PATERNAR EN EL SIGLO XIX
Crónica de veinte días a cargo de su hijo de cinco años, por el escritor Nathaniel Hawthorne
Finalizaba un verano que parecía otoño en los suburbios del pueblo de Lenox, Massachusetts, ese 28 de julio de 1851. Era lunes a las siete de la mañana cuando la pintora Sophia Peabody partía junto a sus dos hijas menores y una criada hacia Boston. Algunas nubes comenzaban a acumularse sobre las montañas, augurando alguna lluvia para más tarde. Las despedían el hijo mayor, Julian, de cinco años, y el esposo, Nathaniel Hawthorne (Salem 1804 - Plymouth, 1864).
Amigo de Herman Melville, quien le había dedicado su novela Moby Dick, de Franklin Pierce —poco después elegido Presidente de los Estados Unidos— , vecino de poetas filósofos como Ralph Waldo Emerson y David Thoureau, el año anterior Hawthorne había publicado con inesperado éxito La letra escarlata. Profusamente elogiada por Edgar Allan Poe, la novela fue la primera publicación realizada en forma mecanizada y sus iniciales 2500 ejemplares se vendieron rápidamente, siguiéndole sucesivas ediciones. Cuestionador de las costumbres puritanas de las que participaba a través de la comunidad trascendentalista Brook Farm, era al mismo tiempo referente cultural del noreste norteamericano, diez años antes de la Guerra de Secesión (1862- 1865).
Aquella mañana, el pequeño Julian y su mascota Conejito (Bunny), quedaban a cargo del padre por veinte días, contraviniendo lo que hasta la actualidad se consideraba un hábito de la época: los hijos eran exclusiva responsabilidad de las respectivas madres. Sin embargo Nathaniel dedicó energías y tiempo completo a paternar al crío, tramitando la experiencia mediante lo que mejor sabía hacer: escribir. De este modo surge un libro peculiar, Veinte días con Julian y Conejito, por Papá, editado por la Universidad chilena Diego Portales y llegado a la Argentina con la folklórica demora de cruzar la cordillera. Suma de crónica periodística, ensayo epistolar, fragmento de memorias y reflexión pedagógico-filosófica, narra las andanzas cotidianas en un delicado lenguaje que transforma cada día de relato en pequeñas aventuras. Hawthorne consigna los rituales diarios, paseos y mandados domésticos, vínculos sociales con los vecinos, visitas de amistades —Melville entre ellos, quien lleva a Julian a cabalgar consigo— y, sin proponérselo, da cuenta de otros padres haciéndose cargo de la prole, en ocasional ausencia de la madre.
Si bien existía en muchos Estados de la Unión el dictado ideológico acerca de que los hijos son de la madre y el padre se restringe a su condición de proveedor, el testimonio del escritor demuestra que esa arcaica tradición británica no era tan así. Sin ser explícita ni institucionalizada, la tarea de paternar resultaba habitual, al menos en ámbitos de la incipiente burguesía culta. De hecho, el padre se ocupaba todas las mañanas de peinar los rizos del pequeño con pinzas semejantes a las que se aplican hoy en día. Regidos por la naturaleza cuando todavía no había luz eléctrica, la jornada comenzaba entre las seis y las siete de la mañana yendo a buscar la leche recién ordeñada y culminaba a la puesta de sol. Al modo de diario personal, cada capitulo corresponde a cada jornada, sin excepción, comenzando siempre con una breve alusión meteorológica de la cual dependía la actividad del día.
De todos modos, Nathaniel no se destacaba por sus habilidades en el cuidado infantil: hacía con gusto, placer, asombro y alegría lo que podía; improvisaba. “A las cuatro en punto le visto y nos dirigimos al pueblo. Él da saltos y juguetea como un cabritillo, y recoge flores como un niño del paraíso. Las flores no tienen ni la menor belleza, pero su mirada se la confiere; para él son las flores más bonitas del mundo. Nos cruzamos con un carruaje con tres o cuatro jovencitas, y las cuatro se quedaron embelesadas al instante por sus muchos encantos. Es más, rara vez se cruza con unas enaguas sin robarle el corazón a su dueña. Es muy extraño, porque no me parece que el jovencito tenga una magia tan asombrosa”. El encomio amoroso de modo alguno cancelaba la dificultad propia de la inexperiencia paterna: “Por uno u otro motivo son tan constantes sus demandas, que resulta imposible escribir, leer, pensar, tan siquiera dormir (durante el día); pero es un hombrecito tan alegre y simpático que todos los incordios tienen algo de satisfactorio”.
Paliar tales incordios se tornaba una faena ineludible, en especial ante la ausencia de retornos satisfactorios encarnados en la mascota: Conejito “ha resultado ser un acompañante más bien soso, y me da más guerra de la que merece (…) De entre todas las criaturas que Dios ha creado, no hay duda que es esta la más carente de recursos o características prominentes. Aburrido, silencioso como un pez, inactivo, la vida de Conejito transcurre entre un sopor semialetargado y el mordisqueo de hojas de árbol, lechuga, alfalfa, amaranto y migas de pan. Es cierto que a veces se apodera de él un impulso vivaz, pero no por deporte, sino más bien por nerviosismo. (…) Julian ya le presta muy poca atención por lo que soy yo quien se encarga de buscarle sus hierbas, de otro modo el pobre animal moriría de inanición”. Intenta regalarlo, perderlo, convertirlo en alimento y fracasa hasta el final previsible en manos de la naturaleza.
En un paseo junto a Melville y otros amigos, los Hawthorne padre e hijo fueron a parar al asentamiento de una secta de cuáqueros protestantes fundamentalistas, los Shakers, donde el escritor revitaliza su propensión contraria al puritanismo extremo: “Todo estaba tan limpio que daba pena tener que verlo, sobre todo porque no implicaba que los habitantes de la casa gozasen de ninguna delicadeza real ni de ninguna pureza moral (…) Y está además toda esa sistemática falta de intimidad, esa manera de ir juntos siempre los hombres y esa supervisión que un hombre ejerce sobre el resto —resulta odioso y desagradable solo pensarlo, y cuanto antes se extinga esa secta, mejor—, la extinción que, me alegra saber, no tardará muchos años en ocurrir”.
Único pasaje en el que el escritor apenas se aparta del relato atinente a su hijo y mascota, para que asome en un relámpago de escritura un sesgo próximo al romanticismo oscuro característico del conjunto de su obra; la tirria remanente hacia el puritanismo que fuera volcada en La letra escarlata y otros relatos, resurge. En Veinte días con Julian y Conejito…, el ejercicio estilístico, vital, saltarín, muestra una faceta inédita, un fervor por las delicias cotidianas envueltas en el espíritu familiero. Otra agilidad en la prosa, otro ritmo, otra atmósfera; conjunción productora del beneficio secundario que informa de usos, hábitos y costumbres, alejados de lo que la leyenda adjudica para mediados del siglo XIX. Un modo de vida comandado por el día y la noche, las estaciones, los dones del campo y una presencia infantil sin respiro, que sin lugar a dudas el hombre, la mujer y aún el infante contemporáneo no soportarían ni cuarenta y ocho horas, lo máximo.
FICHA TÉCNICA
Veinte días con Julian y Conejito
Nathaniel Hawthorne
Santiago, Chile, 2022
88 páginas
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