“Los que tomasen parte en la ejecución del hecho o prestasen al autor o autores un auxilio o cooperación sin los cuales no habría podido cometerse, tendrán la pena establecida para el delito.”
(Código Penal de la Nación Argentina, Artículo 45)
Al cumplirse un año del reconocimiento oficial del obispo de La Rioja, Enrique Angelelli, por parte de Iglesia Católica, no está de más hacer memoria de algunas cosas.
Infinidad de veces, siendo muy joven e ignorante político (y eclesial) escuché la siguiente frase: “A Angelelli lo dejaron solo”. Siempre la referencia era clara: quien lo había dejado solo era la cúpula del episcopado, aquellos obispos que en el contexto histórico de su asesinato (agosto de 1976) conducían los derroteros del catolicismo argentino. Hacia el final de la dictadura, mi salida de la ignorancia política (y eclesial) me fue aportando elementos para comprender aquella frase. Personas, instituciones, publicaciones, comenzaban a sondear y a darle estado público a la trama que fue llevando a la eliminación del obispo de La Rioja, sin dudas la figura más significativa de la renovación que la Iglesia católica argentina había conocido en la década anterior. La obra de Emilio Fermín Mignone Iglesia y dictadura (1986) marcó un antes y un después para muchos.
Sin la pretensión de ser exhaustivo, quiero referir algunos mojones de esa soledad, finalmente homicida. Sabiendo que sin ella su asesinato hubiera sido improbable.
Angelelli, que ya venía siendo cuestionado y perseguido por los factores de poder de La Rioja desde hacía años, que debió pedir una intervención papal que confirme o no su desempeño pastoral, que siempre sostuvo un decidido apoyo a todos aquellos agentes pastorales de su diócesis riojana cuando fueron atacados, censurados y perseguidos, no dudó jamás en poner en consideración de la Iglesia su cargo episcopal, dispuesto a renunciar al mismo si se consideraba que su presencia era causa de conflictos. Rara vez se encuentra en la historia del episcopado argentino una actitud similar. Y a la vez, tal actitud era una forma de exigir que se pusieran sobre la mesa las razones que hacían que su ministerio episcopal fuera puesto en cuestión, ya no sólo por los de afuera sino por sus propios pares del episcopado.
En abril de 1976 le escribirá a su amigo Vicente Zazpe, arzobispo de Santa Fe y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Argentina: “No puedo dejar de recoger la angustia de mis curas, religiosas y laicos. […] La caza de brujas anda en toda su euforia. […] Esta vez no se nos podrá decir que no informamos. […] es hora que la Iglesia de Cristo en la Argentina discierna a nivel nacional nuestra misión y no guardar silencio ante hechos graves que se vienen sucediendo. Nuevamente pongo a disposición mi renuncia a la Diócesis, si esto es la solución para que no siga La Rioja dando dolores de cabeza ni a la Santa Sede ni al Nuncio ni a mis hermanos Obispos. O nos respaldamos en serio o que se busque otro pastor para esta Diócesis”.
En ese fatal 1976, en las asambleas que reunían a la totalidad de los obispos argentinos, Angelelli tendrá la sensación de no ser escuchado en su intento por mostrar cómo curas, monjas y laicos eran permanentemente hostigados por las autoridades militares y policiales de la provincia riojana. A la vez que su reclamo de evaluación del rol del vicariato castrense caerá en saco roto. En una nueva y larga carta a Zazpe, en junio de 1976, Angelelli dirá: “Otra cosa que les pido sea tratada en la [Comisión] Permanente [del Episcopado son] las relaciones de la Vicaría Castrense y las diócesis. […] Te debo confesar que me hizo mucho mal la participación en la última Asamblea, repito que no les pido nada; sólo la elemental comunión episcopal cuando lo que está en juego es nuestra misión episcopal y en definitiva la Iglesia. Les repito que me digan si tomarán alguna medida desde arriba; de lo contrario buscaré otro camino. No pienso sólo en La Rioja sino en toda la Argentina. No sólo mi caso sino el de todos los obispos”.
Las cartas que en los últimos meses de su vida escribe a Raúl Francisco Primatesta, arzobispo de Córdoba y presidente de la Conferencia Episcopal, al nuncio apostólico Pío Laghi, y al mencionado Zazpe, muestran la desesperada situación que se vive en La Rioja junto con la esperanza, cada vez más insostenible, de una reacción del episcopado argentino frente a lo que está ocurriendo. La palabra de Angelelli caerá, una y otra vez, en el vacío.
Sin dudas, el mayor signo del abandono al que Angelelli había sido condenado por sus pares ocurrió unos días después del asesinato de Gabriel Longueville y Carlos Murias, los curas de Chamical. El 22 de julio se celebra en aquella ciudad la misa de cuerpo presente de Carlos y Gabriel. Será la última homilía de Angelelli de la que tenemos registro. Más de cuarenta curas lo acompañan. Ningún obispo. Los esperó. Lo que recibió a cambio fueron algunos telegramas. Como el mismo Angelelli dirá en la homilía: “No es cuestión de leer telegramas”. La comisión ejecutiva del episcopado ese día, ¡ese mismísimo día!, se reunió con el dictador/Presidente Videla, para hablar de la situación del país y de La Rioja… ¿Cuántas veces surge la pregunta acerca de qué hubiera ocurrido si la actitud de la Iglesia en la Argentina hubiese sido distinta? No es escribir la historia con el diario del lunes. El lugar de privilegio en el que la Iglesia se sabía –sea real o no– la llevó a privilegiar la gestión secreta con el poder a la manifestación pública de su posición. ¿Angelelli habría sido asesinado trece días después si el episcopado en pleno, o al menos una parte considerable de él, lo hubiera acompañado en las exequias de Carlos y Gabriel? La pregunta no es un ensayo de historia contrafáctica: es el cuestionamiento a una autoconciencia eclesiástica. Si caben dudas acerca de si la presencia junto a Angelelli hubiera servido para algo, no caben dudas de que la entrevista con Videla no sirvió para nada.
En el contexto de esos días resulta significativo el testimonio de Juan Aurelio Ortiz, por entonces secretario del obispado de La Rioja, quien junto con el padre Enri Praolini habían decidido ir a Córdoba a hablar con Primatesta sobre una situación a la que Ortiz describía de vida o muerte. La ausencia de Primatesta de la ciudad derivó en una conversación con monseñor Cándido Rubiolo, quien les sugirió que vayan a Santa fe a hablar con Zazpe. Ya en Santa Fe, y llevando copia de los informes que Angelelli venía confeccionando, Zazpe les dice: “Díganle a Angelelli que no podemos hacer nada, pero que tenga la seguridad de nuestras oraciones”.
El broche de oro de esta sumatoria de traición, entrega y abandono quedará en manos del “nuncio apostólico” (denominación dada al embajador del Estado Vaticano en un país). Monseñor Pío Laghi llega para las exequias de Angelelli el 6 de agosto. Según algunas versiones, ¡lo hace en un avión del comando en jefe de la Fuerza Aérea! (Testimonio recogido por Fabián Kovacic en su biografía sobre Angelelli publicada en 1996, Así en la tierra.) Entre las muchas reuniones que mantiene, cuando dialoga con las monjas se encuentra con que algunas de ellas hablan sin tapujos sobre el clima de persecución que se está viviendo en la diócesis. Frente a lo cual “Pío Laghi aseguró en la reunión que la muerte de Angelelli fue un accidente y les repitió, curiosamente, varias veces ‘Ustedes tienen que perdonar’”. Si lo que había ocurrido era un accidente, ¿a quién había que perdonar? ¿Y de qué?
Remitiéndonos al epígrafe de esta nota, podemos decir que la sentencia judicial que determinó el asesinato de Angelelli y el proceso eclesiástico que derivó en el reconocimiento de su martirio, no dejan dudas sobre el rol que la conducción episcopal de entonces tuvo en su trágico final: sin su “auxilio o cooperación (…) no habría podido cometerse” el delito.
Es justo distinguir, dentro del cuerpo episcopal de entonces, a aquellos obispos de los que hay constancia de que, con muchas limitaciones e incluso marginaciones al interior de la Conferencia Episcopal, trataron de hacer oír una voz distinta: Devoto, De Nevares, Hesayne, Novak, Brasca (muerto unos meses antes del asesinato de Angelelli), Ponce de León (asesinado el 11 de julio de 1977 en similares circunstancias que las de Angelelli)... Sería indigno ponerlos en el mismo lugar que a Aramburu, Primatesta, Caggiano, Tortolo, Galán, Quarracino, Bonamín o Sansierra. Y en el medio, la “mayoría silenciosa” que en este caso convalidaba el equívoco refrán que afirma que “el que calla, otorga”. Mayoría que tuvo una clara expresión institucional en la llamada “comisión de enlace”, espacio que una vez al mes sentaba en la misma mesa, almuerzo incluido, a tres obispos católicos y a representantes de las tres fuerzas armadas. Miembro destacado de este espacio será monseñor Justo Laguna, posteriormente paladín de la democracia... Y en 2011, poco antes de su muerte, procesado por encubrimiento en una causa por delitos de lesa humanidad.
Hace no mucho tiempo, Jorge Alcides Casaretto, obispo emérito y miembro del episcopado desde 1977, escribió: “Las circunstancias de mi vida, en las que sin duda se manifestó la voluntad de Dios, me llevaron por el camino del sacerdocio. […] pude haber sido guerrillero o militar y me salvé de serlo […] Los que superamos esos años trágicos sin morir en atentados terroristas o bajo el terrorismo de Estado nos hemos salvado”. Entre las muchas reacciones que este texto provoca, puede resaltarse la forma simplista de retornar una vez más a la “teoría de los dos demonios”, una de las históricas especialidades de las declaraciones episcopales sobre la dictadura, que tiene la virtud de dejar a la Iglesia a salvo vaya a saber de qué… Pero a quien esto escribe, la declaración de este obispo no hizo otra cosa que llevarlo a la memoria de Enrique Angelelli. Y a una serie de preguntas.
¿Qué diría Angelelli frente a estas reflexiones?
¿Él, que vivió en carne propia el destierro institucional al que lo sometieron sus propios “hermanos” obispos?
¿Él, que no se refugió en ningún eclesiástico “punto medio” sino que vivió y juzgó la realidad desde la cercanía al pueblo y a los pobres?
¿Él, que jamás hubiera aceptado el alojamiento de un cuartel militar, como lo hizo el obispo en cuestión en Mendoza, durante el Congreso Mariano de 1980, quizás por voluntad de Dios, mientras alguno de sus curas –el “Negro” Raúl Troncoso, concretamente– estaba preso en la Unidad nº 9 de La Plata?
De tanto silencio, abandono, entrega y traición, ¿qué diría Angelelli?
¿Él, que no se salvó?
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