Otra papa caliente
La sociedad desgarrada y la violencia derramada
El asesinato de la niña Kim Gómez en la ciudad de La Plata después de que dos jóvenes robaran un auto es la oportunidad para abrir un debate profundo, pero también la manera de continuar mandando fruta.
El Estado impotente
La política aborrece el vacío, los espacios que no se construyen le van dejando el terreno abierto para que campee la violencia social. Muchas veces, y se ve casi todas las noches en la señal de Crónica TV, los vecinos de los barrios plebeyos, cansados de que las agencias del Estado miren hacia otro lado, subestimen sus conflictos, lleguen tarde o no tomen sus denuncias, deciden tramitar los conflictos apelando a distintas formas de violencia. No llegan a la violencia de un día para el otro. Para que los vecinos peguen sin culpa, con ganas, deben movilizar las energías que depositaron en los bancos de odio. Los vecinos saben que para pasar a la acción deben hacerlo tomados por las pasiones bajas.
En otras palabras, detrás de los linchamientos y tentativas de linchamientos, detrás de las ganas de hacer justicia por mano propia, de las quemas o destrozos intencionados de viviendas con la posterior deportación del grupo familiar del barrio, detrás de la lapidación de policías, las quemas de patrulleros y los escraches a comisarías, hay un Estado que funciona mal. Un Estado que no está a la altura de los conflictos con los que se miden los ciudadanos, sobre todo aquellos que viven en los barrios plebeyos en la gran ciudad. Un Estado que continúa haciendo la plancha, pateando los problemas para delante, abocado al bacheo policial.
“Estado” no abarca solamente al gobierno de turno, sino también a los operadores judiciales, el ministerio público y las agencias policiales. Hay incapacidad del gobierno federal para articular con los gobiernos provinciales y locales, impericia para coordinar por parte de los tres poderes. Incluso, dificultades de los distintos ministerios para intervenir articuladamente en los territorios donde suelen acumularse las conflictividades sociales. Detrás de estas incapacidades trabajan las mezquindades políticas, la vanidad y soberbia de algunos funcionarios. Otras veces la falta de empatía e imaginación de las autoridades que están a la cabeza de las cosas.
Frente a estas circunstancias, los vecinos van perdiendo la paciencia y, algunas veces, por suerte no siempre, están dispuestos a colgarse de las fórmulas demagógicas que les dicen lo que estos sienten y quieren escuchar, sobre todo cuando las cosas están calientes, demasiado calientes: que hay que encerrarlos a todos, que hay que subir las penas, que hay que bajar la edad de punibilidad para los menores, que necesitamos más cárceles, que hay que tirar bala. ¿Hay que decirlo? Estos debates se repiten porque el Estado, en estas dos largas décadas, no ha podido, ni sabido, agendar una conflictividad social que se ha ido descontrolando.
Mientras tanto, dirigentes y funcionarios se pasan la papa caliente unos a otros, hasta que la próxima tapa de los diarios ponga paños fríos y todos hagamos de cuenta que acá no ha pasado nada, hasta que encontremos un chivo para expiar la responsabilidad política e institucional y de esa manera desviar la atención hacia cuestiones superficiales. Si hay problemas que no se note, hay que barrerlos debajo de la alfombra y llegar a las próximas elecciones.
Excedente de violencia
El delito no siempre es el mismo delito. En las últimas décadas ha ido mutando. Delitos que antes se cometían sin violencias hoy tienen un plus de violencia que ya no puede cargarse a la cuenta de la violencia instrumental. Antes, a la hora de victimizar a cualquiera te mostraban un revólver y alcanzaba para evitar la resistencia, y lo hacían siempre con un lenguaje respetuoso para llevar tranquilidad a la víctima del hecho. El chorro tenía muy claro que no iba por vos sino por la plata. Ahora el problema también sos vos. No sólo te van a robar, sino que vas a pasar un mal momento. Por eso no sólo te van a sacar la mochila, sino que no dudarán en tirarte un tiro a los pies, y lo harán a los gritos, usando una jerga que no se entiende. No sólo van a entrar a tu casa, sino que matarán a tu mascota, defecarán encima de la cama matrimonial, o arrojarán un tacho de pintura por las paredes de tu casa.
¿Qué está pasando acá? ¿De qué se trata este excedente de violencia? La violencia tiene una dimensión emotiva y expresiva que conviene no subestimar si se pretende desentrañar y comprender lo que está sucediendo. Una violencia emotiva, porque es el resultado del odio, el resentimiento, la rabia y la envidia acumuladas. Pero también la oportunidad de divertirse o llenar el tiempo muerto con el que se miden diariamente. Expresiva, porque es la manera de ganarse la atención y el respeto del grupo de pares con el cual se sienten identificados, o de sentirse poderosos, de inclinar la balanza, aunque sea por un rato. Pero expresiva, también, porque la violencia suele ser el espejo de una sociedad desgarrada, cada vez más rota, lumpenizada, que se ha ido deshilachando.
Marx decía que el delito es la lucha del individuo aislado contra las condiciones dominantes, es decir, no era una elección individual sino un condicionamiento material pero también –agregaba Merton– espiritual o simbólico. De modo que las condiciones no están dadas solamente por la pobreza crónica sino también por un mercado que interpela a las personas a que adecuen sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo.
Ahora bien, no hay una relación mecánica entre la pobreza y el delito, entre la desigualdad social y el delito callejero. Tampoco entre la cultura de consumo y las transgresiones juveniles. Aquellos factores actúan a través de otros, están mediados por otros fenómenos que tampoco hay que subestimar. ¿Cuáles son esos otros factores? La desmoralización y la fragmentación social.
Engels tiene dicho que la pobreza genera delito cuando la desocupación estacional se vuelve estructural, es decir cuando los desocupados se caen del mapa, se van desenganchando y quedando solos, cuando se desvinculan no sólo de la cultura obrera sino de la solidaridad de clase. Engels llamó a esto descomposición moral: para que un pobre le robe a otro pobre o afane a un laburante, tuvo que haberse desconectado de las costumbres en común que durante mucho tiempo los nuclearon. La miseria tiene efectos desmoralizantes sobre los residentes de estos barrios.
Por su parte, los antropólogos argentinos Alejandro Isla y Daniel Míguez nos enseñaron que pobreza y delito están mediados por el desorden social: cuando la sociedad se fragmenta, esto es, cuando los marcos o precontratos comunitarios que pautaban la vida cotidiana de relación, que organizaban los intercambios y diálogos entre las diferentes generaciones, se desdibujan, entonces puede que la pobreza genere delito.
La comunidad desorganizada
Detrás de los acontecimientos que conmovieron esta semana a la opinión pública, sobre todo a los vecinos del barrio Altos de San Lorenzo de la ciudad de La Plata, está la fragmentación y la desmoralización social, una comunidad con una trama social desgarrada.
Una sociedad con el tejido rasgado es una sociedad desorganizada, donde fallan también los mecanismos sociales de control informal, donde los rumores no surten efecto, donde los estigmas acuñados por los empresarios morales chocan contra la pared, donde la desconfianza mutua aleja y va distanciando a los vecinos.
Esto no significa que estemos ante barrios que se caracterizan por la desertificación institucional. Al contrario, en los barrios plebeyos subsisten las instituciones, algunas surgen y otras desaparecen, pero siempre hay instituciones sociales, religiosas y educativas en pie. El problema es que están no sólo cada vez más desfondadas, sino que trabajan cada vez más solas. No sólo se han ido desconectando de los miembros de la comunidad sino de las otras instituciones existentes en el barrio.
En ese desfondamiento el Estado tiene su cuota de responsabilidad. Algunos funcionarios entendieron y entienden todavía que la comunidad puede convertirse en un competidor del Estado. También creen que la comunidad es una mera extensión del Estado. Se olvidan que la comunidad no es un organismo natural sino una construcción política. Le corresponde también al Estado vigorizar la trama comunitaria, y le conviene que sea así porque las instituciones comunitarias pueden llegar donde las agencias estatales no llegan o tardan en llegar. En vez de organizar a la comunidad se dedicaron a “desintermediarla”. Desintermediar es una vieja tesis –más vieja incluso que Milei, una tesis que nos retrotrae al gobierno de la Alianza, cuando la ministra de Trabajo era Patricia Bullrich– que algunos funcionarios de las décadas anteriores continuaron militando por temor a que los intendentes del Conurbano les hicieran sombra. No sólo se demonizó al clientelismo político, sino que se limosneó al resto de las instituciones barriales.
Un Estado sin intermediarios es un Estado militante recorriendo los barrios en combis o autos oficiales, disponiendo gazebos y banners, para organizarle la fiestita de cumpleaños al funcionario que dejará caer unas palabras en el vecindario mientras le toman unas cuantas fotos que después subirán a las redes sociales para darle de comer al autobombo.
Un Estado sin intermediarios es un Estado que contribuye a vaciar los espacios públicos con la prevención situacional, que invierte mucho dinero en prevención policial sin darse cuenta de que ningún comisario tiene la bola de cristal para saber dónde tendrá lugar el próximo atraco. Se sabe: los delincuentes se mueven como cazadores furtivos, van aprovechando las oportunidades que se le van presentando. Muchas veces sin medir las consecuencias, sin evaluar costos ni beneficios. Tienen otras expectativas, otros intereses (aventurarse, acumular respeto, expresar la rabia, etc.). Hay mucho presupuesto para la prevención policial y poco para la protección a las niñeces. Basta con hacer el siguiente ejercicio de comparación: ¿Cuántos agentes y vehículos tiene a su disposición el Ministerio de Seguridad y cuántos la Secretaria de Niñez? Dime quién se lleva el trazo grueso del presupuesto y te diré cuál es la letra chica del Estado.
Ello no implica quitarle su cuota de responsabilidad al sistema de protección de las niñeces, un mundo tomado por los eufemismos y las buenas intenciones, con trabajadores estallados, que compensan la falta de presupuesto con mucha voluntad, con funcionarios que se la pasan rondando por otros despachos para conseguir los recursos prometidos que nunca llegan o tardan en llegar, que se mueven como bomberos voluntarios sin autobombas; un sistema desconocido y desautorizado muchas veces por las propias autoridades judiciales, que suelen seguir los problemas con la habitual indolencia profesional detrás de sus escritorios.
Un sistema que falla sistemáticamente precisamente porque está diseñado para trabajar con la familia. Una familia que ya no existe, que ha implosionado.
¿Lo primero es la familia?
La familia es una organización básica que sólo funciona entramada a las instituciones de la comunidad. Si esa trama se rompe o se deshilacha, se rompe o desvincula también la familia. Si desaparecen las fábricas y corroen los proyectos de vida que se imaginaron alrededor del trabajo estable, si se desfonda la escuela o las organizaciones de base, y los clubes, entonces la familia tendrá muchas dificultades para ser pie. Hay un montón de instituciones pero cada vez más desenganchadas del resto, que trabajan en soledad, como pueden y con lo que pueden, porque son instituciones reventadas, despresupuestadas y muy cascoteadas, es decir, cada vez más desconfiadas.
Hace rato que la familia está en crisis. Como han señalado muchos investigadores, hemos pasado de la familia nuclear con jefatura masculina a las familias agregadas o monoparentales. No sólo la autoridad está en declive, sino que los padres pendulan entre el desempleo, el sobreempleo y la ayuda estatal. Donde los padres hacen dos horas para llegar al trabajo y otras dos horas para regresar a su casa, relojeando hacia los costados para evitar ser ventajeados por los jóvenes vecinos. Los padres se fueron quedando sin batería, sin tiempo para seguir de cerca a sus hijos, a quienes ya no envían a la escuela y tampoco el Estado va a buscarlos o le cuesta ir a buscar. “Pibes silvestres” que crecieron a cielo abierto sin un ángel de la guarda que cuide por ellos. No sólo los papis están cada vez más lejos, tampoco la escuela y los clubes los tienen en su radar. También el resto de las organizaciones de base tienen cada vez más dificultades para interpelar a estos grupos de jóvenes, no saben cómo llegar a ellos, como sumarlos, qué proponerles.
Por eso, pedirle a la familia que se haga cargo de lo que el Estado no hizo es no entender que la familia, aquella familia vinculada al mundo del trabajo, se ha ido corroyendo, transformando, no existe más. O por lo menos no existe más como existía antes. La familia está desbordada, no tiene los recursos (morales y económicos) que tenía, se quedó sin autoridad, sin batería, sin aguante.
Escuchemos las palabras del padre de uno de los jóvenes imputados por el homicidio a Kim Gómez, un laburante, albañil, el mismo que apenas se enteró de lo ocurrido fue y entregó a las autoridades policiales al hijo: “Trabajaba conmigo y me robaba las cosas. Entonces le dije que no venga más y lo eché”. “Está todo perdido en el tema de la droga”. “Nunca lo internamos. Era rebelde, desaparecía o te robaba algo. Yo le tenía que pegar porque me hacía frente”. Y sostuvo que la última vez que había sido detenido por otro robo de un auto, había pedido en la comisaría “que lo manden a otro lado”, porque él ya no sabía qué hacer.
Las palabras del padre son la mejor expresión sobre en qué se convirtió el Estado, de los límites de las políticas públicas actuales, al menos para estos sectores: son una pantomima, pura mímica institucional, mera retórica judicial.
Fuegos artificiales
En definitiva, detrás del delito violento hay un Estado impotente y una sociedad desgarrada. Tirarles el fardo a los pibes, convertirlos en chivos expiatorios, es lo más fácil que hay.
Y eso no significa que no haya que rediscutir distintas formas de reproche social. Pero está visto que una gran mayoría de la sociedad se quedó sin paciencia y sin ganas de pensar y debatir.
Quien crea que la mano dura es la solución mágica debe saber que cada vez hay más cárceles, y más gente presa, y sin embargo no sólo cada vez hay más delitos sino más delitos violentos. Violencia que luego amenaza con derramase en los barrios y sumarle nuevas dificultades a los vecinos de esos barrios. Por eso cabe preguntar si esa violencia social no es también la consecuencia de un sistema penal que, cuando subculturiza a los jóvenes, lumpeniza a la sociedad, le mete cada vez más presión a una comunidad que no aguanta más. La justicia no es la respuesta al delito, sino que forma parte del problema.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.
--------------------------------
Para suscribirte con $ 8.000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 10.000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 15.000/mes al Cohete hace click aquí