Desde los comienzos del movimiento, algunas feministas han expuesto las discriminaciones múltiples o yuxtapuestas que atraviesan distintas personas de la sociedad. Pero desde hace un tiempo se sumó un concepto clave que permite entender y abordar con mayor profundidad las violencias por motivos de género: la interseccionalidad. Esta herramienta teórica, analítica y política permite explicar en toda su complejidad las distintas opresiones que operan de forma superpuesta sobre ciertas identidades y limitan su acceso a derechos y oportunidades.
El concepto fue acuñado por primera vez por la académica y abogada estadounidense Kimberlé Crenshaw en 1989, como una crítica al feminismo que se enfocaba en una sola dimensión de las opresiones —el sexismo— y desconocía o ignoraba otros sistemas de desigualdades —como el económico, cultural, racial y heteronormativo, por mencionar algunos— que operan de forma yuxtapuesta o imbricada sobre las identidades, vulnerando sus derechos.
En esa misma década, feministas latinoamericanas, en especial aquellas de identidades racializadas y del colectivo de la diversidad, comenzaron a debatir sobre el sujeto político del movimiento feminista. En palabras de la académica colombiana Mara Viveros Vigoya, cuestionaban por qué el feminismo hegemónico no había considerado que este sujeto podía ser víctima del racismo y del heterosexismo, y presuponía que aquel sujeto oprimido era la mujer blanca —o quien oficiaba como tal en el contexto latinoamericano— y heterosexual.
Es este pensamiento el que recupera el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad para cuestionar esa matriz y pensar un andamiaje donde las opresiones interseccionales son entendidas como una forma específica e inescindible de discriminación. En este sentido, ciertas identidades no son discriminadas por uno u otro elemento sino por la sumatoria y la superposición de todos ellos. Son discriminadas por lo que hace a su propia existencia.
De esta manera la mirada interseccional resulta fundamental para poder entender y expresar cómo impactan las estructuras complejas de opresión, que funcionan de forma múltiple y simultánea en la vida de las personas. Y en la gestión pública esta perspectiva permite desarrollar e implementar políticas que tengan una incidencia real en las transformaciones sociales y en la deconstrucción de estereotipos y desigualdades que afectan especialmente a colectivos atravesados por una discriminación estructural y multidimensional.
Pensar en clave interseccional significa comprender que estas dimensiones son elementos interrelacionados y superpuestos, imposibles de separar unos de otros, y que no pueden ser categorizados de manera rígida o estática. Por ejemplo, existe un vínculo estrecho entre la violencia que atraviesan las mujeres y LGBTI+ indígenas y la vulneración histórica y estructural que sufren por la intersección de su género, etnia, edad y muchas veces condición social.
En Latinoamérica en general y en Argentina en particular la colonización del territorio se ejerció físicamente a través de la ocupación de las tierras y, social y culturalmente, mediante el sometimiento de los cuerpos de las mujeres indígenas como territorios de conquista despojados de cualquier tipo de subjetividad.
Por eso las violencias por motivos de género que atraviesan las mujeres y diversidades indígenas están muchas veces marcadas por las múltiples opresiones que enfrentan a lo largo de su vida y que alimentan la construcción del estereotipo que las describe como inferiores y víctimas.
La violencia estructural ejercida contra las mujeres y LGBTI+ indígenas no sólo se refleja en la construcción de estereotipos sociales, sino también en obstáculos en el acceso a derechos fundamentales como la salud, la educación, la justicia y sobre todo el territorio. Esta desigualdad —especialmente la que atraviesa a niñas y ancianas— repercute directamente en su capacidad de ejercer plenamente los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales.
Sin embargo, las mujeres indígenas tienen un rol preponderante en sus comunidades y pueblos como jefas espirituales y culturales. A través de su participación política también se encarna la lucha por la autodeterminación de los pueblos, lo que significa que la vulneración de sus derechos individuales también afecta a todo ese colectivo.
En consecuencia, las mujeres y LGBTI+ indígenas atraviesan distintas formas de violencia cotidianamente por parte de los varones, dentro y fuera de sus comunidades. Están expuestas a riesgos de manera permanente y eso nos obliga a visibilizar y abordar integralmente esta problemática.
La primera tarea es entender que existen distintos tipos y modalidades de violencias ejercidas contra las mujeres y que es necesario abordar a cada una de ellas de manera integral porque tienen lugar, en su mayoría, de forma simultánea.
Por lo tanto es necesario identificar desde el diagnóstico de las políticas públicas las diferencias que existen entre los diversos pueblos, tanto desde sus cosmovisiones específicas como de sus propias realidades y del nivel de conflictividad que cruza inherentemente a esas comunidades. En este punto es central entender la importancia que representa el territorio —por su valor real y simbólico— para la propia existencia de los pueblos indígenas.
Por último, construir políticas con perspectiva de género y enfoque interseccional supone entender y tener en cuenta los contextos en los que se vulneran los derechos y generar respuestas a esos procesos sociales, económicos, culturales y políticos. En otras palabras, significa desarrollar políticas públicas situadas, contextualizadas y transversales, en las cuales se apunte a pensar y actuar a partir del reconocimiento de discriminaciones complejas que requieren de respuestas específicas.
En pos de construir sociedades inclusivas, que sean espacios de oportunidad para todas las personas que las habitan, hace falta continuar buscando estrategias para combatir las desigualdades teniendo en cuenta los factores de discriminación que condicionan el acceso de la población a derechos y recursos.
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