Pena de muerte

El gobierno aplica la pena de muerte que no figura en en la legislacion positiva

 

Hace ya más de medio siglo que la pena de muerte fue abrogada del catálogo de penas del Derecho penal, en ocasiones sólo parcialmente, para aquellos estados que todavía la aplicaban —a condición de que no extendieran su amenaza—, en otras definitivamente, para los países que no la tuvieran en su catálogo, como el nuestro hoy en día. Al gobierno actual, sin embargo, sólo le falta establecer esa pena en la legislación positiva. Pese a que no puedo demostrarlo, estoy seguro de que sus principales representantes —al menos quienes regularmente hablan y operan por el gobierno, el Presidente, su ministro jefe y su ministra de seguridad, quizás también su secretario de DD.HH.— verían con agrado que la legislación positiva tomara ese rumbo. Así lo han demostrado en varias oportunidades. Alguna vez recibieron con honores —en dos casos, según creo— a policías que remataron a delincuentes que ya no resistían o ya ni siquiera se daban a la fuga, estaban entregados, esto es, emplearon sus armas ofensivamente y no defensivamente. A más de ello, defendieron hasta el máximo, hasta ya no poder más, dos casos de jóvenes muertos por las fuerzas de seguridad comandadas por ellos, uno de esos jóvenes asesinado por la espalda sin agresión alguna anterior y el otro, en el mejor de los supuestos, empujado a cruzar un río helado sin saber nadar frente al avance de fuerzas de seguridad en vías de represión por territorio vedado y sin orden de allanamiento alguna; incluso en ambos casos intentaron convertir a sus víctimas en victimarios con distintas historias que van desde la agresión armada a la simple desobediencia, historias todas que no fueron verificadas posteriormente, como sí lo fueron las agresiones de las fuerzas de seguridad y hasta, al menos en uno de esos casos, la comandancia ministerial de esa represión. Integra también este mínimo inventario los hechos de personas fallecidas a raíz del uso de armas por personal policial en varias oportunidades, cuyas víctimas no sólo no hicieron absolutamente nada irregular, sino que tuvieron la mala suerte de ser atravesados por disparos en lugares públicos. A nadie le cabe duda acerca de que esta forma de comportamiento de fuerzas de seguridad proviene de la ideología transmitida, incluso, por las autoridades que no sólo han justificado y ratificado esos comportamientos, sino que hasta han llegado a decir que tienen por cierta la explicación de los integrantes de esas fuerzas en cada uno de los casos, precisamente para justificar sus acciones.

No dejo de recordar las tragedias en los lugares de detención, regulares o irregulares –por llamar de alguna manera a las cárceles de los servicios penitenciarios o a las celdas policiales prohibidas por resoluciones judiciales internacionales y nacionales, casi un eufemismo por el modo similar del trato a los prisioneros de servicios ambos organizados militarmente—, verdaderas masacres de múltiples personas que me han hecho recordar una célebre novela actual de un juez alemán devenido en escritor, que trascurre en la época del nacional-socialismo y pinta de modo claro a aquella época y a la conclusión a la que arribábamos en el párrafo anterior. Por fin, para no prolongar demasiado el inventario, que realizado con pulcritud superaría seguramente la ejecución de penas de muerte en aquellos países o estados que aún toleran esa clase de pena, agregaré los hechos sucedidos  hace escasos días, sobre todo la persecución policial —de película criminal— de un automóvil repleto de menores de edad, casi todos fallecidos o heridos de gravedad por las balas, al parecer con la única justificación incierta de no haber obedecido la orden policial de detención del vehículo.

El inventario demuestra varias cosas, entre ellas, la escasa educación para usar armas letales de las diferentes fuerzas de seguridad operantes —principalmente las federales, de la CABA y la policía de la Provincia de Buenos Aires, fenómeno también extendido a las policías provinciales en general—, la ridícula cláusula de Derecho administrativo —reglamento— que coloca en las manos de todos esos agentes armas letales y no sólo ello, sino que los obliga a tenerlas consigo permanentemente, pues considera en función a esos agentes durante las veinticuatro horas del día, hagan lo que hagan y estén donde estén, razón de ser de muchas de sus reacciones [1] y, como ya dije, la deformación de carácter profesional que los conduce a usar las armas ofensivamente y no tan sólo defensivamente. De ello son responsables y, en ocasiones, no sólo políticamente, sino también penalmente, nuestros gobernantes. En cualquier país serio, todas estas muertes conducen, al menos, a las renuncias inmediatas de los funcionarios políticos que bajo su competencia toleran o instigan esas prácticas, constituidas en verdaderas masacres. Estas no son masacres por “goteo”, como alguien las ha llamado, sino verdaderas masacres humanas. En nuestro país, en cambio, es un verdadero “viva la Pepa”, en el sentido de que las autoridades reinciden en su conducta sin remedio alguno. Ni siquiera el espanto moral sobre sus propias personas las altera.

 

 

 

[1] Un caso que tuve como secretario judicial, antes de cumplir mis treinta años de edad, puede ilustrar este reglamento como ridículo. Un suboficial de la Policía Federal Argentino cenaba con su esposa e hijos en una célebre parrilla de ese entonces, situada en la calle Pellegrini en la Ciudad de Buenos Aires, comercio en esos momentos lleno de parroquianos. Justo en ese momento ingresa al local una banda armada —cuatro personas— con armas de fuego y roban así al establecimiento y a los comensales, entre ellos nuestro agente policial. Él, vestido con ropas ciudadanas, tenía consigo el arma de fuego. Empero, acertadamente a mi juicio, decidió no utilizarla y no darse a conocer, no sólo porque peligraba su vida y la de su señora e hijos, sino, además, la de todos los parroquianos allí presentes, como es sencillo observar en el caso. Alguien —quizás él— pudo llamar telefónicamente a la policía que concurrió con varios automóviles patrulleros. El resultado final computa varios muertos entre los parroquianos, como asimismo incluso entre los policías y los ladrones y, en especial, a quien comandaba a la fuerza policial que ingresó al local. Nuestro suboficial, que cenaba dentro del local, fue sancionado por la Policía Federal con la destitución administrativa, por no haber actuado según su deber.

 

 

 

 

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