PANDORA Y LA SUCESIÓN
Con la teoría cuantitativa del dinero, ni Massa ni nadie podrán controlar la inflación.
El verosímil estatuto político del loco de la motosierra, las invocaciones a la moral burguesa argentina de buena parte de la progresía y las visiones maniqueas sobre la relación con China y Estados Unidos, son episodios que en el tránsito hacia los comicios presidenciales de fin de año suscitan –por su importancia— ser atendidos como un abordaje menos rutinario. Los comentarios que corren acerca del comportamiento político del loco de la motosierra no sugieren que se tenga en cuenta su calidad de figura halógena y la potencial contradicción a la que lleva ser un natural de la isla de Morel. Desde el principio se colige que el acotado objetivo de las corporaciones que financiaron la puesta en órbita del muñeco —apenas un par, de entre las más grandes— era asustar con el hombre de la bolsa, para correr la agenda pública lo más a la derecha que sea posible. Y esto en vista de voluminosos negocios en ciernes. Nada indica que esto haya cambiado con el salto en las encuestas de Milei. Eso hace que la probabilidad de la dolarización resulte tan baja, con independencia de lo que digan las urnas.
En otras palabras, los que tienen la sartén por el mango –y el mango también— necesitan una estabilidad que subjetivamente esperan se la proporcionen los conservadores menos extremistas. Actuarán en consecuencia. ¿Estabilidad? Ilusiones vanas. Basta preguntar al respecto por qué razón el ministro de Economía Sergio Tomás Massa —y su equipo— no pueden controlar la inflación desbocada. Es curioso. Todo el mundo daba por sentado que Massa, tras poner en caja el alza del nivel general de precios, se pondría el traje de candidato a Presidente de la Nación. Pero Massa y sus acólitos son monetaristas redomados, tanto como el conjunto de eventuales reemplazantes que conforman los elencos de la derecha conservadora que aspira a ganar las elecciones.
Los neoclásicos monetaristas ni siquiera tienen una teoría de la distribución del ingreso. Se contentan con vociferar a favor de la flexibilización laboral y contra el salario mínimo, con un conjunto de aporías cuya circularidad tautológica es tan apabullante como la supervivencia incólume —y encima prestigiosa— en los claustros académicos. Y en cuanto a la moneda, tocan la guitarra que pueden controlar su cantidad y con eso frenar los precios. Ponen cara de malos y todo. Los precios suben por otra cosa muy diferente: por los costos y los costos por la suerte y verdad de la lucha de clases.
Massa y los que le sigan en el cargo, nunca van a poder controlar la inflación mientras continúen enroscados en la teoría cuantitativa del dinero. Y esto queda claro en la siguiente tabla en el que la inestabilidad del dólar lleva a la inflación porque pega en los costos.
Dichos sobresaltos cambiarios se producen cuando el pacto nacional (el mayor bienestar para el mayor número) es violado por el orden establecido con el objetivo de bajar el valor de la fuerza de trabajo. Justamente cuando es preservada la argamasa de la integración nacional –lo que supone poder de compra de remuneraciones al alza y no a la baja— es que redunda en la ansiada estabilidad; conforme deja ver la comparación entre países recolectada por la tabla. Cuando la reacción impone su programa, la caída de la rentabilidad del mercado interno se suplanta con endeudamiento externo, subsidios y apertura. De esta manera por un largo tiempo la demanda de dólares supera a su oferta en el mercado cambiario local. Resultado: sube y sube su cotización, y con eso suben los precios. Los monetaristas claman que la inflación resultante es por la mayor cantidad de dinero que demanda financiar un Estado paquidérmico y todo sigue alterado hasta que vence la pobreza. La salida por lo bajo.
Si los trabajadores resisten y revierten los perjuicios que les propinaron, como suele ser el caso argentino, la inestabilidad cambiaria e inflacionaria resultante se empina en gran forma. Nada es gratis, y de las crisis salir, salimos, pero cada vez dejamos más gente afuera. Hoy por hoy, tal como viene la mano con el gran elenco estable ptolemaico monetarista de la derrota, se ve a las claras que no olvidaron ni aprendieron nada.
Sucesión
En la malaria que venimos atravesando se suele destacar que el empleo avanza. Resultado lógico, si no hay apertura indiscriminada, porque el estropeado poder de compra debe ser abastecido de una u otra forma. Pero para que la no apertura cree prosperidad para los que tienen la ñata contra el vidrio —aún estando empleados—, debe mediar una decisión política que, a través de un programa al solo efecto, impulse para arriba los salarios. Eso no se ha hecho presente.
Acá es donde ciertos sectores del progresismo confunden gordura con hinchazón. Se lamentan de la falta de sentido nacional del empresariado, como si eso fuera posible y de ser factible resulte relevante. Que los salarios sean bajos es un problema de la política, generado por la política, no por los empresarios, para los cuales su nivel es un dato como la humedad. Y demandar un sentido nacional implica olvidar que invierten por la ganancia (que se fija a escala global) y jamás por la bandera. Paul Sweezy lo decía con nitidez: gozan por acumular y no acumulan para gozar. Es lo que dejan bien claro la serie Sucesión, tras finalizar hace unas semanas, luego de cuatro temporadas. La práctica de acumular capital conlleva —por pura necesidad sin poder decidir libremente— limpiar la conciencia de toda moral. El derecho positivo es lo único que impide –con relativo éxito— que los seres humanos se coman entre sí. La saga relata muy bien esas condiciones de existencia del capitalismo, enancadas en la disputa por la sucesión del timón del imperio mediático erigido por Logan Roy. En la última temporada muere y al final y como cierre hereda la manija un ex yerno que a diferencia de sus hijos (todos recontra millonarios) le interesa el dinero (acumular capital) y no el poder. En todo caso juega al poder en función del dinero (tal lo que hacía el derechista desagradable de Roy) como se perfilaba que harían al revés los hijos.
Los grandes empresarios de la Argentina juegan el mismo juego, lo que no significa que lo hagan bien, al menos en la parte de la política. Son los que más fuerte braman por un paisaje estable, y son los primeros en torpedearlo al alentar a los simios. Esta renuencia a querer negociar con la clase trabajadora el desenvolvimiento del capitalismo argentino, tiene su historia y sus subjetividades. Largas de narrar, importa su significado como síndrome para el movimiento nacional. Trasluce que no se ha encontrado la manera de encarar, afianzar y conjugar con el capital lo que vendrían a ser los intereses compartidos por la acumulación a escala nacional.
De China sin amor
El viaje de Massa a China funge de muestra de los prejuicios que anidan en la subjetividad procelosa del gran empresariado argentino, expresados por las observaciones hechas por sus intelectuales orgánicos. Todo se subsumió a lo que se deja ver en la superficie de la disputa de los Estados Unidos versus China y los dilemas que genera en la periferia. Eso no tiene que ver con que funcionarios de peso que pasaron por este gobierno, hayan obturado la prosecución de importantísimas inversiones chinas en obras públicas de infraestructura, en nombre de la necesidad de acordar con el FMI y no malquistarse con el Departamento de Estado. Confundieron el interés de los Estados Unidos con las necesidades de hacer carrera de burócratas de ese organismo.
Hay para todos los gustos dentro de esta disputa interna norteamericana por sanear su democracia yugulando la salida de inversiones, que se expresa como encontronazo con China, dado su papel de receptora inmensa sin igual. Mientras Warren Buffett, afamado como uno de los más grandes inversores del mundo, retira sus acciones en empresas de China y las coloca en Japón, Sequoia, la enorme corporación de capital de riesgo, hizo la de Salomón y anunció que se dividiría en tres: una empresa centrada en los Estados Unidos y Europa, otra bien chica dirigida a China y otra para invertir en India y el sudeste asiático. Sequoia era el símbolo en la relación China-Estados Unidos.
El jefe del negocio de capital privado de Goldman Sachs en Asia ha dejado de buscar inversiones estadounidenses. Y los grandes fondos globales, incluido APG, un administrador de activos de los Países Bajos, dos grandes fondos de pensiones canadienses y G.I.C. de Singapur, han frenado las inversiones en China. El modelo Sequoia, dado el clima geopolítico, se especula si no será seguido por las enormes corporaciones de capital de riesgo y capital privado con fondos colocados en China como Blackstone, Bain Capital, Carlyle, General Atlantic, Silver Lake y Warburg Pincus. Eso sí, hay tanta inversión china en Occidente como extrajera en su país. Mientras sea en acciones que no tienen derecho a voto, todo permanece en silencio sobre la occidentalización del capital supuestamente chino.
En el otro lado de la moneda, al mismo tiempo que Massa merodeaba por Beijing, arribó Elon Musk, que fue recibido como un héroe en China. El mandamás de Tesla dijo que las economías de Estados Unidos y China son como "gemelos siameses" y se opuso a los esfuerzos políticos para separarlos. Por los mismos días, el presidente ejecutivo de JP Morgan, Jamie Dimon, estuvo en Shanghai. El número de empleados del banco en China durante los últimos cuatro años se duplicó. Ahora controla una empresa de fondos mutuos, un negocio de futuros y una firma de valores en la tierra de los pandas. “Estamos aquí, vamos a apoyar al pueblo chino”, dijo Dimon a Bloomberg. Tim Cook de Apple dijo a una audiencia en Beijing en marzo que estar en China "significa mucho para mí" dada la "relación simbiótica" que su empresa tiene con el país. China es el mercado más grande o el segundo más grande para una gran cantidad de multinacionales estadounidenses. No solo Apple y Tesla, sino también GM, Starbucks, McDonald's y Nike. También representa un crecimiento potencial mucho mayor que el que puede ofrecer Estados Unidos. De hecho, Wall Street alienta a Dimon a postularse para Presidente, para que no haya dudas de dónde están sus momios y sus momias.
El Financial Times (02/06/2023) informa que en el mayor de los secretos “el director de la CIA, Bill Burns, viajó a China el mes pasado, una visita clandestina de uno de los funcionarios de mayor confianza del Presidente Joe Biden que indica cuán preocupada estaba la Casa Blanca por el deterioro de las relaciones entre Beijing y Washington”. A luz pública, por la misma fecha, la secretaria de Comercio Gina Raimondo se reunió en Washington con su contraparte china y el asesor de seguridad nacional de Estados Unidos, Jake Sullivan, se reunió en Viena con Wang Yi, el principal funcionario de política exterior de China. Además el secretario de Estado, Antony Blinken, se estima que viajará a China próximamente –luego de haber aplazado el viaje en febrero, cuando la cola movió al perro del aerostático chino derribado en suelo norteamericano—, en pos de reducir las tensiones entre las dos potencias comerciales.
¿Cuál es el interés norteamericano que atender para no ser perjudicados? La respuesta más genuina e interesante del interés nacional con la vista puesta en la tormenta perfecta de deuda externa, FMI, inflación y demás deudos proviene del demorado pacto nacional para la integración de la sociedad argentina. Sin eso, pasa lo que pasa y va a pasar. Menos mal que Pandora nos da esperanzas tras la sucesión presidencial, aunque ignore si el aleteo que oye en el fondo de la caja es de un colibrí o del búho de Minerva.
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