Para algunos, podemos derrotarlo
La epidemia de cólera de los '90 y la colisión entre la prevención, el capitalismo y el Estado neoliberal
Hacia fines de 1992, Latinoamérica era la zona más afectada por el cólera en el mundo, con 324.055 casos de los 388.003 registrados durante ese año. La enfermedad, causada por la ingestión de alimentos o agua contaminados con el bacilo Vibrio cholerae, no era un nuevo actor en el escenario epidemiológico regional y argentino. La sucesión de brotes de cólera que sufrió nuestro país entre 1867 y 1884 había dejado una marca indeleble en nuestra historia. Por entonces, moría uno de cada dos enfermos. La afección había arrasado en los campamentos de los ejércitos que libraban la guerra fratricida contra el Paraguay, y eventualmente, bajó por el Paraná hasta asolar Buenos Aires, donde las víctimas superaron las provocadas por el conflicto armado. El prócer sanitarista José Penna, autor de El cólera en la Argentina, estimaba que no menos de 3.000 porteños habían sucumbido ante la enfermedad solo durante el brote de 1867-1869.
Más de un siglo después, en la Argentina menemista, un nuevo brote de cólera devino en un problema de peso a enfrentar por todo el sistema de salud pública. La falta de provisión de agua potable y de cloacas, los índices de pobreza y de necesidades básicas insatisfechas, factores para el contagio y la diseminación, determinaron que las provincias más afectadas fuesen Salta y Jujuy, donde se comprobaron más de 2500 casos. El grueso, entre comunidades de pueblos originarios y trabajadores rurales, especialmente los del tabaco, que desarrollaban su vida y sus tareas en las condiciones inhumanas impuestas por los grandes terratenientes que los empleaban. Frente a la amenaza sanitaria, la respuesta estatal se concentró en dos frentes: la atención primaria de los casos y la concientización. A fines de 1991, apenas detectado el primer brote fuerte en la localidad salteña de Tartagal, comenzó la campaña de prevención en medios masivos. El 6 de febrero de 1992, el Presidente Carlos Menem decretó la emergencia sanitaria.
El fenómeno social de la enfermedad, atravesada por la usual paranoia de los contextos epidémicos, se convirtió en un catalizador de todos los temores y ansiedades sociales. La xenofobia contra las personas de origen asiático en la actual pandemia de coronavirus (COVID-19) no es una excepción. En 1992, los misiles de la culpa apuntaban a los bolivianos. El Presidente alentaba la conducta y amenazó con cerrar la frontera entre Salta y Bolivia, aunque la mayoría de los casos se presentaban en el lado argentino, en las zonas más golpeadas por su plan económico de miseria y el modelo productivo rural bajo su auspicio.
Ese febrero, la opinión pública del país, históricamente poco sensible ante las tribulaciones de la población más relegada, fue conmovida por el caso del vuelo 386 de Aerolíneas Argentinas. Al llegar a destino en Los Ángeles, un pasajero murió de cólera y otros 76 fueron contagiados debido a la presencia de la bacteria que transmite la enfermedad en la comida del avión. Frente al miedo y paranoia generalizados, el gobierno decidió entonces poner todo su aparato comunicacional al servicio de la prevención.
De acuerdo a cifras del INDEC, el 40% de las viviendas de todo el país carecía de servicios cloacales. La información relativa a métodos para prevenir la transmisión se imponía entonces como una necesidad de primer orden, para evitar la propagación de la enfermedad hasta los grandes centros urbanos.
Recordado por los niños de los '90, el slogan “entre todos podemos derrotarlo” unificó la estrategia comunicacional en torno de la prevención del cólera. En el primer spot, locutado tras una música ominosa, se anuncia que el país está bajo ataque, y que la higiene es la única arma efectiva para combatir al agresor.
Los anuncios, a cargo del Sistema Teleducativo Argentino (SITEA), contemplaban las diferentes situaciones socio-económicas y de hábitat de los espectadores. Tal es el caso del siguiente anuncio, destinado a las franjas marginalizadas de los trabajadores rurales y poblaciones en villas de emergencia, en el que se explica cómo realizar la limpieza de letrinas.
En 1993, las nuevas versiones de la campaña cambiaron de tono, aunque la impronta bélica continuaba: al cólera “ya se le había ganado una batalla”. Las recomendaciones para la desinfección de los alimentos y hasta para condimentar ensaladas de forma segura abandonaban la banda sonora tremendista, reemplazándola por una melodía optimista de sintetizadores.
Sin embargo, la realidad sonaba en otra clave: entre 1993 y 1994, el número de enfermos y víctimas fatales volvió a subir de manera drástica. En el medio de la campaña para elegir a los convencionales constituyentes que facultarían su posibilidad de buscar un segundo mandato, Menem creó un exiguo “fondo especial” para asistir las áreas más afectadas por el rebrote. El ministro de Salud y Acción Social, Julio César Aráoz, arremetió contra los productores rurales: “Tienen a sus trabajadores como perros, y existe el riesgo de que el rebrote se convierta, primero, en una epidemia y, luego, en una endemia que se tardaría 10 años en erradicar", señaló, aludiendo a las condiciones materiales que propician la enfermedad. En un extraño momento de conciencia social, conminó a los terratenientes a mejorar las barracas donde alojaban a los trabajadores golondrina, so pena de clausura. El tono amenazador y la diatriba clasista, por supuesto, se esfumó tras la aprobación de la reforma constitucional y la reelección de Menem: en 1996, en el pico máximo de la epidemia, se registraron 422 contagios y 5 muertos sólo en la provincia de Salta. Las obras sanitarias que podrían haber frenado la expansión de la enfermedad quedaron suspendidas ante necesidades más caras para la facción menemista gobernante.
¿Sirvieron en algo las campañas de concientización en la merma de la transmisión del cólera y la disminución de las fatalidades? Todo indica que, fuera de las provincias de Jujuy y Salta, asoladas por la precaria estructura social y sanitaria, sí. Especialmente en los grandes centros urbanos, los de la Pampa Húmeda. Allí, la apelación a la responsabilidad individual, la reiteración de conceptos, métodos y slogans, tuvieron un efecto notable no sólo en la merma de aparición de nuevos casos, sino también en el cambio del diálogo sobre la enfermedad. En esas franjas de la sociedad, el alarmismo inicial trocó en cautela, inspirada en la tranquilidad proporcionada por la sujeción a las recomendaciones del Estado. Había con qué: el esfuerzo comunicacional fue acompañado por relativas mejoras en la infraestructura sanitaria.
En aquellas áreas donde reinaba la extrema pobreza y la falta de recursos básicos como el agua corriente, de la mano del caníbal modelo productivo del agro argentino, de poco sirvieron los originales anuncios de SITEA y la endeble presencia estatal. Las condiciones socioambientales que catalizaron la epidemia furor de la década de 1990, persisten aún hoy en varias áreas del Norte. En aquellas pequeñas localidades habitadas por las comunidades originarias, cuyos niños caen como moscas ante la desnutrición, las enfermedades que vienen con el avance de la frontera agrícola sobre sus tierras ancestrales siguen siendo un problema. Quizás en otro modelo económico, social y productivo, la tortilla se vuelva también en lo epidemiológico. Por ahora, parece dudoso que los móviles de TV instalados en Ezeiza recorran la distancia entre la novedosa –y seria— amenaza del coronavirus y las dolencias provocadas por la pobreza estructural, que no se están yendo a ningún lado.
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