PANDEMONIUM
La cárcel es una bomba de tiempo pronta a estallar
Violencia y superpoblación
La violencia carcelaria –siempre latente— tiene muchos factores que escapan a este artículo. Uno de ellos, tal vez el más importante a destacar en este contexto de emergencia sanitaria, es la sobrepoblación y sus consecuencias directas: el hacinamiento; la escasa y mala alimentación; la disminución de las actividades laborales y recreativas; el deterioro de la educación; la pérdida del derecho a la intimidad y el pudor; y, desde ya, la merma de la salud. La sobrepoblación ha desbordado la capacidad de alojamiento y transformado a los espacios de encierro en lugares inhumanos. Y cuando decimos “inhumanos” no estamos haciendo literatura o propinando golpes bajos al lector, sino dando cuenta de uno de sus rasgos centrales: la capacidad para despojar de las condiciones de humanidad a los individuos allí concentrados.
La sobrepoblación no es un dato coyuntural sino estructural, de larga duración, vinculado a las tendencias punitivistas que vienen por abajo y arriba, y que tienen que ver, a grandes rasgos, con el aumento de las demandas ostentosas y emotivas de sanciones ejemplares por parte de la vecinocracia; con el desplazamiento de los expertos por parte de la víctimas y sus victimólogos (periodistas estrellas); con la declaración de sucesivas emergencias securitarias y la creciente disposición de policías en el espacio público; con la verba demagógica de funcionarios que aportan incentivos políticos para la detención de personas; con la sanción de determinadas leyes que aumentan el tiempo de la pena y restringen la posibilidad de salidas anticipadas (artículo 30 de la Ley 27.375 que modifica la Ley 24.660); con el uso sistemático de la prisión preventiva, entre otras. Hoy en día la tasa de encarcelamiento en la Argentina es una de las más altas de la región: 213 personas detenidas cada 100.000 habitantes.
El Otro absoluto
En las condiciones actuales en las que viven los internos, las indicaciones que establece el gobierno nacional para evitar el contagio son muy difíciles de aplicar, si no imposibles.
Esto no es una mera especulación. Los que venimos investigando o militando en la cárcel, conocemos sus prácticas y sabemos que las mismas no se van a resetear de un día para el otro, por buenas intenciones que tengan los principales funcionarios. La pandemia se tramitará con las prácticas aprendidas, que condicionan la vida cotidiana de sus habitantes. Por eso tenemos sospechas fundadas para estar alertas por lo que pueda suceder al interior de las cárceles.
En realidad no se nos escapa que a muy pocos les interesa lo que sucede adentro de las cárceles. Si tenemos dificultades para ponernos en el lugar del otro, para pensar con el otro, cuando el otro es además un preso, menos chances tendrá de ser tenido en cuenta. Como dice otro refrán: “Que se pudran en la cárcel”. El preso es el Otro absoluto, la metáfora del extraño ilegible, aquello que no puede ser sentido porque tampoco cabe siquiera ser pensado. Justamente, por el solo hecho de ser inimaginado, se lo puede esconder fácilmente debajo de la alfombra.
Se sabe, y para decirlo con otro cliché del hombre común y corriente, la cárcel es “el último orejón del tarro”. Y más allá de que el sostenimiento del sistema carcelario insuma unos cuantos millones de pesos mensuales, a pocos les importará cómo se distribuye lo que anualmente se presupuesta y a pocos también les interesará constatar efectivamente si aquello se concreta o no en una realidad, es decir, si la alimentación llega donde tiene que llegar, en la calidad y cantidad convenida. Las cárceles son uno de los mejores negocios para cualquiera que tenga contactos con el funcionariado de turno para ofrecer los servicios de catering. Alimentar a más de 50.000 presos un par de veces cada día, no debe costar barato y debe ser un gran negocio. Tampoco comprar los enseres básicos para la limpieza de los internos y los espacios, o los insumos para equipar las salas de primeros auxilios. Las empresas proveedoras del Estado lo hacen de forma exclusiva, de modo que la valorización está asegurada de antemano.
Según una encuesta realizada por la Asociación de Familiares de Detenidos (ACIFaD), la comida no llega o llega como no debería llegar. Históricamente parte de ella se perdía en el camino y otra llegaba en malas condiciones, sobre todo cuando se trata de las proteínas que prometen las carnes. De modo que casi la mitad de la población se niega a comer la comida provista por los penitenciarios. Escuchemos algunos testimonios: “No como porque viene en estado de descomposición”; “No como porque son puro huesos”; “Porque ni los chanchos comerían, es incomible”; “Porque son huesos en mal estado y hay que hervir horas para sacarle el olor”. Y lo mismo sucede con los elementos para la higiene (jabón, lavandina, escobas, guantes, secador de piso, cloro) que provee el Servicio: el 92% de los encuestados manifestó que son insuficientes para todo el pabellón. Por eso, la pregunta de rigor sigue siendo la misma: ¿Quién controla, entonces, el destino efectivo de la ejecución del presupuesto? Más aún, después de tanto desmadre: ¿quién controla a los controladores?
Si la alimentación no llega, eso quiere decir que tanto la comida, como el abrigo, el vestuario y los enseres para la limpieza corren por cuenta de las familias de cada interno. La visita no sólo es importante porque aporta los afectos necesarios para transitar en encierro, sino los recursos necesarios para pasar los días allí dentro. Se dará cuenta el lector de la angustia de los internos, que no solo están lejos de sus seres queridos sino de los recursos que estos proveen. Gran problema entonces: porque si las visitas están restringidas hoy día, la pregunta de rigor es la siguiente: ¿qué sucederá? ¿Quién proveerá esos recursos?
La luz de alarma
No estamos exagerando. No es casual que el gobierno de la provincia de Buenos Aires, donde se concentra la mayor población encarcelada del país, haya encendido rápidamente una luz de alarma. Y lo hizo aún antes de los motines en las cárceles de Coronda y Las Flores, incluso de los primeros reclamos que llegaron desde las Unidades de Batán y Florencio Varela. Pero la habitual inercia que caracteriza al Poder Ejecutivo –a pesar del compromiso de muchos de los nuevos funcionarios— choca con la modorra que define al Poder Judicial. Encima el habitual clasismo que caracteriza a los operadores judiciales se lleva muy bien con el resentimiento popular de los penitenciarios y la falta de audacia de algunos otros funcionarios, sobre todo de los fiscales y su procurador general. No bastan las buenas intenciones para evitar el estallido en las unidades. La voluntad política tiene que transformarse en medidas urgentes y efectivas muy concretas, porque está visto que los operadores judiciales viven en otro planeta.
Pero los penitenciarios saben de memoria que la cárcel es una bomba de tiempo, aunque en estas condiciones, con la presión que le agrega la pandemia, el tiempo de descuento puede ya haber empezado a correr. Una bomba que les estallará a ellos encima, con una onda expansiva que esta vez alcanzará a unos cuantos otros actores.
Hace rato que los penitenciarios delegaron el gobierno de los pabellones en los propios internos. No es algo nuevo, hay mucha bibliografía al respecto. Pero una cosa es la gestión de la seguridad interna y otra muy distinta la salud de los mismos. Los penitenciarios saben que los presos no pueden administrar las condiciones de salud y ellos tampoco tienen ni los recursos, ni la infraestructura, y muchas veces tampoco las ganas. Más ahora, cuando el Covid-19 acecha y, como decía Michel Serres, el hombre se vuelve parásito del hombre.
El espejo de la sociedad
La cárcel es un espejo de la sociedad: “Decime cómo es tu cárcel y te diré en qué sociedad vivís”. De allí que en este país la cárcel sea un espejo prohibido, y que las sociedades y sus gobernantes quieran esconderlo muy bien, porque saben que la imagen que saldrá de allí estará demasiado lejos de las representaciones que se han hecho de sí mismos.
Puede que esa imagen que proyecta la sociedad sobre la cárcel pueda esconderse, pero nadie puede saltar fuera de su sombra. Donde vaya la sociedad su sombra la acompañará. Y cuanto más se la oculte más se notará la oscuridad, más nítida será la sombra que la cárcel proyecta sobre la sociedad. Porque si finalmente corremos el velo veremos a una sociedad indolente, con desconfianza, resentida, que hizo de la venganza la manera de poner los problemas en el ojo ajeno. Pero basta un motín para saber lo que sucede adentro. Basta otro motín para que las cárceles pongan en jaque a los funcionarios y los despabilen un poco.
Esta pandemia, que suele ser tramitada por algunos dirigentes con la jerga castrense, tendrá consecuencias laterales. La cárcel será vista como un daño colateral. Pandemónium carceris: La cárcel va camino a convertirse en un panteón donde pueden desatarse todos los demonios, en el infierno en la tierra.
Para evitar el contagio veloz al interior de la cárcel se impone dar una respuesta que implica liberar a la población que no está en riesgo sanitario, en general jóvenes detenidos por delitos menores de drogas y contra la propiedad, así como también a las mujeres con niños y niñas a cargo. Esto liberaría lugar y recursos para atender a los mayores y a los que más tiempo tienen que estar en prisión.
Ya se conocieron muchas propuestas, algunas de ellas fueron elaboradas por el equipo de investigadores de la UNPAZ coordinado por Iñaki Anitua y Ana Clara Piechestein y publicado en la revista Bordes. También el CELS llevo tres propuestas muy concretas a las mesas de trabajo que se han creado,
Dudamos que los magistrados estén a la altura de semejante desafío, cautivos como están de una razón cínica que provee los criterios que en gran parte explican cómo llegamos a estas circunstancias de sobrepoblación. Por eso, apostamos para que la descarcelación sea llevada a cabo por las instancias ejecutivas a través de decretos.
Un interrogante que subsistirá a la pandemia, mal que le pese a la sociedad indolente y a aquellos dirigentes que querrían que todos nos olvidásemos de ella como siempre: ¿es la cárcel una forma humanitaria para tramitar el castigo? ¿Acaso no habrá llegado el momento de imaginar otras formas de gestionar los reproches sociales? Y que conste que no hablamos de las habituales medidas alternativas a la prisión sino también de otras formas de procesar los conflictos sociales, sea a través de la amigable composición como de las políticas del perdón. Por supuesto que esas formas de tramitación y reparación exigirán otra gimnasia a las víctimas. Pero tampoco estamos en el grado cero, y para ejemplo basta con nombrar a las “Víctimas por la paz”. Ya volveremos en otra ocasión sobre esta organización local, porque semejante experiencia requiere un artículo propio.
Acaso lo que decimos parezca ciencia ficción, como hasta ayer nomás lo era una enfermedad que iba a azotar todo el planeta. No somos ingenuos, pero tampoco escépticos. Tal vez haya llegado el momento de buscar por el lado de las vergüenzas reintegrativas de las que nos habla John Braithwaite o los diálogos componedores que proponía Louk Hulman para encarar las situaciones problemáticas. Semejantes tareas implicarán no solo otras formas de reproche sino imaginar otra arena para las contradicciones sociales, porque está visto que el Poder Judicial no suele ser muy permeable a las convulsiones y los cambios sociales, y además suele ser muy celoso a la hora de defender sus privilegios.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos.
La viñeta que acompaña la nota fue realizada especialmente por el artista Augusto “Falopapas” Turallas.
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