Podés filmar para la platea –y la consolación– un nido vacío o un abrazo filial (Burman). Podés filmar una road movie familiar “a la Palito Ortega” (Trapero). Con temor y temblor, podés filmar ese infierno que son mamá y papá (Berneri, Carri, Martel, Solniki, Murga), incluso cuando brillan por su ausencia (Perrone, Rejtman). También podés hacer un retrato fiel de la novela familiar en la que, quiéralo o no, todo ser humano está implicado a perpetuidad. El último es el caso de este film.
La familia es un cuarto cerrado en el que puede uno o una quedarse a disgusto, bien se puede huir dando un portazo –muchas veces de alivio– o bien salir tan tímidamente que pareciera que quien sale querría quedarse toda una vida entre esas cuatro paredes. Edgardo Castro se fue y, como la protagonista de Ana y los otros de la inmensa Celina Murga, un día volvió, en su caso, al hogar, dulce hogar familiar en Comodoro Rivadavia, donde permanecerá unos días hasta la fiesta de navidad. Lo hizo sigilosamente y, al modo de Manuel Puig, que escribía en la cocina mientras charlaba y veía televisión con mamá, se puso a filmar “una vuelta por su cárcel”, que es, como la de todos, la que lo engrilleta a sus padres, bueno, más a mamá que a nadie. Yendo de la cama al living, intentando hablar con papá (Félix Agustín Castro), charlando con mamá (Magda Castro) y acompañando a la hermana (Alicia Mabel Pepa), rodó Familia, su último film a la fecha, que se estrena en unos días.
Primera secuencia. Castro, protagonista, además de director, está frente al espejo. Cuando termine el peluquero, él ya será otro. Desde Ulises, siempre es otro el que vuelve. Toma el auto, luego de un segundo rito de pasaje –le prende una vela al Gauchito Gil, a quien le deja un pucho prendido–, cena en una parrilla, duerme en un hotel al paso y llega a casa, donde, como mamá y papá duermen, él aprovecha para tirarse a descansar.
Como todas, su familia tiene reglas (“¿hay que ver esto todos los días?”, se queja, pero no hace nada para cambiarlo, papá, refiriéndose a El Sultán, la novela de todas las noches), tiene roles (mamá sale a hacer las compras, papá descansa y lee) y también rutinas, las mismas cada día (él lee revistas; ella, además de a la tele, está pegada al celu), como la de la cena.
Las cenas de Papirosen de Gastón Solniki marcan las distancias entre los miembros de la familia, se midan en el diálogo sordo entre la madre y el hermano del medio –el que dio el portazo hace años–, o en el diálogo trunco de un padre con sus hijos y nietos, miembros de generaciones a las que les importan un bledo las comidas, los rituales y las canciones que les recuerdan que, aunque lo rechacen a conciencia o no, son hijos de una cultura tan apegada a sus raíces como la judía. Las cenas en Familia se dan con un integrante ineludible. Como en Buenos Aires viceversa de Alejandro Agresti, donde Mirta Busnelli cenaba frente al Señor Televisor y hasta le hablaba (aquí también sucede, lo hace papá), la cena familiar se da de igual modo: la TV, y no un padre –¿desde allá atrás se resquebrajaba el patriarcado?–, ocupa la cabecera de la mesa.
Sean diálogos enlatados de una película de Space o de I-Sat (igual da), de una telenovela, de un programa de preguntas y respuestas o la crónica de una noticia, eso que “viene de afuera”, en este caso de la TV, conforma lo que en cine llamamos fuera de campo. También se imponen otras radiaciones que le dan forma, de raigambre digital: los taladrantes sonidos de los juegos del celu de mamá —¿está timbeando?– y de las conversaciones por chat del hijo. Lejos de ser bandas sonoras, mero acompañamiento, como esos mitos o zonceras que conforman nuestro sentido común, se entrelazan en lo que dicen los miembros de la familia y se hacen indistinguibles: unas y otras dictan ritmo y dan sentido a la pecera del protagonista, que es la nuestra, una pecera que cambió cuantitativamente –no cualitativamente– a la que configuró la TV. Agréguese al respecto que, cuando Netflix y el celular conforman la pecera en la que felices –o más bien zombies– nadamos, es bocanada de aire fresco ver un filme que la exhibe con naturalidad siniestra y que además se anima a ir más allá: a abordar otra pecera de la que no se sale, la primera.
En una de las grandes secuencias del cine argentino contemporáneo, mamá Magda, el hijo Edgardo y en un segundo plano su hermana Alicia miran El Sultán por TV. Madre e hijo de frente, Alicia de costado. Transcribo el diálogo aunque la transcripción pueda transferir bien poco el efecto hilarante que produce en pantalla:
—¿Cómo, hijo? —pregunta la madre, dándose tiempo para poner en autos al hijo “de qué va” la novela, que es a lo que apunta la pregunta que no escuchamos en esta secuencia que empieza in medias res.
—La chica está haciendo frente a la sultana porque la sultana le dice que siga casada con el marido pero la chica no quiere —comienza ella.
—¿Podés ver en Internet los capítulos anteriores? —pregunta él, que pertenece a una generación más habituada a Netflix que a “la novela de la noche”.
—Por Internet, sí. En Méjico ya terminó la novela. Entonces ya te van pasando los capítulos.
—¿Y cómo termina? —pregunta el hijo.
—El final lo pasaron por internet. Y… se muere, el Sultán.
—¿Qué, lo matan?
—No, no, se muere de viejo.
—¿Este (señalando a un personaje en la pantalla) es el que era el marido de la mujer del sultán pero en la vida real? —pregunta.
—Sí.
—¿Y ellos cómo están?
- Mal, se están divorciando. Ella se quiere divorciar.
—Pero qué, ¿le gusta otro?
—Y… la casó la madre por casarla. Ella –comenta la madre medio interesada, medio displicente– con tal de tener el poder, hace casar a la hija con cualquier viejo para mantener la dinastía. Ahora la chica se quiere separar.
—Pero tuvieron una hija, ¿no?
—Tuvieron una hija como de diez años, sí. Bastante se bancó la chica haciéndole caso a la madre. ¡Diez años! Pero ahora no quiere saber nada.
—¿Y esta (señalando otro personaje) qué es? ¿La mujer de Mustafá?
—Sí, se casaron en secreto. El sultán no sabe nada.
—Pero, ¿qué? ¿Es como Hurren?
—¡No! Es una chica buenísima, buenísima. Como Hurren no es nadie. Si ella es la madre sultana, la que maneja toda la batuta.
—Sí, la que maneja el harén —comenta él poniendo en juego la sabiduría que legó mamá en un par de noches frente a la tele.
—La que maneja el harén y maneja todo, ¿viste? Pero ella tiene sus seguidores que están con ella y hay gente que la odia con todo. Por eso hizo casar a la hija con el viejo. Porque es un seguidor de ella.
—¿Pero el sultán tiene sexo con las otras minas del harén? —continúa el hijo, que no es otra cosa que un “pequeño fantaseador”, como diría Freud.
—Claro, para eso están. Para que tenga sexo un día con una, un día con otra. Pero después que se casó con la sultana, él fue fiel a la sultana. Pero como ahora la sultana está en un período de meno, menopausia, no sé cómo se dice...
—¿Tiene la menopausia? —pregunta él.
—Sí. Entonces ella le mandó a una de las criadas de ella para que tuviera relaciones, pero antes la mandó al médico para que la chica quedara estéril y no pueda tener hijos. Lo que pasa es que la Hurren, aparte, se casó con el sultán. ¡Él le da a todas! Antes se la elegía la madre, la madre del sultán. Porque la madre sultana era la que dirigía todo el harén. Ahora, al morir la madre, la mujer de él quedó de madre sultana. O sea, la que dirige todo. Bueno, ella no le iba a mandar a nadie. Lo que pasa es que ahora sí le tiene que mandar. Para seguir siendo lo que es le mandó una chica. Pero antes la mandó a que la esterilicen.
El diálogo no solo lo podría haber escrito Puig, también Fontanarrosa. Como sea, mamá e hijo miran la telenovela y, sin saber queriendo, ponen en juego en esa secuencia –podría decirse en todo el filme– “la novela familiar del neurótico”, esa obra de ficción que muchas veces tomamos por trágica cuando bien haríamos en asumir como vodevil de cuarta, en la que estamos metidos desde antes de nacer.
En aquel famoso texto Freud plantea dos fases. En la primera el niño compara a sus padres con otros y duda de las cualidades únicas que había adjudicado a los suyos, y hasta preferiría ser hijo de otros, más encumbrados. En la segunda el niño siente “impulsos de rivalidad sexual con sus padres” y surge “la tendencia a imaginarse situaciones y relaciones eróticas, tendencia que es impulsada por el deseo de colocar a la madre en situaciones de secreta infidelidad y de relaciones amorosas ocultas”.
En Familia, Edgardo, el hijo, mira atónito la pantalla, pero en realidad, está embobado con el relato de mamá. Papá cayó en desgracia (medio sordo, necesita medicación, se la pasa leyendo y está en la cama antes que en cualquier otro lado), y así las cosas, ya no hay impulso de rivalidad. Vamos, no hay rival: ¿o acaso no es el hijo quien ahora ocupa el sillón del papá y comparte momentos de complicidad con mamá?
Ese sultán que “no deja títere con cabeza”, según el relato de mamá, bien puede ser el “nuevo padre aristocrático provisto de atributos derivados exclusivamente de recuerdos reales del verdadero y humilde padre”, lo cual demuestra, dice Freud, que “el niño no elimina al padre sino que lo exalta”, hecho que se prueba en la secuencia final del filme cuando Edgardo, tras el último rito de pasaje –la fiesta de Navidad–, decide dar un paso fuera de la casa, y ya en la calle, vemos pasar un hombre vestido de Papá Noel que se aleja cual fantasma –¿del pasado?– mientras le ladra un perro. Acaso ese Papá Noel pueda simbolizar precisamente aquél papá idealizado en la infancia, la expresión “de la añoranza que el niño siente por aquel feliz tiempo pasado cuando su padre le parecía el más noble y fuerte de los hombres”.
La familia resultó ser la novela cumbre de Gustavo Ferreyra, quizá el punto de quiebre de una mirada que penetra en las encrucijadas del presente y de la historia reciente, al igual que en el infierno que padece todo bicho neurótico. Si es no solo obra cumbre sino también punto de quiebre, se verá (leerá) en su próxima novela. A simple vista, Edgardo Castro pareció hoy afrontar un punto de quiebre respecto de lo que ya había hecho y resultó –oh, sorpresa– nada menos que tanguero al hacerlo, después de todo, volvió “a la casita de los viejos”, que es –¿siempre?– la de mamá. Tanguero resultó aquel desaprensivo protagonista de Castro, genial filme de Alejo Moguillansky; tanguero terminó siendo aquel libertino protagonista de La noche, su primer filme.
Más temprano que tarde, ya en su segunda película, este talentoso director advirtió que no se puede ir contra el complejo de Edipo: mejor volver a casa de mamá, compartir la telenovela con ella –y de paso tramitar la novela personal que lo tiene atado– y salir, ahora sí siendo otro, a la calle a ver qué pasa. Después de todo, como dice Carlos Quiroga en El prójimo y lo abyecto, quien se hace cargo de su deseo (Castro lo ha hecho por duplicado y se agradece tantísimo en este tiempo de vidas lisas) no sale ya de una Banda de Moebius que nos lleva una y otra vez al punto de partida para, con ventura, no ser ya los mismos.
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