceptual. Un señor educadísimo —posee una envidiable colección de arte que incluye obras de Lichtenstein, Picasso y Hopper—, que escribe como los dioses y que nunca, ni siquiera cuando habla, usa una palabra fuera de lugar.

 

"Pennies From Heaven".

 

Por eso mismo rondaba mi cabeza durante estas semanas. Porque el Steve Martin que conozco —siempre impecable y brillante— no es la clase de persona que uno visualiza cuando piensa en un militante contemporáneo del anti-autoritarismo. Y sin embargo, eso es precisamente lo que el fenómeno Trump ha hecho de este artista de 79 años. El Steve Martin que en estas semanas habla con franqueza a través de las redes —en Twitter está arrobado como @UnrealBluegrass, en honor al subgénero de la música country que más le gusta y por eso practica— es uno de los críticos más lúcidos que el Agente Destructor Naranja tiene en la actualidad. Leés sus posteos y tenés que recordarte que estás leyendo a Steve Martin, porque lo que dice no desentonaría en labios de un desmelenado activista.

Lo cuál indujo a que me preguntase, por enésima vez en estas semanas, en qué clase de mundo vivimos. Porque algo extremo tiene que estar pasando para que un humorista que siempre conectó con nuestro costado más inocente y juguetón arriesgue su carrera, y hasta su existencia, al mostrarse como parte de la resistencia a la tiranía de los peores.

 

 

 

 

No pienso, ergo no existo

El 13 de noviembre de 2023 Steve Martin publicó un largo post en Twitter, que hoy encuentro llamativo. ¿Por qué? Primero, porque faltaba un año para las elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Y sin embargo, don Esteban ya estaba lanzando al mundo una advertencia sobre lo que pasaría si este hombre regresaba a la Casa Blanca. El texto procedía en un tono que, en las antípodas de su humor habitual, sonaba más propio de un afiebrado profeta contemporáneo. "Si Trump vuelve a ser Presidente, después de todo lo que ya sabemos, y si vos lo apoyaste en su campaña, habrás participado del fin de la democracia en los Estados Unidos", publicó entonces Steve Martin. "No serás recompensado por tu líder, más allá del subidón que te produzca poner la civilidad patas para arriba. No sos parte de su plan. Él es la totalidad de su propio plan y el futuro le pertenecerá. Y no a vos. No vas a conseguir un 'gracias' ni un gesto de reconocimiento. Te va a permitir que compres pavadas que llevan grabadas su imagen y su nombre. Trump es un ejemplar despreciable de la humanidad. Desprovisto de compasión. Desprovisto de cualquier respeto por el conocimiento y la educación. Trump es apenas el Ello freudiano, elevado a la enésima. Nadie lo controlará, no habrá barreras ni vergüenza. Él no percibe diferencia alguna entre lo que es y lo que desea. Es que, cuando analizás la situación, no hay ninguna. Con él sucumbe el silogismo cartesiano sobre el que basamos nuestra lógica: no puede pensar, así que no habrá 'ergo', no habrá 'por lo tanto'. Rabia y venganza manejada por el ego. Si estás inclinado a bancarlo, por favor repensá tus motivos".

¿Y cuál es la segunda causa por la cual el posteo me llamó la atención? Porque la advertencia sonaba prematura en términos de las elecciones de su país —el candidato demócrata todavía era Biden, Kamala Harris fue confirmada como tal en julio del '24—, pero sincronizaba perfectamente con las elecciones de nuestro país, que consagrarían Presidente a Milei... ¡exactamente una semana del posteo de Steve Martin!

 

Robin Williams y Steve Martin, en "Esperando a Godot".

 

No voy a pretender que esto subraya una verdad científica. Pero sí apuntala la intuición que estoy lejos de ser el único en tener, sobre las similitudes entre los fenómenos que entronizaron a estos dos freaks de la historia contemporánea. Aquel post de Steve Martin no sólo estaba más en sincro con la realidad argentina de ese momento que con la de los Estados Unidos. Todo lo que decía de Trump podía ser dicho también, palabra más o menos, del tipo que estaba a punto de convertirse en nuestro Presidente.

Me sigue costando vincular al Steve Martin que conozco y admiro con el Steve Martin de las redes. Suenan a dos personas distintas. Una cosa era el wild and crazy guy de sus shows, sus apariciones televisivas y sus films. Este de las redes también es wild and crazy —salvaje y loco—, pero en un sentido más literal que su predecesor el artista.

Basta repasar sus mensajes de lo que va de este mes para que quede claro hasta qué punto el tierno y simpático Steve Martin está en llamas. El 1º de abril publicó dos mensajes. Uno hacía referencia a Kilmar Abrego García, el pobre inmigrante que fue deportado por error a El Salvador. "Secuestrar a una persona inocente y enviarla a una prisión infernal es despreciable", decía allí. "Pretender entonces que esa persona no retorne (a USA) es cruel e inhumano. Es probable que muera allá. Aquellos que lo enviaron celebrarán su propia inflexibilidad en un campo de golf. Estados Unidos, he aquí tu gobierno, revelado tal cual es". (Por fortuna, la Corte Suprema ordenó el jueves al gobierno que se encargue de devolver al pobre tipo a los Estados Unidos.) El mismo 1º de abril disparó también contra las instituciones que hocicaron ante la brutalidad de Trump, principal ingrediente de su política. "Las firmas legales, universidades y medios que hayan llegado a un 'acuerdo' con Trump no habrán obtenido nada", dijo. "Sólo habrán invitado al Padrino a ser socio de su restaurant. Volverá para decirles que no han cumplido con su parte del trato, y que ahora le deben más. Felicitaciones. Capitularon a cambio de nada".

 

Cantando el Himno de los Dentistas, en "La tiendita del horror".

 

 

El jueves 3, en la inminencia de las protestas que se repetirían en todo el país, escribió: "¿Mi opinión? Trump está tratando de causar en las calles suficiente caos como para declarar la ley marcial y lanzar a las tropas a controlar los motines. Las tarifas no tienen nada que ver con vengarse de otros países. Eso no funcionará. Trump está elevando el costo de la vida. Combinado con su remoción de derechos elementales, su bullying, el despido de empleados estatales y el cierre de departamentos enteros y, ahora, la forma en que hoy estrella la economía, está rezando para que haya ultraje y confrontación física. Poner a los ciudadanos de rodillas. No permitir disenso alguno. Hambrear a la gente. La fórmula básica de una dictadura autoritaria. Seguramente Putin lo aconseja paso a paso. Trump está enfocado en destruir los Estados Unidos para llegar a ser rey. No crean que este plan excede sus intenciones. La era de oro de Trump significa todo el oro para él. Por favor, tómenlo en serio", concluía, y cerraba con varios hashtags, uno de los cuales era: #TrumpIsARussianAsset, o sea #TrumpEsUnAgente Ruso.

Dos días más tarde, reconfortado por la masividad de las manifestaciones contra Trump, publicó lo siguiente: ""Las miles de protestas que hubo en todo el país recuerdan que nosotros somos el soberano. El poder que reina sobre esta nación. Las elecciones no son más que una instantánea de una campaña política. Nosotros somos el poder del día a día. Ganó una elección, pero nuestro espíritu se fortalece en oposición a su autoritarismo impiadoso. Nosotros prevaleceremos. Estoy seguro".

El 7 de abril recuperó un atisbo de humor, en referencia a las consecuencias que ya producía el caprichoso tarifario trumpiano: "¿Recuerdan cuando Trump quería tirar bombas atómicas dentro de los huracanes? Creo que acaba de lanzar una sobre la economía".

 

 

El 8 se lamentó así: "Perdimos mucho en términos monetarios bajo este liderazgo, pero hemos perdido mucho más en términos de valores morales. Furia, venganza, amenazas, crueldad... ¿De cuál nos recuperaremos primero? Por fortuna, la moral puede recuperarse a partir de nuestras propias decisiones. ...No sobreviviremos a este régimen dictatorial sin nuestro amor y sin nuestro espíritu de amabilidad".

El 9 fue tan categórico como breve: "Trump es un monstruo".

Y durante esos mismos días rescató el post de noviembre del '23, acotando lo siguiente: "Era verdad entonces. Y sigue siendo aplicable".

Por supuesto que Steve Martin no es el único artista de los Estados Unidos que milita contra Trump. Son legión los que lo putean cada vez que abren la boca. Y entre ellos hay muchos a los que admiro tanto como a Steve Martin. Pienso en el escritor Stephen King, por ejemplo, y en el actor John Cusack, a quien mencioné la semana pasada cuando hablé de la película Alta fidelidad. Pero King es un especialista en relatos de horror, lo que lo califica para hablar de Trump. Y Cusack ha sido siempre un inconformista, al igual que sus mejores personajes. En cambio Steve Martin habitó siempre una galaxia en las antípodas de lo horroroso, y nunca se rebeló contra nada que no fuese la lógica cartesiana y la chatura mental. Tampoco vale conjeturar que está viejo y perdió la chaveta o que su cerebro entró en corto. Lejos de eso, protagoniza una serie por primera vez, que además creó y co-produce: una comedia llamada Only Murders In The Building, en la que se codea con Martin Short y Meryl Streep y es un éxito que va por su cuarta temporada. Es decir: Steve Martin sigue siendo Steve Martin. Y en paralelo es otro Steve Martin, el hombre que por primera vez en su carrera adoptó una clara posición política que abomina del Agente Naranja que, como en el relato de Kipling, quería ser rey.

 

Con Darryl Hannah en "Roxanne", una de mis comedias románticas favoritas.

 

El miércoles 9, alguien llamado Carlos Estrada publicó en Twitter una imagen de nuestro planeta, sobre la cual se sobreimprimía la siguiente propuesta: "Borre de la Tierra una sola cosa, sin la cual todo estaría mejor".

Dos horas más tarde Steve Martin le respondió, con precisión.

Adivinen la respuesta.

¿Qué propondrían ustedes?

 

 

 

Bendita sea la gente rara (en el buen sentido)

Imagino que una de las razones del encono de Steve Martin contra Trump debe ser —más allá de los hechos objetivos, por cierto— el hecho de que el Presidente Auspiciado por Huggies y Pampers encarna la antítesis de todo lo que el artista considera bello y bueno. De algún modo lo sugirió en un posteo del 15 de marzo, donde decía que Trump funciona así: piensa qué sería bueno para los Estados Unidos, para a continuación hacer lo contrario. ("Es inestable, un mentiroso incomparable. Incendiará el país. Reinará sobre las cenizas", sostenía allí. Otra cosa que también podría predicarse de nuestro impresentable, al que sentamos en la Casa Rosada.)

El rechazo inicial y esencial debe haber sido, estoy seguro, estético. Steve Martin es de esos tipos que no pierde la elegancia ni cuando se hace el pelotudo. En cambio, Trump es una boya que usa un tupé hecho de fideos cabello de ángel y ama las corbatas que le llegan al pubis y los pantalones que le calzan debajo de las tetas. Martin es un artesano de las palabras, Trump es un asesino del idioma inglés. Martin reverencia a los grandes de las artes plásticas —ha llegado a formar parte del board del Museo de Arte de Los Angeles y apoyado la labor de los pintores aborígenes de Australia—, pero Trump no valora más cuadros que los que lo retratan a él. Martin es un cultor del humor, mientras que Trump no logra ser gracioso ni cuando lo intenta. (Todo indica que le extirparon la gracia en todas sus formas en el mismo quirófano donde operaron a Macri y a Milei.)

 

Con Bill Murray y Gilda Radner, en un episodio de "Saturday Night Live".

 

Pero lo estético es también, en último término, ético y político. Que el jovial bufón filosófico que fue siempre Steve Martin reaccione así ante la segunda presidencia de Trump, no sugiere que lo interpreta como una afrenta a su buen gusto y nada más. Por el contrario, demuestra que entiende que el modelo que Trump lleva adelante supone una amenaza física, ideológica, social, económica y política contra millones de sus compatriotas. Puesto de otro modo: Steve Martin sigue creyendo en una sociedad liberal en el sentido original del término, donde un pelotudazo atómico como Trump tiene derecho a existir, siempre y cuando no joda la vida de otros en términos económicos y penales. Pero lo que Trump ansía es reinventar a los Estados Unidos, creando una sociedad en la que ya no habría lugar para personas como Steve Martin. En este sentido, creo que el sagaz Xi Jinping equivoca una de sus respuestas a los tarifazos de Trump, al reducir las importaciones a China del cine de Hollywood. Porque la industria audiovisual de los Estados Unidos alberga a toneladas de opositores a Trump. Y en consecuencia, si la daña le hace un favor al infeliz de la jeta embadurnada.

Steve Martin tiene claro que Trump representa lo que las leyes de los Estados Unidos llaman clear and present danger: un riesgo o amenaza a la seguridad o a intereses públicos, al que se estima tan serio como inminente.

Que gente como Trump y Milei llegase adonde llegó significa que no sólo falló el edificio legal, que debió haber impedido que estos personajes deviniesen candidatos, por haber incurrido en delitos previos o por inhabilidad intelectual y ética. También falló la sociedad, y en toda la línea. No funcionó ninguno de los que podríamos llamar sus controles de calidad, propios de una democracia: los mecanismos que deberían impedir que alguien sin méritos (y en el caso de Trump, condenado además en causas que prueban su desprecio por la ley y por el otro, en particular las mujeres), arribase a la posición de máximo poder en el Estado.

 

Si hace mucho que no se ríen, háganse un bien y no se pierdan a The Great Flydini.

 

 

Esta es una discusión profunda que todavía no fue dada, y por ende no ha sido saldada. Tenemos que reflexionar en términos de la sociedad con la cual soñamos —o sea, no desde la flaccidez albertista que elude pulsear con el poder real, con la excusa de que en algún momento caerán del cielo las condiciones ideales—, para conseguir, en primer término, que nunca más pueda acceder a la Presidencia alguien tan flojo de papeles y de neuronas como Trump y Milei. Y en segundo lugar, renovar nuestras leyes —y por supuesto, a aquellos encargados de hacerlas cumplir— para que las empresas de medios dejen de tener el poder abusivo del que hoy disponen. Como decía Steve Martin el 5 de abril: el soberano somos nosotros, el pueblo. No Magnetto. No Elon Musk. Y la realidad debe reflejarlo. Porque lo que refleja hoy es lo contrario, que los soberanos son los magnates mediáticos que manipulan el discurso en su beneficio.

El twittero Alex Cole —de quien no sé más que lo que dice de sí mismo en el sitio: que es ingeniero en software y que se define como progresista— publicó lo siguiente este 10 de abril: "A los seguidores de Trump no les molesta que hunda la economía y lo incendie todo, siempre y cuando siga habilitando su racismo, su homofobia y su comportamiento ignorante en términos generales". Creo que tiene un buen punto. Las raíces del problema son educativas. Para que cierto discurso cale, debe contar con un público cautivo cuya educación haga agua por todas partes. Pero, a partir de esa base —o falta de base, más bien—, el trabajo sucio lo implementan las empresas que controlan el discurso que impera en redes y medios.

 

 

El 9 de abril alguien subió a Twitter un cartel que decía: "Somos testigos del retorcido, horrible fruto que deriva de más de 20 años en los que Fox News convirtió la ignorancia y el odio en armas". A lo cual yo respondí, por la misma vía: "Cambiá "Fox News" por "Clarín y La Nación", y aplica también a la Argentina, perfectamente". No es joda, el poder de quienes le comen la cabeza a la gente durante las 24 horas a través de la TV, las radios, los diarios y las redes. Y los primeros en tenerlo claro son los que le sacan jugo a ese poder. ¿Se acuerdan de que, en su posteo anticipatorio de noviembre del '23, Steve Martin decía de Trump que "te va a permitir que compres pavadas que llevan grabadas su imagen y su nombre"? Esto ya está ocurriendo, obvio. En estos días vi la foto de un pibe yanqui, rubión, gordito, con una camisa completamente estampada con fotos de Trump, al que alguien le preguntó si había decidido morir virgen. Pero una cosa de otro orden por completo ocurre cuando quien lleva una efigie de Trump —en este caso, un pin dorado con su perfil— es Brendan Carr, el presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones de los Estados Unidos, o sea: quien regula la radio, la TV, la Internet, los satélites y el cable. Con lucidez, alguien comentó la noticia reproduciendo un pin muy parecido, sólo que de Mao Tse Tung, y diciendo: "Bienvenidos al maoísmo MAGA".

 

 

Si vamos a volver, que sea para mejorar las cosas a full, en serio, y encargándonos de rediseñar la Constitución para que ya nadie pueda incendiar todo de un saque, al estilo Macri/Milei. (Usé la palabra saque desde la inocencia. Pero después, claro, empecé a reírme solo.)

Y además de encargarnos de esa titánica tarea, hagámoslo sin perder el buen espíritu y el sentido del humor. Como si retomase la sintonía con la situación argenta que tuvo en noviembre del '23, a última hora del viernes —cuando yo estaba a punto de terminar este texto— Steve Martin subió un posteo que finalmente logró encapsular su pensamiento pero además su postura ante la vida. Y que dice así: "Bendita sea la gente rara, los poetas y los inadaptados, los artistas, los escritores y los hacedores de música, los soñadores y los outsiders. Porque son ellos los que nos fuerzan a ver el mundo de un modo diferente".

Ese modo se llama utopía. Los raros queremos que la gente empiece a pensar utópicamente, sí. Y estamos dispuestos a casi todo para que eso ocurra. Incluyendo calzarnos una flecha en la cabeza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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