1.
Hay palabras que están malditas, que nos llegan cargadas de sentido, que no podemos desactivar. Somos objeto de retóricas que no siempre pueden controlarse, que hablan por nosotros, que nos hacen decir cosas que no sentimos ni queremos, que no siempre elegimos. Ya lo dijo Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
En sociedades como las nuestras, vertebradas a través de los mass media, solemos ser hablados por jergas que se nos imponen como una verdad irrefutable. Las categorías no son inocentes, están cargadas de ideología y sirven para hacer ver o no ver determinados problemas.
Una de ellas es la “seguridad” y la otra “prevención”. Juntas son un combo imbatible. En efecto, la “seguridad preventiva” se ha convertido en una contraseña social que organiza las maneras de estar en el barrio o circular por la ciudad. A través de esta categoría se nos cuelan propuestas que suelen poner las cosas en lugares cada vez más difíciles para luego encarar lo que se quiere resolver apelando a esas palabras. Más aún en la Argentina, donde tenemos una concepción policialista de la seguridad. Porque en este país, en términos generales, seguridad es igual a policía. Cuando alguien se siente inseguro no está reclamando más trabajo digno, clubes o espacios juveniles equipados, sino más policías en las esquinas, más móviles patrullando el barrio, más armas, más cámaras de vigilancia, más botones antipánico.
Hablar los problemas del barrio a través de la “seguridad preventiva” implica encuadrar y procesar los problemas apelando al policiamiento. Los problemas sociales se vuelven problemas policiales, que pueden enfrentarse apelando a los agentes policiales, con más facultades discrecionales, participando a los vecinos alertas en el mapeo de las transgresiones, con patrullamientos intensivos a determinadas horas del día o la semana, y con un sistema de comunicación que permita intervenir en cualquier momento allí donde se lo requiera. Las palabras insisten, machacan, quieren imponer sus razones que, dicho sea de paso, llegan en cadena. Porque un problema policial acabará transformándose, tarde o temprano, en un problema judicial. El policiamiento se completa y estira con la judicialización del conflicto.
2.
Alguna vez el criminólogo holandés Louk Hulsman sugirió que no debíamos hablar de “delito”. Por lo menos si se busca desarmar un conflicto, agonizarlo. La categoría “delito” es una definición política cargada de connotaciones morales que aventura juicio previo aún antes de que llegue la sentencia. Una sentencia que está predeterminada en las palabras que usamos para nombrar el problema. Hulsman proponía, por el contrario, hablar de “situaciones problemáticas”, le parecía que esa manera de nombrar un conflicto no predisponía a los actores involucrados a tramitar los reproches con las recetas sugeridas por el sistema penal, a estar más abiertos y ser más imaginativos a la hora de buscar soluciones creativas que evitasen la institucionalización del actor en cuestión que –y lo sabemos de memoria también– terminan recreando las condiciones para se reproduzcan los mismos conflictos.
Y lo mismo podemos decir con las palabras “seguridad preventiva”, una categoría que nos vincula a las policías, que nos invita a creer que los conflictos se atajan con más policías en la calle. No digo que esto no sea así, que la policía sea un actor completamente ajeno. Pero está visto que se trata de problemas que le quedan cada vez más grandes a la policía. Peor aún, en algunos casos, las intervenciones policiales, lejos de ponerle paños fríos a las cosas pueden contribuir a escalar los conflictos a los extremos, a echar leña al fuego. Sobre todo cuando las situaciones referenciadas como problemáticas involucran a jóvenes o grupos de jóvenes que suelen tomarse las cosas demasiado en serio porque en la resistencia o aguante a la policía se juega gran parte de las identidades juveniles, la cultura de la dureza y el aguante.
Se ha dicho que cuando la única herramienta que tenemos en el cajón es un martillo, todos los problemas se parecen a un clavo. Por el contrario, si además del martillo tenemos una pinza, un destornillador, un serrucho, una tenaza o un alicate entonces no vamos a empecinarnos en pegar martillazos cuando tengamos un tornillo o queramos cortar una madera. Cuantos más utillajes tengamos en nuestro cajón de herramientas, más preguntas vamos a tener para formularnos frente a realidades diversas cada vez más complejas. El martillo aplana la realidad, nos devuelve a un cotidiano sin densidad, sin pliegues. Quiero decir, hay que invertir tiempo y dinero en enseñarle a la ciudadanía que además del martillo existen otras herramientas, que problemas complejos requieren respuestas también complejas o, dicho de otra manera: problema multifactoriales requieren respuestas multiagenciales, y que esas respuestas necesitan tiempo y a veces mucho tiempo, mal que le pese al periodismo televisivo que hizo de la velocidad una manera de comunicar sin saber.
La tentación de recurrir a la “seguridad preventiva” está vinculada a la pereza teórica de muchos funcionarios apremiados por la urgencia que plantean los conflictos en tiempos electorales. Más aún cuando –y como ya hemos dicho varias veces en El Cohete a la Luna– la seguridad se ha convertido en la vidriera de la política y resulta imposible contar con tiempos largos para encarar procesos de reformas. Ante la imposibilidad de componer acuerdos entre las distintas fuerzas políticas que le permitan a la gestión de turno contar con la duración necesaria que sustente las políticas públicas, los funcionarios suelen dedicarse al bacheo electoral para calmar la ansiedad de los vecinos. Lo cual no es un tema menor, porque está comprobado también que la indignación vecinal avivada por las oposiciones –a las que no se les suele caer una idea– suele licuar la imagen de los funcionarios. Así las cosas, los funcionarios locales apuestan al habitual cotillón policial que les permita llegar a las próximas elecciones, pateando una vez más con ello los problemas para más adelante.
3.
La Subsecretaría de Formación y Desarrollo Profesional del Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires ha desarrollado el Programa de Asistencia Técnica en Prevención del delito y Transformación de las Violencias. El desafío apunta a la construcción y fortalecimiento de la comunidad organizada. Para ello se promueve una intervención territorial, a través de una gestión local que articule a los distintos actores sociales e institucionales. No sólo busca recomponer la confianza entre las instituciones y la sociedad civil, sino promover la vida comunitaria. En nuestra próxima nota nos detendremos especialmente en este programa que está pensado para intervenir en aquellos territorios donde la circulación de violencia empieza a ser muy importante. Por ahora sólo queremos destacar las palabras que se utilizan para encuadrar y tramitar los problemas.
En efecto, la palabra clave que encuentra a los distintos actores no es la “seguridad” sino el “vivir bien”. Y me quiero detener en esta categoría que, mirada a la distancia parece una exageración, pero si se mira de cerca, con la intensidad de los conflictos, nos damos cuenta que busca poner las cosas en otro lugar, con otro tiempo. Porque “vivir bien” no implica solamente que pase un patrullero cada media hora o que se haga presente cuando se reclama su presencia porque los pibes se están peleando o haciendo mucho ruido, sino que los jóvenes tengan un espacio donde puedan reunirse según sus propios términos.
Tareas que involucra también a los vecinos y sobre todo a las organizaciones e instituciones del lugar. Si los jóvenes están en la esquina no es porque les gusta la intemperie sino porque no tienen otro espacio para reunirse. La creación y financiamiento de espacios de encuentro, sean casas juveniles o clubes de barrio, puede ser una manera de relajar las tensiones entre las distintas generaciones. Por supuesto que no se trata de compartimentar a los jóvenes para que los adultos se queden seguros en sus hogares sino hacer de esos espacios un puente entre las distintas generaciones. Durante mucho tiempo estos espacios los ocuparon las escuelas, pero está visto que estos establecimientos desencuentran a las generaciones y alimentan las tensiones. Tener un equipo de futbol infantil o juvenil implica movilizar a los padres para conseguir los recursos necesarios que financien no sólo el entrenamiento sino la gira del equipo por la ciudad o la provincia. Alrededor de esa experiencia se van recomponiendo lazos y tejiendo nuevas confianzas que ponen las relaciones cotidianas en el barrio en otro lugar. Este tipo de experiencias pueden ser el mejor pretexto para recomponer diálogos y, a partir de las confianzas que se recompongan con ellos, abordar otros malentendidos. Por supuesto que no solamente hablamos de fútbol, básquet, vóley o boxeo. También puede ser una sala de ensayo y grabación de música para que los jóvenes puedan experimentar sus ideas, o una isla de edición multimedio, una radio, un taller de reparación de motos o bicicletas, de tatuaje, una escuela de equitación o gastronomía, el autocultivo de cannabis medicinal, etc.
Las actividades pueden cambiar de un barrio a otro y dependerá de las expectativas de los y las jóvenes del barrio que se trabajen con elles. No se trata de entretener a les jóvenes con actividades extra escolares para sacarlos de la calle sino de escuchar y trabajar con sus intereses, los que habrá que abordar con creatividad y presupuesto. Hay que jerarquizar a estos actores, que se sientan importantes, pues existen y son importantes. Si los residentes viven en barrios que se parecen a una “raviolera” y la escuela emplazada en ellos es lo más parecido a “una caja de zapatos”, lo más probable es que los jóvenes sigan experimentando con indignidad esas actividades e instalaciones. Cuando Perón hacía las famosas casas chalet de los barrios obreros o PIN, los techos eran de teja y el piso de parquet. El mejor piso estaba en el suelo de estas familias. No eran ciudadanos de segunda. Más aún, la escuela no estaba en el barrio sino fuera de ellos. Hacer una escuela en el propio barrio contribuye a encerrar a los jóvenes y fomentar broncas y picas con otros jóvenes de otras escuelas, es decir que viven en otros barrios. Distinto era el caso de los clubes y bibliotecas populares, que se hacían o se colaboraba para que se levantaran en cada barrio. Esas imágenes son una metáfora, pero pueden ser buenas guías para los funcionarios.
4.
No queremos endosar la inseguridad a la obra pública y tampoco transformarla en un problema literario. Por cierto… no reniego de la literatura. Sabido es que los escritores y poetas quieren ir donde las palabras no han estado nunca. De modo que podemos expandir nuestro lenguaje apelando a la literatura. El problema es el discurso televisivo de hoy día, una máquina de aplanar, banalizar y simplificar todo lo que nombra. El problema son los funcionarios y referentes de la oposición enamorados de sí mismos, que invierten mucho tiempo y lobby para estar en la tele, para adecuarse a la imagen que la televisión tiene y muestra de ellos. Una imagen que los enorgullece y envalentona, que quieren transformar en una fórmula y consigna electoral.
Más allá de eso, las palabras que se utilizan para nombrar los problemas forman parte del problema porque nos encierran en torno a lugares comunes que se han ido componiendo en torno a determinados conflictos, que luego trasponemos para procesar otros conflictos a los que queremos hacer frente. Sentidos comunes que resultan difíciles de desactivar, sobre todo cuando el periodismo en general ha hecho de ellos una muletilla y se aferra a ellos para masajear los temores de sus audiencias, para satisfacer las ansiedades de sus hinchadas cautivas que reclaman la cuota diaria de locura urbana.
Al hablar de “vivir bien” o “tranquilidad” no pretendemos ensayar tampoco un giro naif para las cosas. Al contrario: buscamos complejizarlas, queremos leer un problema al lado de otros problemas, reconociendo los pliegues que existen en cualquier suelo movedizo. Porque el terraplanismo de algunos funcionarios, en tándem con el negacionismo de muchos periodistas, suele estar hecho de urgencias y mucha ignorancia. Reponer la complejidad exige, además de recursos, paciencia. La paciencia que se necesita para dialogar entre distintos actores que tienen diferentes vivencias sobre esos mismos problemas y diferentes expectativas de las instituciones que intervienen o pueden intervenir. La paciencia que se necesita, además, para recomponer confianzas entre todos los actores y las instituciones que entrarán en juego. No hay respuestas urgentes. Hay que parar la pelota y mirar para los costados. Una intervención que tenga la capacidad de constelar los distintos problemas necesita tiempos largos. Implica sortear las coyunturas electorales, dejar de reclamar el cotillón policial de rigor.
Está en juego además el desafío de construir contra-clichés que tengan la capacidad de suspender y luego deconstruir las retóricas punitivistas, que puedan objetar y desarmar las frases hechas que se nos presentan como incuestionables, que alarman, angustian y suspenden la capacidad de pensar y el juicio de los y las ciudadanas. Contra-clichés que puedan competir con los clichés que propalan las derechas, que empezaron a permear los progresismos hasta hacer mella en los sectores populares.
Ya sabemos –lo decía también Perón– que la política aborrece el vacío, y si no se ocupan oportunamente esos espacios, es decir, si no se procesan políticamente esos conflictos de manera creativa, aparecerán otros actores que lo harán con su propia cháchara y pirotecnia verbal.
A ese fin hay que construir nuevas palabras que tengan la capacidad de interpelar –como diría Antonio Gramsci– los núcleos de buen sentido que surcan todavía el imaginario social. Porque ese imaginario no está solamente poblado de fantasmas sino colmado de buenas intenciones, de otras experiencias felices. De lo que se trata, entonces, es de encontrar esas nuevas palabras que puedan pescar esos núcleos de buen sentido.
Cuando se lee el barrio a través de la “seguridad” estamos fragmentando el barrio, desencontrando a las distintas generaciones, recortando y descontextualizando a esos problemas. Es decir, estamos proponiendo que se lea un problema más allá de los otros problemas que tiene el prójimo, desacoplarlos de la pobreza, la desigualdad social, la fragmentación social, la estigmatización del ocio y el consumo encantado, del hostigamiento policial, del encarcelamiento masivo y preventivo, etc. etc. Por el contrario cuando se lee el barrio a través del “vivir bien” se busca leer un problema al lado del otro problema, es decir, se está proponiendo que el vecino o la vecina lean sus problemas con los problemas que tienen los jóvenes, se pretende que el vecino o la vecina se pongan en el lugar de los jóvenes, pero también que los jóvenes se pongan en el lugar de esos vecinos que, por ejemplo, tienen que levantarse temprano para ir a trabajar o llevar a sus hijes a la escuela y necesitan descansar. Ya sabemos que las juntas de pibes y pibas en las esquinas son un problema para los adultos. No sólo por el ruido que meten sino porque muchos vecinos fueron objeto de titeos y peajes por parte de sus integrantes. Pero los vecinos tienen que saber que si aquellos jóvenes eligen la esquina para encontrarse lo hacen porque no existen otros lugares para hacerlo. Y si se burlan de ellos será porque muchas veces fueron estigmatizados por ellos mismos.
En otras palabras: el discurso de los derechos humanos tiene un límite, no tiene la capacidad de desactivar la épica punitivista. Por eso solemos escuchar frases como “las víctimas también tienen derechos humanos, no solamente los delincuentes”.
Cuando hablamos de “vivir bien” no necesariamente estamos hablando del “buen vivir”, no estamos queriendo incluir en la experiencia de los vecinos la cosmología de otros pueblos originarios. Cada barrio, en cada ciudad, puede ir celebrando sus propios diálogos, que los pondrán en sintonía con otros estilos de vida y rituales que habrá que negociar. “Vivir bien” es una categoría abierta que puede ser repensada de un barrio a otro, que puede ser rellenada con distintas experiencias, sensibilidades y discusiones en común. No se trata de hacer un trasplante cultural sino de desarrollar otras experiencias que contemplen expectativas y horizontes de sus vecinos, que bien pueden encontrar un punto de apoyo en los núcleos de buen sentido que habrá que aprender a interpelar para luego desplegar la batería de intervenciones multiagenciales.
Como dijo Richard Rorty: “Cambiar el lenguaje es cambiar la realidad”. Difícilmente puedan interpelarse esos núcleos de buen sentido con categorías como “seguridad”. Con esta categoría sólo vamos a llevar al barrio a la policía y las cámaras de vigilancia, porque vamos a trabajar con el miedo de la gente y sus ansiedades. Lo que no significa que ese miedo no exista y haya que ignorarlo. Pero hay que proponerle otras palabras que puedan pescar otras experiencias de vida a través de las cuales enfrentar esos mismos problemas. Otras palabras que interpelen otros sentimientos, otras esperanzas. La vida de un barrio no está hecha de pasiones tristes. Las pasiones alegres necesitan otras palabras.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
* Las ilustraciones pertenecen al artista Pablo Morgante y forman parte de la serie “realidades ficcionales” (2009/10).
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