La universidad enseña, permite ascender socialmente, es una escuela de ciudadanía, crea conocimiento, transforma el territorio y se transforma con él, aporta cultura y colabora con la atención de la salud de la población.
Eso, así como que es pública, gratuita y cogobernada, lo sabe todo el mundo en la Argentina, tanto quienes procuramos defenderla, porque somos parte de ella y porque es parte de nosotros, como quienes quieren destruirla, porque le temen (y bien que hacen).
Con más de 400 años de historia, a más de 100 de la reforma que estableció las bases de nuestras universidades y a 75 de la consagración de su total gratuidad, el sistema universitario público de nuestro país está compuesto por más de 70 instituciones, entre institutos universitarios (como los de las fuerzas de seguridad) y universidades, en algunos casos provinciales, pero principalmente nacionales.
Hay algunos mitos instalados por los refractarios a la universidad pública que vamos a intentar refutar.
- Mito 1: “¿Qué es esto de universidades por todos lados?” (Mauricio Macri, 30/10/2014)
Si se observa que en los 52 años que van de 1971 a 2023 la cantidad de universidades nacionales se incrementó en 52, desde la horrorizada mirada de quien odia los derechos porque atentan contra sus privilegios, se podría levantar el dedo para señalar, con precisión, que a lo largo de ese período se creó, prácticamente, una universidad nacional por año.
En cambio, si se analiza el número de universidades presentes en el país (privadas y públicas, nacionales y provinciales) con relación a la población, desde una perspectiva comparada a nivel internacional, es posible vencer el anatema del “exceso de universidades por todos lados”, para justipreciar que, en realidad, incluso siendo muy conservadores, son tantas las universidades que hay, como las que siguen faltando, tal como puede notarse en el siguiente cuadro.
Cantidad de Habitantes por Universidad (pública o privada) por país en 2021.
En la Argentina, por cada 350.000 habitantes hay una Universidad. Esa proporción es el doble que las que presentan Brasil y Colombia y el triple que la de México. Comparado con países de otras regiones, de una escala poblacional similar al nuestro, también es notorio que nos faltan universidades: tenemos el doble de habitantes por universidad que España, dos veces y media la cantidad de Corea del Sur y Ucrania y tres veces y media la de Canadá y Polonia.
De todas formas, el debate sobre la cantidad de universidades resulta parcial, dado que, por la diversidad de diseños institucionales (de centros regionales universitarios donde universidades existentes comparten una sede desde las que despliegan varias carreras para atender a una zona con insuficiencia de oferta académica a universidades con facultades regionales como la Tecnológica Nacional), la cantidad de instituciones es, en la práctica, mucho menos importante que su alcance efectivo, visible en el número de estudiantes.
De esta manera, en los últimos cuarenta años, la cantidad de estudiantes en instituciones universitarias argentinas de gestión estatal pasó de 318.000 en 1982 a 2.065.000 en 2022.
Estudiantes de grado y pregrado en Instituciones Universitarias de Gestión Estatal 1982-2022.
A su vez, en los doce años transcurridos del Censo 2010 al Censo 2022, la proporción de la población argentina que asiste a la universidad creció un 67%, pasando de uno de cada 32 habitantes del país (3,1%) a uno de cada 19 (5,3%). Para la población de entre 18 y 24 años, pasamos de tener a uno de cada siete (15%) en la universidad en 2010 a uno de cada cuatro (23%) en 2022.
Cabe recordar que nuestro sistema de educación superior (que incluye la educación terciaria no universitaria, de nivel provincial) es eminentemente público, y concentra el 78% de la matrícula total de 2021, en forma similar a España (75%), un poco más que México (65%), bastante por encima de Colombia (54%), el triple del valor de Brasil (25%) y más que el cuádruple que Chile (17%).
Al ver dicha expansión de la matrícula universitaria, que sin dudas conlleva una democratización del acceso a los estudios universitarios, es que corresponde avanzar sobre el segundo mito de quienes están en contra da la universidad y de lo público.
- Mito 2: “Nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad” (María Eugenia Vidal, 30/5/2018)
Se trata entonces de analizar si todavía los estudios universitarios son un derecho de pocos (lo que ya hemos rebatido) y de ricos, acorde al perfil de la población que accede, efectivamente, a ellos.
Para verificar tal hecho es útil distribuir la población según los ingresos promedio por integrante del hogar, en cinco grupos con el mismo número de casos (quintiles) y considerar en qué medida se “apropian” (en cuanto estudiantes) de los recursos que la sociedad destina al sistema universitario público (el gasto universitario) quienes integran el segmento más pobre respecto a los más afortunados.
Distribución del gasto público en educación superior por quintiles de ingreso per cápita del hogar, en porcentaje, en años seleccionados.
La distancia entre quintiles extremos se redujo de 4,5 a 1 en 1992, a 1,9 a 1 en 2010 y a 1,4 a 1 en 2014, para llegar, en 2023, a un escenario donde los más pobres superan en número a los más ricos en las instituciones universitarias públicas, si bien todavía siguen representando menos de un quinto de su matrícula total.
Entonces, la universidad pública creció en su alcance a la vez que mejoró notablemente su inclusividad e incrementó los niveles de equidad logrados, sin por ello disminuir la calidad. Pero la pregunta que, naturalmente, puede surgir, es: ¿a qué costo?
Ello da lugar al tercer mito, no en un sentido de afirmación completamente desprovista de veracidad, sino en tanto dato seleccionado (entre muchos otros relevantes) como central y como cimiento de un relato en contra de la universidad como derecho humano universal:
- Mito 3: “Se señala, con razón, los porcentajes de graduación del sistema universitario como indicador de ineficiencia” (Alejandro Álvarez hijo, subsecretario de Políticas Universitarias, en el artículo “Cómo romper la inercia universitaria”, 2023)
Para discutir la eficiencia económica del sistema (es decir, el nivel de producción en relación con los recursos utilizados) resulta fundamental discernir cuál es el producto que la universidad se propone brindar a la ciudadanía.
Al respecto, es claro que la función educativa es central, pero las universidades, como ya se ha detallado, asumen muchas otras responsabilidades (investigación, territorio, cultura y salud).
Retornando al plano educativo, es muy importante la graduación y nadie desea ni trabaja más que nosotros (quienes formamos parte de la educación superior pública), para que cada persona que sueña con un título universitario, sobre la base del esfuerzo (propio, familiar y de toda la sociedad que sostiene el sistema) pueda acceder a él. Pero no por ello despreciamos el proceso.
Hay muchas circunstancias (entre las que nuestras falencias también se cuentan) por la que alguien que empieza a estudiar no llega a graduarse (o lo hace en un plazo que excede largamente el previsto a priori), pero considerar esto un fracaso sin más, propio y del sistema, es un insulto a la Universidad, que pasaría, así, a ser rebajada al estatus de una mera máquina expendedora de diplomas (que, de no ser gratuita, se pagarían en cómodas cuotas), negando su huella en la vida de las personas.
La universidad es mucho más que el título, es una experiencia vital transformadora, en la cual un ser humano, tras un trayecto universitario, en diversas dimensiones y grados, ha crecido, a partir de haber hecho suyos aprendizajes en una comunidad universitaria.
Hay también argumentos técnicos en contra de considerar “los porcentajes de graduación” como un buen indicador de eficiencia del sistema. El más importante de ellos es que, por ejemplo, tanto si se entienden como “porcentajes de graduación” las relaciones entre el número de estudiantes existentes y el de personas que se gradúan en un año dado, como si se aplica a la proporción, de estudiantes de determinada cohorte o grupo de cohortes, que, tras cierto período de tiempo, efectivamente ha logrado graduarse, no se trata, en ningún caso, de un indicador de eficiencia.
Con precisión, la eficiencia se relaciona con el máximo aprovechamiento (en términos de producto) de los insumos, mientras que la economicidad remite al menor costo posible de adquisición de dichos insumos. Sin perjuicio de ello, en el debate público, muchas veces ambos términos se fusionan en una idea de máxima producción lograda por cada peso gastado.
En el caso de “los porcentajes de graduación” no hay referencia alguna ni a insumos ni a gasto, sino que el foco está puesto en la cantidad de personas que se gradúan respecto al número de graduados/as que se proyecta obtener (es decir, el número total de estudiantes). Ello configura un indicador de eficacia, entendida como la capacidad de lograr las metas propuestas.
Por ello, en todo caso, “los porcentajes de graduación”, si son bajos, dan cuenta de un problema de eficacia (de sueños rotos), antes que de eficiencia (mal uso de los recursos, en este caso públicos), que, por supuesto, corresponde atender.
Pero es claro, que, dado que el sistema público argentino es menos selectivo que el de otros países (no hay exámenes de ingreso ni aranceles) y las carreras duran más, prevalece un enfoque de derechos y de calidad académica por sobre la idea de eficacia en términos de graduación como objetivo central de la universidad pública.
Ahora sí, refiriendo a la concepción más ampliamente generalizada de eficiencia, como buen uso del financiamiento, resulta de interés dar cuenta de la evolución, en la última década, del presupuesto público universitario respecto al incremento en la cantidad de estudiantes de grado y pregrado (que fue del 43% de 2011 a 2021), según diversas fuentes.
Evolución del gasto público nacional en educación superior y del gasto público por estudiante de grado y pregrado en instituciones universitarias estatales argentinas, 2011-2021.
Comparativamente, el esfuerzo fiscal argentino en educación universitaria era, en 2019, en relación con el conjunto de la respectiva economía, reflejado en el producto bruto interno (PBI), un 9% menor al de España, 24% más bajo que el de Uruguay, 29% más chico que el de Brasil y 44% inferior al de Chile.
Pero para medir la eficiencia no basta con tener en cuenta los recursos utilizados, sino que hace falta compararlos con las metas alcanzadas, en este caso de estudiantes que participan del proceso educativo.
Dada la disponibilidad de datos, en esta ocasión la referencia es a gasto público en educación superior (incluyendo educación terciaria no universitaria) destinado a establecimientos estatales (es decir, sin contar subsidios a universidades o institutos superiores privados), en dólares de paridad de poder adquisitivo (unidad de medida común que tiene en cuenta la diferencia de precios en dólares entre los distintos países), promedio por estudiante de dichas instituciones.
Gasto público en educación superior destinado a instituciones estatales por estudiante, en dólares de paridad de poder adquisitivo, 2013 y 2019, países seleccionados.
Como puede apreciarse, no solamente el Estado argentino gastaba, en 2019, por estudiante en la educación superior pública, la mitad que Uruguay, un tercio que España, un cuarto que Brasil o un sexto que Chile, sino que además esa brecha creció de 2013 a 2019 (período en que el monto por estudiante subió entre un 17% y un 42% en los demás países a la vez que bajaba un 11% en la Argentina), resultando coincidente con un aumento del 24% en la cantidad de estudiantes en nuestro país, que implicó incorporar a medio millón de personas a las universidades, institutos universitarios y terciarios públicos.
Si se tiene en cuenta, adicionalmente, que las universidades nacionales llevan adelante el mantenimiento de su infraestructura (ciudades o campus universitarios, campos experimentales, edificios, hospitales, laboratorios, jardines de infantes, escuelas, entre otros), cuya superficie equivale a 800 kilómetros cuadrados, es decir, cuatro veces el tamaño de la de la Ciudad de Buenos Aires, con un presupuesto congelado para 2024 de 75.200 millones de pesos, similar al monto que la Ciudad de Buenos Aires destina solamente al mantenimiento de las veredas y macetas, es posible agregar otro argumento de peso respecto a la notable eficiencia lograda por nuestras universidades en el uso de sus (magros) recursos.
Dado que la educación presenta una función de producción muy intensiva en el factor trabajo, podría plantearse, en una visión no desprovista de mala intención, que la enorme “economicidad” generada por los muy bajos salarios en la educación superior argentina (respecto a muchas otras naciones iberoamericanas), en realidad esconde (en un sentido más estricto) un importante nivel de ineficiencia, visible en la relación insumo-producto. Tal es la idea enarbolada en el cuarto mito de quienes ven a los derechos como un gasto, al trabajo como un “curro” y a la educación universitaria como un privilegio.
- Mito 4: “Obviamente, muchos más cargos para nombrar” (Mauricio Macri, 30/10/2014)
Para conocer la evolución del grado de eficiencia productiva del sistema universitario público correspondiente a nuestro país en los últimos años, resulta interesante analizar la relación existente entre los cargos docentes y la cuantía de personal no docente respecto a la cantidad de estudiantes.
Así, mientras que en el año 2013 el sistema contaba con un cargo docente cada ocho estudiantes y con alguien en tareas técnico-administrativas (no docente) cada 30, para 2021 esas relaciones habían pasado a un cargo docente cada 10 estudiantes y a una persona contratada como no docente cada 38 cursantes. Si en vez de cargos, se mide en cantidad de docentes, pasamos de un/a docente cada 12 estudiantes en 2013 a uno cada 14 en 2021.
Al considerar, para las otras naciones de Iberoamérica la proporción de docentes por estudiante para el conjunto de la educación superior pública (que además de universidades incluye instituciones no universitarias), esta resultaba, en 2021, similar, en muchos países, a la que exhibía entonces el sistema universitario público argentino, con valores de 14 estudiantes por docente en México y Perú, 13 en Brasil y Chile, 12 en España y 11 en Costa Rica, Portugal y Puerto Rico.
Ante la ausencia de datos y hechos reales para sostener la conveniencia social de destruir una institución que funciona razonablemente bien y que viene manteniendo ese buen funcionamiento hace mucho tiempo, pese a las recurrentes crisis económicas, sociales y políticas que ha atravesado nuestro país, queda desnuda la bruta verdad de las doctrinas delirantes que se expresan en el quinto y último mito de los discursos de odio contra el sueño de crecer, aprender y vivir:
- Mito 5: “Lamentablemente, en Argentina, la educación pública, porque toda es pública, puede ser de gestión privada o de gestión estatal, ha hecho muchísimo daño, lavando el cerebro de la gente” (Javier Milei, 26/3/2024)
Habiendo repasado ya los logros de la universidad pública, queda entonces por mencionar otros dos principios que articulan toda su producción docente, científica, tecnológica y cultural: el pluralismo y el pensamiento crítico.
El primero de ellos remite, directamente, no sólo al respeto por las múltiples miradas e ideas sobre la realidad, sino a la necesidad de combinar diversos puntos de vista para comprender mejor nuestra situación y poder mejorarla. Esto fue consagrado por la Reforma Universitaria de 1918, a través de la libertad de cátedra, libertad de enseñar e investigar sin censura o prejuicio, respetando así todas las corrientes de pensamiento y tendencias de carácter científico y social. A su vez, la posibilidad de que existan múltiples cátedras de una misma materia otorga al estudiantado opciones diversas, en términos de profundidad de enfoques y marcos conceptuales, para elegir entre ellas. La Reforma de 1918 también fomentó el irrenunciable compromiso con la realidad social.
En cuanto al pensamiento crítico, es un objetivo central del sistema universitario, ya que brinda elementos progresivamente incorporados a lo largo del proceso educativo, para conocer, comprender y realizar introspección sobre marcos conceptuales y la realidad, mediante el análisis, la argumentación, la resolución de situaciones problemáticas y la evaluación. Quienes han pasado por la universidad, aunque no hayan obtenido un título, llevan en sí esta valiosa herramienta que les permite acceder a la verdadera libertad, asistiéndoles al momento de enfrentar los desafíos que ofrece la vida y el mercado. El rol de las y los docentes, tan vapuleado por algunos, es crucial en este proceso.
Así, el pluralismo, en conjunción con el pensamiento crítico, al llevar a cuestionar la realidad y las visiones imperantes sobre ella, vuelve realmente peligrosa a la universidad, así como a la educación, la ciencia y la cultura en general.
De allí que la resistencia de la universidad argentina, traducida en las actuales circunstancias a la dramática lucha por su mera supervivencia, se base, ahora más que nunca, en la concepción de la educación superior (que sintetizó la Conferencia Regional de Educación Superior de América Latina y el Caribe en 2008) como “un bien público social, un derecho humano y universal y un deber del Estado”.
La universidad no es solamente un derecho de quienes van o han ido a ella, sino de todas las personas que habitan nuestro país, cuyas necesidades, resolución de sus problemas y cumplimiento de sus derechos, la universidad siempre ha defendido.
Con rigurosidad científica, demostramos que las universidades nacionales funcionan con muy elevados estándares de universalidad, calidad, eficiencia, equidad e inclusión. Entonces, cabe preguntarse qué argumentos quedan en pie para sostener la necesidad de introducir un ajuste tal como el efectuado por Milei en los recursos que las sustentan, imposibilitándoles afrontar los gastos de funcionamiento del segundo semestre de 2024 y amputando, de noviembre de 2023 a marzo de 2024, el 40% del poder de compra del salario docente y no docente.
Por todo eso, este martes 23 de abril, como todos somos la universidad (que existe para defendernos), toca que todos salgamos a la calle a defenderla.
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