PANDORA ES ARGENTINA
Cristina produjo una analogía reveladora entre nuestro país y ciertas películas de James Cameron
¿Ustedes vieron Avatar? Por lo menos la primera, porque ya hay dos. Me refiero a la saga creada por James Cameron, que debutó en 2009 y batió récords. (Sigue conservando el de la segunda película más vista de la historia por detrás de Lo que el viento se llevó, según cálculos actualizados.) ¿Y por qué pregunto esto? Porque el pasado sábado 27, durante su discurso en Quilmes, Cristina mencionó algo —los pibes dirían: metió una referencia— que a primera oída me desconcertó.
Venía hablando de las perspectivas que se le presentan al pueblo de persistir esta senda político-económica, cuando de repente clavó dos puntos y dijo: Avatar. Lo primero que pensé fue que se refería a la definición estricta del término, o por lo menos a la más moderna de ellas. "Representación gráfica de la identidad virtual de un usuario de entornos digitales", dice el diccionario de la RAE. Es decir: la personalidad, o imagen, o ícono, con la que elegimos identificarnos en el universo virtual. Nuestro alter ego digital, bah. Era más factible que se refiriese a eso que a otras definiciones, como la que dice: "En la religión hindú, encarnación terrestre de alguna deidad, en especial Vishnú", o bien: "Reencarnación, transformación". Terminado el discurso volví a escuchar el mismo tramo y comprendí que no, que Cristina no había hablado de avatares en general sino de los films de Cameron. Y digo films, y no film en singular, porque la referencia no se entiende del todo si no viste las dos películas.
Yo había visto la primera, nomás. La repasé esta semana y además vi la segunda, y recién entonces comprendí a Cristina, porque en sus palabras hubo una alusión directa a Avatar: el camino del agua, que es del año 2022. Como imagino que ahora no disponen de casi seis horas para clavarse dos películas, dejen que les cuente, porque me tomé el trabajito por ustedes. Periodismo es servicio. Faltaba más. ¡De nada!
¿De qué habla la saga de Avatar? Es una historia que transcurre a mediados del siglo XXII. La Tierra agoniza y depende de la explotación de un mineral generador de energía, que obtiene de una luna del sistema estelar de Alpha Centauri. Si bien no se brinda información sobre el orden político que primaría en la Tierra, se establece que la explotación minera está en manos de un organismo oficial, la Administración de Desarrollo de Recursos (RDA, en el film), a cargo de un tipo que sin embargo se parece más al ejecutivo de una corporación que a un funcionario. Lo indiscutible es que todo el personal procede de los Estados Unidos y que la seguridad del emprendimiento, tercerizada a una empresa del ramo, está en manos de un montón de ex marines.
El tema es que esa luna, llamada Pandora —como la mujer de la leyenda, que abrió una caja cuyos contenidos lo trastocaron todo—, no está deshabitada. Es un astro de exuberante vida natural, lo cual incluye a una especie de humanoides que viven en armonía con el ambiente. Esos humanoides son los Na'vi: de piel azul (y en este sentido, con algo de las deidades del panteón hindú), cola leonina y una estatura promedio de tres metros. Los Na'vi han tolerado la intrusión humana desde la impotencia. Pacíficos por naturaleza, no disponen de más armas que las blancas que usan para cazar. Aún así, han comenzado a resistir tímidamente la expansión minera. Los resultados de su rebelión son magros, porque las flechas no son eficaces contra los blindados. Pero de todos modos perturban la explotación del mineral, al punto de que la corporación decidió invertir en un experimento científico (porque las empresas gastan en investigación, siempre y cuando esperen sacarle un rédito), con el que esperan poner a los Na'vi en caja.
Este es uno de los puntos más originales de la saga. Los científicos que la RDA llevó a Pandora desarrollaron un híbrido entre los humanos y los Na'vi a partir de la combinación de sus ADNs: un cuerpo azul de tres metros, que puede ser conducido temporalmente por el cerebro del humano que prestó su material genético para el experimento. De ese modo, esperan que los Na'vi interactúen con los invasores, a los que de otro modo no pueden —ni quieren— ver. Es interesante la contradicción a la que Cameron somete a los científicos, que de todos modos terminarán siendo parte de los héroes de esta historia. (Sí, en Pandora los héroes son científicos, no evasores ni fugadores.) Liderados por la doctora Grace Augustine —la siempre inmensa, en todos los sentidos, Sigourney Weaver—, han aceptado el encargo para tener la oportunidad de estudiar el fenómeno de la vida en Pandora. Pero, al mismo tiempo, se los financia para que faciliten la explotación de esa luna tan redituable. La idea es que esos híbridos, los avatares del título, se conviertan en Tíos Tom perfectos — Na'vis por fuera, pero traidores a esa especie, y a Pandora, por dentro.
La acción la detona el héroe designado de la historia: un ex marine paraplégico, Jake Sully (Sam Worthington), que se presta al experimento y comienza a fascinarse por la cultura Na'vi y por la forma en que articula con la vida natural de Pandora. Este es el elemento que encaja Avatar en el género de la aventura cinematográfica de corte clásico. Muchas de las críticas que se le hicieron y hacen a la película pasan por la recurrencia al típico héroe blanco que, primero, aprende a comportarse como un nativo y, después, es quien lidera al pueblo hacia su liberación — el clásico Salvador de Raza Aria. Este esquema se aplica tanto a la gloriosa Lawrence de Arabia de David Lean, homenajeada en varios tramos, como a Danza con lobos de Kevin Costner y la más reciente Duna. En este caso habría que conceder una a favor de James Cameron, que se tomó el trabajo de encontrar un truco narrativo que inhabilitaría esa objeción. (Aunque Sully lidera la rebelión, para ello opta por dejar de ser blanco, literal y definitivamente.) Pero lo que importa aquí no es la identidad del héroe individual, porque hasta donde entiendo, Cristina apuntaba a otra cosa.
Lo que importa, creo, es lo que los Na'vi deciden hacer una vez que entienden que los invasores piensan explotar Pandora hasta matarla.
Explotación galáctica
Ese es el otro gran hallazgo de Cameron: la creación de Pandora como una entidad que es la antítesis de un astro inerte. Pandora sería un cerebro del tamaño de un planeta, una conciencia conectada con todas las formas vivas, que de algún modo son sus terminales. El deslumbramiento de la doctora Augustine parte de allí: de la idea de que toda la vida sobre Pandora está ligada por una suerte de red neuronal, que como la nuestra funciona a partir de impulsos eléctricos. Ella cree que parte esencial de esa red pasa por el gigantesco árbol que es el centro de la vida de estos Na'vi, del clan llamado Omatikaya. (Porque los clanes Na'vi en Pandora son muchos, otro de los cuales brilla en el segundo film.) El problema es que, según la investigación prospectiva de los invasores, el árbol gigante se yergue por encima de un enorme yacimiento mineral que la RDA codicia.
Por supuesto que la idea del planeta pensante no es original de Cameron. Ya había sido insinuada por otros relatos del género de ciencia ficción, particularmente la novela Solaris de Stanislaw Lem (1961) y la adaptación al cine de la misma que llevó adelante el genial Andrei Tarkovsky en el '72. Pero eso no me molesta. A esta altura del desarrollo de la cultura humana, no es sensato esperar de ninguna obra de arte que sea original en un ciento por ciento. Más bien es cuestión de la selección de ingredientes y de la proporción adecuada, como un buen cóctel.
A fin de cuentas, si rastreásemos la génesis de la idea del planeta pensante deberíamos dejar atrás a Lem y aceptar que es una hipérbole: una simple exageración, a partir de las características de nuestra Tierra. Cuyas formas de vida también están ligadas en un ciclo que depende de un balance, que hoy está francamente en peligro. Durante milenios, el fenómeno de la vida interactuó con las características materiales de la Tierra de forma equilibrada: bebimos de sus aguas, respiramos de su atmósfera, comimos de su suelo. Este otro balance también está amenazado. El mejor argumento para descreer de la Tierra como entidad pensante podría ser que, si en verdad fuese inteligente, ya se habría liberado de la clase de peste que somos y del daño que parece ser nuestra especialidad.
Nadie discute que las Avatar son antes que nada entretenimiento en estado puro, un gran espectáculo. Cameron es uno de los grandes showmen del cine actual. Estoy hablando del autor de Terminator, Aliens y Titanic, cuyo precepto rector parecería ser: antes muerto que aburrido. Pero al mismo tiempo es un señor que entiende que el espectáculo puede ser un maravilloso vehículo para las ideas, y por eso aprovecha para comunicarlas.
A juzgar por sus films más personales, Cameron tiene al menos un par de obsesiones sobre las que machaca cada vez que puede. La primera: si la especie humana sigue así, consumiendo desaforadamente y sin evaluar las consecuencias de esa compulsión, nos vamos a ir a la mierda. Eso es lo que viene diciendo desde Terminator y Terminator 2: el juicio final. Deberíamos revisar ambas películas, en estos días en los que la Inteligencia Artificial está más cerca que nunca de convertirse en una amenaza para la especie toda. (A la hora de dispararnos en los pies somos unos genios, hay que admitirlo. No contentos con explotar la Tierra hasta llevarla al filo de una catástrofe ambiental, nos ocupamos de crear máquinas dispuestas a eliminarnos si la Tierra no arrasa con nosotros primero. Otra que win win: lose lose!) Y ni hablar de las escenas pesadillescas donde una explosión lo achicharra todo, incluyendo los juegos de una plaza y a sus pequeños jugadores. El ejército israelí viene recreándolas en Gaza desde hace meses.
La segunda obsesión de Cameron, que las películas de Avatar despliegan generosamente, es esta: si todavía existe una oportunidad para nuestra especie, depende de enfocar la mirada en la vida natural y aprender de sus mecanismos pero para respetarlos y emularlos, en vez de cagarse en ellos como venimos haciendo. Cameron es un tipo que ama la naturaleza, vive en Nueva Zelanda desde el 2020, donde se montó un lugar para trabajar que le permite estar en el mar o las montañas en cuestión de minutos. En 2011, la revista National Geographic lo distinguió como uno de sus exploradores eméritos. En 2012 bajó en un mini-submarino llamado Deepsea Challenger hasta lo más profundo de la Fosa de las Marianas, el primer hombre en hacerlo a solas.
Si hay algo que enloquece a Cameron casi tanto como el cine, es el agua y su relación con ella. Juraría que en más de una ocasión debe haber decidido sus proyectos a partir de la oportunidad que ofrecían de trabajar en el mar. Cameron es el tipo que filmó El abismo (1989), Titanic (1997) y esta segunda Avatar, para la cual ayudó a desarrollar una técnica que permite filmar captura de movimientos submarinos. Se me hace que, el día que alguien encare su biografía definitiva, si le pone de subtítulo El camino del agua —como la segunda Avatar—, Cameron se pondría chocho.
Sin perder de vista el imperativo del espectáculo, Cameron tampoco retacea ideas políticas. Estamos hablando de un canadiense que aplicó en 2004 para obtener la ciudadanía estadounidense, pero retiró la solicitud cuando ganó las elecciones George W. Bush. Avatar no escatima críticas a la codicia corporativa y a la mentalidad belicista que está por detrás de toda vocación imperial. Y tampoco rehuye lo que conlleva esa crítica, porque en este mundo decís "codicia corporativa, mentalidad belicista, vocación imperial" y lo que viene a tu cabeza al toque es el nombre de un país concreto. Cuando se estrenó Avatar, el predicador Ronald D. Moore dijo en The Christian Post —un medio conservador, como imaginarán— que "para conseguir que en un cine lleno de Kentucky la gente se ponga de pie y aplauda la derrota de su país en una guerra, los efectos especiales tienen que ser muy buenos". Lo son, en efecto. Pero si la sala llena de Kentucky se puso de pie fue, esencialmente, porque Cameron es un buen narrador.
Así como presenta al director de la empresa minera y a su jefe de seguridad como villanos sin atenuantes, Cameron dota a los Na'vi de rasgos que también conllevan carga política. Para empezar, son un eco inequívoco de los pueblos originarios de América del Norte, una tribu del siglo XVIII trasladada a una peli de ciencia ficción. Por algo eligió para dar voz al jefe del clan al actor Wes Studi, que es de sangre cherokee e interpretó al sanguinario Magua en El último de los mohicanos (1992) de Michael Mann. El lenguaje Na'vi, creado por el doctor en lingüística Paul Frommer a partir de input de Cameron, privilegia sucesiones vocales propias del polinesio y el swahili y suena totalmente creíble como un idioma nativo. De algún modo, Avatar podría ser definida como un nretsew, o sea un western al revés, porque a excepción de un puñado de carapálidas, acá los buenos son los indios y los soretes son la mayoría de los cowboys.
Los Na'vi se agrupan en clanes o comunidades donde el poder es más bien difuso. Las autoridades a las que se apela en caso de necesidad son siempre dos, las de un jefe terrenal y una jefa espiritual. Por extensión, las tareas se distribuyen de manera también igualitaria en materia de géneros: Neytiri (Zoe Saldana), la primera Na'vi a quien Sully conoce en uso de su avatar, es una soberbia cazadora y guerrera. De hecho, la deidad a la que responden es una diosa, Eywa. Cameron dramatiza la posibilidad de comunicarse con ella, como fuente de toda energía vital, de manera gráfica. Las colas leoninas de los Na'vi funcionan como un enchufe eléctrico, que tanto les permite entrar en la red divina como habilita la comunicación con los animales de los que se valen para cabalgar o volar. Y como toda comunicación que se precie, esta es de doble vía, de ida y vuelta. Los jinetes Na'vi no necesitan más que pensar su comando para que las montas obedezcan, pero al mismo tiempo sienten lo que el animal está sintiendo. No es un mecanismo que habilite el poder ciego: si pretendés algo de otra criatura, no podés soslayar aquello que tu deseo le está haciendo sentir.
Podría sintetizar, diciendo que los Na'vi son una comunidad utópica, digna de la Arcadia, perfectamente integrada a un planeta idílico, una suerte de Edén salvaje como en teoría lo fue el legendario, antes de la Caída del Hombre. En este caso, lo que marca la expulsión del reino de la gracia es la Caída del Hombre Literal en Pandora. Tenés bocha de Adanes y Evas en el Paraíso, hasta que se entromete la serpiente humana y lo pudre todo.
Lo significativo, aquí, es lo que hacen los Na'vi cuando comprenden que el conquistador no se va a contentar con un par de excavaciones, que quiere de Pandora todo lo que esa luna pueda darle y que no le importa hacerla mierda en el proceso. También cabe destacar que no lo comprenden cuando la doctora Augustine y Sully se lo explican, no señor: se resisten a creerles. Lo cual tiene su lógica, al menos al comienzo: ¿por qué deberían hacerles caso, cuando tanto la doctora como Jake forman parte de la casta de los invasores? Los Na'vi reaccionan recién cuando los soldados al servicio de la RDA (que no es la República Democrática Alemana, ojo, sino el mencionado ministerio de Explotación Galáctica) se cansan de jugar a la diplomacia y detonan una suerte de holocausto ambiental. Ahí sí que se despabilan: cuando ya no pueden ignorar la destrucción que tienen ante sí, cuando la devastación se carga a la naturaleza que es su sustento, cuando los dejan sin hogar, cuando la violencia muerde sus cuerpos.
¿Se va entendiendo para qué lado disparaba Cristina cuando dijo Avatar?
Avatares criollos
Cameron es el primero en tener claro que Avatar califica como lo que en casa llamamos cine pochoclo: tiene todo lo que hay que tener para que uno pase dos horas y pico con los ojos como platos, descubriendo un mundo nuevo, cinchando por los buenos, sufriendo ocasionalmente y vivando al final, descajetado por la sobredosis de azúcar. Pero también tiene claro que, a través de la narrativa de género y del gran espectáculo, es posible comunicar ideas piolas. Y eso es lo que hace en la saga de Avatar, a full: crea conciencia ambiental, alerta sobre las corporaciones y la tecnología usada para la destrucción y se pone del lado de los pueblos que eligen vivir en comunión con la naturaleza, en oposición a aquellos que consumen compulsivamente, acumulan pelotudeces y se arman hasta los dientes.
Por eso Avatar resulta relevante incluso acá, culis mundi. Y su relevancia se magnifica en la ausencia de referentes locales. Ya sé que no estamos en condiciones de generar una mega-producción como Avatar, pero en las últimas décadas estuvimos en maravillosas condiciones de generar gran espectáculo popular con ideas piolas. Imaginen una historia de amor con el trasfondo del bombardeo de Plaza de Mayo. Imaginen una relectura local de El padrino, a partir de un personaje símil Franco Macri. Imaginen una de terror durante los '70, con un vampiro que se mosquea con los milicos porque lo dejan sin la sangre joven de la que dependía. Pudimos hacer cosas como esas, por lo menos hasta el año 2015. No las hicimos, y perdimos una oportunidad histórica. Fue genial que todo el mundo pudiese llevar a cabo su película, su obra, su disco. Lástima que faltaron más obras con ambición de pochoclo e ideas piolas, porque esas son las que moldean la conciencia popular, como Hollywood lo supo siempre — y Perón y Eva lo tuvieron clarísimo, en su momento. La historia que el pueblo hace suya es aquella que le contaron de la manera más elocuente, y eso nos faltó. Que el cineasta más popular de las últimas décadas sea Campanella dice mucho sobre los espacios que no quisimos o supimos ocupar.
Y eso sigue siendo importante aún ahora, o quizás ahora más que nunca, aunque parezca que vivimos bajo el imperio de Tik Tok. Porque si bien Tik Tok y las redes generan los relatos que hoy rinden, estos crean realidad, sí, pero de corto aliento. La perspectiva grande, el escenario sobre el cual el pueblo se decide a interpretar su historia —quiénes somos, qué pretendemos, a quiénes nos enfrentamos— sigue siendo patrimonio de gran relato audiovisual, del cine y de las series. Que son las que nos cuentan, o deberían contarnos, lo esencial, aunque más no fuese en términos metafóricos. La gran gesta del pueblo argentino del '45 en adelante está llena de episodios que nunca han sido contados con la debida pasión pochoclera, de generar relatos que el gran público encuentre irresistibles. Un yacimiento de material creativo, que —¡inexplicablemente!— sigue sin ser aprovechado.
Pero volvamos a Avatar, y al sábado 27, y al discurso de Cristina. Lo que dijo entonces, durante un pasaje donde se dirigía al actual ocupante de la Rosada, fue: "Quiero que sepa, Presidente, que si quieren convertir de vuelta a la Argentina en un país donde se extraigan todas sus riquezas, donde no haya industrias, donde quieran imponernos una suerte de eliminación de toda la clase media... Bueno, mire: ahí me voy a declarar avatar".
Más claro imposible, ¿no? Porque no existe mucha diferencia entre los designios de la RDA sobre Pandora y la entrega de la Argentina que este Presidente pretende habilitar. El objetivo es el mismo: desangrar al país hasta la última gota, en términos económicos y de recursos naturales, mostrando olímpica indiferencia por el destino de los nativos. (Que vendríamos a ser nosotros, les aviso para que se hagan cargo. Hay muchos que siguen resistiéndose a asumir que, en esta historia grande, al pueblo argentino le toca desempeñar el rol del indio.)
Pero Cristina dijo algo más, que seguramente desconcertó a la mayoría de los que la escuchábamos. (Incluyéndome, como ya dije, porque todavía no había visto la segunda peli.) Después de afirmar que si pretendían arrasar con nuestra soberanía como nación se declararía avatar, agregó: "De color celeste y azul, hombres y mujeres de color celeste y azul". ¿A qué se refería? Esta es mi interpretación, al menos.
En la primera de las Avatar, los protagonistas son los Na'vi del clan Omatikaya, que como conté son más bien azules. Pero en Avatar: el camino del agua, Sully y su familia se alejan de las tierras del clan, para que la nueva oleada de invasores no los busque allí y agreda a su gente. En el marco de esa fuga, piden momentáneo asilo a otro clan, el Metkayina, que vive prácticamente en simbiosis con el mar, y cuya piel es... celeste.
A los Metkayina no les causa gracia la cosa, porque para preservar a su clan originario Sully los pone en peligro a ellos, ya que los soldados de la RDA les pisan los talones. Y por un rato se imponen las diferencias entre clanes, que son tanto físicas —además del color, los Metkayina tienen antebrazos anchos, a medio camino entre la mano y la aleta— como políticas. Dar santuario a los Sully del clan Omatikaya parece estar en contra del interés del clan Metkayina. Hasta que finalmente el clan celeste comprende que el enemigo es común, y que los soldados de la RDA no vienen tan sólo por Sully & Co.: vienen decididos a cargarse a todos los nativos —¡sean del color que sean!— que interfieran con la explotación por el simple hecho de defender su lugar, su sustento, su forma de vida.
Los que somos del clan Omatikaya (hablo metafóricamente, obvio: yo no soy azul, soy negro) sabemos que no podemos solos. Y que necesitamos del clan celeste desde hace rato, para hacer frente al adversario común. El tema es que el clan celeste parece más preocupado en diferenciarse de nosotros, el clan al que los invasores le hicieron mala fama, que en proteger a su pueblo. Y por eso viene haciéndole el caldo gordo a los ex marines. Tal vez ahora, que el invasor vive haciendo gestos de desprecio concreto al clan celeste, entiendan que si no adoptan una actitud defensiva y se asocian con los que están en la misma, se los van a cargar a ellos también. (¿Cuánta gente del clan celeste habrá en el Senado? Porque en las calles hay multitud, como lo demostró la marcha en favor de la universidad pública.)
Cristina partió de Avatar, mezcló azules con celestes y los asimiló a uno de nuestros símbolos más entrañables: "...Hombres y mujeres de color celeste y azul como la bandera". Y remató: "Para defender a la patria. A nosotros, de colonia otra vez, no. Avatares. Otra vez, no. De colonia, otra vez no".
Esto es lo que me sugieren sus palabras, de lo cual por supuesto no puede hacerse cargo a Cristina.
Si vienen por nuestras tierras, por nuestros recursos naturales, por las empresas e industrias, por la ciencia argentina, por nuestra cultura, por la información pública, por los clubes de fútbol, por la salud y la educación pública y por el sustento de nuestras familias, no nos queda otra que organizarnos para defenderlas. Deberíamos convertirnos en sucedáneos criollos de los Na'vi. Hombres y mujeres. Azules y celestes. Aunque sea con arcos y flechas y en pelotas, como decía San Martín. Tenemos que dar vuelta este western, antes de que los cowboys nos caguen a tiros y se queden con todo. Porque esta vez los conquistadores se la están jugando entera, tienen la apasionada intensidad de los peores de la que habla Yeats en un poema. ¿Vamos a seguir mostrando falta de convicción? ¿Vamos a seguir enfrascados en la individual, en vez de asociarnos con los que están en la misma que nosotros? ¿Vamos a esperar a que los invasores produzcan una catástrofe irreversible para reaccionar, o prestaremos atención al todavía alentador mensaje de alarma, más allá de la identidad del mensajero o mensajera?
La vida es un fenómeno complejo que a veces se dirime en el más simple de los escenarios. Por eso mismo, no es que esta circunstancia se parezca a tal o cual película. Son las películas las que destilan nuestros dilemas, a través de la carnalidad de una historia.
Si todavía no me creen, les dejo una última perlita. ¿Saben cómo le dicen los Na'vi a los invasores humanos, durante toda la saga?
Los llaman "la Gente del Cielo".
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