El gobierno de Macri avala aquí el fracasado modelo de lucha antidroga estadounidense
La Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) fue creada en 1973 por el presidente Richard Nixon. Tiene jurisdicción para operar fuera de sus fronteras nacionales y desde entonces no ha podido exhibir ningún logro: en la actualidad, Estados Unidos consume el 60 % de la producción mundial de estupefacientes y 500.000 han muerto por sobredosis desde 2004, según el Consejo de Drogas y Alcohol.
Con la excusa de la lucha mundial contra las drogas, Estados Unidos se ha inmiscuído sistemáticamente en los asuntos internos de la mayoría de los países de América Latina. Uno de los casos emblemáticos fue el uso de la cocaína boliviana para financiar, durante la presidencia de Ronald Reagan, a la Contra nicaragüense con el objetivo de destruir a la Revolución Sandinista.
A pesar de estos antecedentes, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, visitó Washington y acordó la instalación de una “task force” (fuerza de intervención) en Misiones para combatir el narcotráfico.
Para información de la Ministra
En noviembre de 1989, Washington puso en marcha el Plan General de la Estrategia Presidencial contra el Narcotráfico, conocido como Plan Bennett, que consignaba que el comercio internacional de la droga era una amenaza para la Seguridad Nacional de los Estados Unidos y por eso afirmaba que, allí donde estuviera ese peligro, acudiría para eliminarlo. Se aplicó el 15 de febrero de 1990 mediante un tratado regional suscripto en Cartagena de Indias entre los gobiernos de Estados Unidos, Colombia, Perú y Bolivia; con este último país se firmó un Convenio de Prevención Integral que avaló la militarización de las zonas de producción de cultivos de coca para su erradicación forzosa, dirigida por tropas norteamericanas. Una guerra de baja intensidad ejecutada en plena democracia contra los campesinos del Trópico de Cochabamba.
Estados Unidos asumió el papel de fiscal transfronterizo, imponiendo a los países los ejes y estrategias que debían usar para el combate a los drogas. La Ley del Régimen de la Coca y Sustancias Controladas, conocida como Ley 1.008, institucionalizó a la DEA como vector represivo. “Esta no solo fue una ley draconiana, sino que también suprimió muchos derechos individuales de la Carta Magna, así como principios de soberanía y autodeterminación”, explicó Fernando Salazar Ortuño, uno de los máximos especialistas bolivianos en la temática.
También lo denunció la Central Obrera Boliviana (COB): “Con el pretexto del narcotráfico, se hacen más y más concesiones a la violación de nuestra soberanía. Tropas americanas, asesores gringos y la injerencia descarada de funcionarios gubernamentales yanquis en nuestro territorio y en nuestros asuntos”.
El actual embajador de Bolivia en Cuba, Juan Ramón Quintana, quién además se desempeñó como Ministro de la Presidencia de Evo Morales entre 2007 y 2015, recordó que durante el mandato de Jaime Paz Zamora (1989-1993) “instalaron bases militares en nuestro territorio, vendieron nuestra soberanía nacional por un plato de lentejas, desnacionalizaron a las Fuerzas Armadas, les inyectaron una doctrina imperial y los convirtieron en peones de la DEA”.
El gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997) elaboró una ley de hidrocarburos con funcionarios del Banco Mundial que se ocultó al Congreso nacional. En noviembre de 1993, el presidente que hablaba mejor inglés que castellano, presentó el programa Opción Cero ante el Grupo Consultivo de París. De carácter reservado, la población jamás conoció su contenido y alcance: 2.000 millones de dólares para una acción de shock en la erradicación de 50.000 hectáreas de coca dejando solo 12.000 en los Yungas de La Paz para consumo tradicional. Buscaba el desplazamiento de los campesinos colonizadores del Trópico de Cochabamba a nuevas tierras, para luego declarar la zona como Parque Nacional y transferirlas al sector privado. Los grandes beneficiados serían los grupos terratenientes. “El 20% de la producción nacional de hidrocarburos se produce en la provincia Carrasco y Chapare. ¿No será que quieren una zona liberada de conflictos para terminar instalando empresas norteamericanas y transnacionales para sacar petróleo del Chapare?”, se preguntaba el periódico Hoy de Cochabamba en su edición del 11 de noviembre de 1995.
Informes desclasificados por el Departamento de Estado en 2002 enumeran las órdenes que recibió el entonces presidente Jorge Tuto Quiroga (2001-2002) durante su visita a Estados Unidos en diciembre de 2001. La agenda contempló cinco puntos: la exportación de gas boliviano a California, la ampliación del ATPDEA (Acta de Promoción Comercial Andina y Erradicación de Droga, por sus siglas en inglés) y la lucha contra el narcotráfico, la cooperación internacional y el terrorismo. El informe de la Embajada de Estados Unidos en La Paz develó que Quiroga se reunió con un tal señor Beers, asesor de George W. Bush, y el director de la DEA, Asa Hutchinson: “Le instamos a continuar con la erradicación de coca de forma agresiva. Sin embargo, consideramos que la simple erradicación de coca no es suficiente”.
Quiroga cumplió estas órdenes con la aplicación del Decreto Supremo 26.415 que cerraba los mercados cocaleros de Sacaba y Eterazama. Policías y militares reprimieron a los campesinos. Hubo muertos y centenares de heridos. La obsesión de Washington era debilitar la base política de su máximo dirigente, Evo Morales. “Una variedad de partidos anti-sistema continúan demandando cambios en el sistema democrático boliviano, cambios que promoverían a representantes sectoriales (especialmente indígenas, obreros, campesinos y de otras comunidades pobres) por encima de los representantes electos a puestos de toma de decisiones”, decía otro cable del 30 de julio de 2002.
Para debilitar al Movimiento al Socialismo (MAS) se aplicó el Plan Bolivia, una réplica del Plan Colombia, caracterizado por el despliegue de fuerzas paramilitares en contra de los productores de coca. El segundo gobierno de Sánchez de Losada (2002-2003) implementó un programa quinquenal de erradicación de cultivos que incluía la destrucción de los sindicatos campesinos. La excusa del gobierno era que se estaban gestando acciones irregulares en el Chapare y que la base social de Evo era parte de la red de narcotráfico internacional.
El costo social de las políticas de erradicación de la hoja de coca proyecta la dimensión represiva y vergonzante de la presencia de los Estados Unidas en el Trópico de Cochabamba durante dos décadas y alerta, a su vez, sobre el intento de Bullrich de adoptar sus perimidos métodos. Las cifras en Bolivia son elocuentes: 206 personas asesinadas, de las cuales ocho fueron bebés que murieron asfixiados por ataque con gases a manos de fuerzas del Ejército, de la policía, de la DEA, de militares de los Estados Unidos o mercenarios. Más de ciento veinte personas torturadas. Más de cuatro mil casos de detenciones ilegales. Es el recuento que Salazar Ortuño hace en su libro Kawsachun Coca (Viva la Coca, en quechua).
Los gobiernos neoliberales fueron elogiados por Estados Unidos por sus políticas antinarcóticos. Con la asunción de Evo Morales y la expulsión de la DEA en 2008, el combate contra las drogas en Bolivia fue reconocido por organizaciones como Naciones Unidas y la Unión Europea pero no por Washington, que descertificó a Bolivia desde el 2006 hasta la fecha. En julio de 2017, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por su sigla en inglés) felicitó “los esfuerzos y la transparencia del Gobierno boliviano en la lucha antinarcóticos”.
Las lecciones de Bolivia de la lucha contra el narcotráfico, editorializó el New York Times el 14 de septiembre de 2016: “Esta semana, la Casa Blanca publicó su informe anual sobre los países que están en primera línea de fuego en la guerra contra las drogas. Como era de esperar, Bolivia ha sido señalado como uno de los tres países que ha fallado a la hora de combatir de manera efectiva el narcotráfico. (…) La condena anual a Bolivia no resulta útil. Hasta ahora, la experiencia del país y su estrategia contra la droga muestra mejores resultados que la erradicación forzada que defiende Washington”.
En su política antinarcóticos Estados Unidos subestimó la capacidad de resistencia y organización de los campesinos de los trópicos cochabambinos y el carácter sagrado y ancestral de la hoja de coca para la mayoría de la población. Al tiempo que, desde la década de 1980, la presencia de organismos estadounidenses en territorio boliviano multiplicó el sentimiento antiimperialista en esa sociedad. Esa activa injerencia en alianza con los gobiernos neoliberales de turno tuvo como respuesta el desarrollo de un movimiento sindical de resistencia por parte de los productores, que primero tuvo un carácter defensivo y en pocos años logró una proyección nacional que derivó en la conquista del Estado central y la elección del primer presidente indígena en la historia del país. Washington fracasó en su intento de erradicar la producción y en su pretensión de demonizarla y de destruir al movimiento campesino.
Además de estas evidencias que muestran el caso boliviano, podríamos preguntarle a Patricia Bullrich: ¿cuántos cárteles de la droga desbarató la DEA en los Estados Unidos, desde su creación en 1973?
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