Olas, viento, huracán
La soja ha vuelto pero, sin plan de desarrollo, sólo nos adaptamos al viento
La playa nacional está castigada por la ola del coronavirus. Freno para muchas actividades. Para otras un crecimiento que responde a la demanda derivada de la peste.
Saldo negativo: la economía cae. Es que, más allá de rebotes, va cancelando oportunidades. No hay escenario de inversión. Los pocos empleos que se crean se concentran en actividades de baja productividad.
La ola corona se superpone aquí, y no en otras playas, a las oleadas de la pobreza y su secuela de marginalidad. Las que son consecuencia de olas del estancamiento de largo plazo que nos golpea hace casi medio siglo.
Todas y la de la pandemia, van erosionando el territorio social sobre el que se asienta nuestro porvenir.
¿Se puede encontrar calidad de vida en una economía estancada definida por un PIB por habitante constante a través de los años? Ha de ser extremadamente difícil que en el estancamiento la administración de recursos genere calidad.
El estancamiento: Martin Rapetti calculó que el PIB por habitante de 2020 fue igual al de 1974. Comparación que describe nuestra espantosa decadencia que representa la destrucción de nuestra calidad de vida promedio.
Unos pocos han mejorado. No me refiero al saqueo que generó a estos “nuevos ricos de la oligarquía de los concesionarios”, los secuestradores del bienestar colectivo. Me refiero a quienes pudieron desarrollar sus proyectos individuales a pesar del estancamiento.
Hoy, en esos sectores medios, se balbucea la emigración. Triste. Frustrante.
La inmensa mayoría para “flotar” necesita de un proyecto colectivo de desarrollo e inclusión. Transita el estancamiento. Muchos han caído en la exclusión que empieza por la pobreza y desemboca en la marginalidad.
“No crecer” no es sostenible. No hay continuidad para un modelo en el que lo único que ha crecido en 45 años, a tasas imponentes, es la pobreza, la desigualdad y la marginalidad.
La trampa de la comunicación social es citar el porcentaje de pobreza. La realidad es el número de personas pobres. ¿Somos conscientes de que “todo” el crecimiento de la población de 1974 a la fecha es de personas en la pobreza? Pasamos de 22 millones de habitantes a 45: más de 20 son pobres.
Volviendo a las “oleadas”: las tensiones se multiplicarán por la incapacidad para resolver los problemas de la vida, de la seguridad, de la salud. Habrá cada día más personas que no comen, porque no pueden producir su sustento y requieren transferencias públicas.
Cada día más personas que no mantienen un estado integral saludable porque las condiciones de su propia vida y las condiciones de la infraestructura disponible no son reparadoras.
Cada día más personas, a raíz de una infancia de carencias, no podrán tener las habilidades necesarias para producir su sustento y cuidar de su salud en el futuro.
Es una descripción descarnada de lo que hemos generado en 45 años de cuya responsabilidad no se pueden excluir todos los gobiernos de los últimos 45 años.
En ese marco hay que comprender la tarea que hoy desarrolla el ministro de Economía recorriendo los países acreedores. Su logro, más allá de la tardanza, fue el haber renegociado la deuda externa con los acreedores privados.
El objetivo fue aplazar el cronograma de pagos, de imposible cumplimiento según lo originalmente comprometido. Fue logrado. No logró la mejora en la calificación de crédito de la Argentina, el riesgo país o la imposibilidad de recibir financiamiento externo de libre disponibilidad. Es que los créditos chinos son con fuertes condicionalidades.
Financiamiento de libre disponibilidad es un objetivo imposible toda vez que el país aún tiene deudas gigantescas con el FMI y con el Club de París, acreedores a los que debemos sumar otros organismos de crédito multilateral.
Sin desplazar esos vencimientos, los del FMI y el Club de París, a un tiempo en que nuestra economía haya generado capacidad de pago, es imposible imaginar una mejora en nuestra calificación crediticia.
La lógica de Guzmán es aplazar “enormemente” los pagos y reducir “enormemente” los sobrecostos aplicados a un deudor en quiebra, que es lo que somos. “Enormemente” significa más allá de los límites, las reglas, establecidos por ambos acreedores públicos.
Los plazos y las normas vigentes son extremadamente exigentes (e irrealistas) para la Argentina. En esto no debería haber grieta.
Es inconcebible criticar a quien reclama condiciones, de tiempo y costo, con las que eventualmente podríamos pagar.
Negociar significa voluntad de pago y es realmente sorprendente que haya economistas, consultores, dirigentes políticos, que no acuerden en esta voluntad.
Otra cosa es el “pronóstico”. Es cierto que es enormemente difícil que esas “enormes” facilidades nos sean brindadas. Pero eso no habilita para criticar a quien gestiona las condiciones, por otra parte, imprescindibles.
Las deudas acumuladas, sea con los acreedores externos, la renegociada y la que está en curso de negociación; la descomunal deuda social –que se puede transformar en un tsunami–; la enorme “deuda de productividad” que si no es cancelada hará imposible satisfacer tanto la deuda externa como la deuda social, conforman los objetivos de un Programa de Largo Plazo que no está en la cabeza del gobierno y tampoco en el debate social. Este sí que es un agujero negro de este gobierno y de los anteriores.
¿Qué contiene a las olas del estancamiento y de la pobreza que destruyen el tejido social y productivo; la ola de la peste que erosiona aquello que aún sostiene un aparato que, hasta aquí, ha evitado un desmadre; y a las olas amenazadoras de la deuda externa? Lo único que tenemos a favor es un viento de cola que sopla en sentido contrario.
El viento de cola es el único elemento con el que contamos para despejar las playas y secar el piso sobre el que podemos asentarnos. ¿El viento sin plan, el molino sin aspas para generar energía?
Ese viento no depende de nosotros. De hecho, sin plan, sólo nos adaptamos al viento. La adaptación como única herramienta brinda recursos para enfrentar lo devastador e inmediato de las oleadas. Pero inevitablemente afirma el proceso de especialización y primarización que profundiza nuestros males: es una bocanada de oxígeno transitoria que nos hace naufragar por falta de energía transformadora.
La soja ha vuelto. No sabemos hasta cuándo. Si el dólar se debilita los precios de las materias primas suben, cuando China camina más ligero, los precios de las materias primas se ponen al alza.
Roberto Alemann, ministro de Arturo Frondizi y de la dictadura genocida, acuñó la frase: “Una buena cosecha nos salva”. Alemann fue keynesiano y desarrollista. Y como muchos dejó de serlo al tiempo que se instalaban todos los males devastadores que hoy sufrimos y que empiezan por la creencia en que “el retorno de la soja” nos salva. Ya pasó. Y aquí estamos.
Néstor Kirchner vio duplicarse la superficie sembrada de soja, bendijo los días soberbios de la entrada de dólares de la primarización, multiplicados por un tipo de cambio que había volado. Sin embargo, Cristina –la heredera– dejó al BCRA sin un dólar, vendiendo futuros a precio de remate y la pobreza creciendo, mientras la inversión reproductiva seguía naufragando.
El viento de cola frena las olas por un tiempo, pero no construye un malecón.
¿Por qué? Simple, lo dijo Carlos Pellegrini hace un siglo y más: “Sin industria no hay Nación”. No es una frase bonita: es un programa de gobierno.
Un programa de gobierno porque la industria –en toda su dimensión– es la fuente originaria del trabajo productivo y de los progresos de productividad.
A todos los que imaginan países como la Argentina “sin industria”, habría que preguntarles si imaginan que China, Vietnam, Corea, no han crecido a base de la expansión del empleo industrial. O preguntarles por qué desde Joe Biden a Emmanuel Macron, hoy, ahora, la preocupación principal de los líderes del mundo occidental es reconstruir el tejido productivo y el empleo industrial devorado por la competencia china y de sus países aliados.
Simplemente copiemos los incentivos o al menos, quienes gobiernan, inspírense en ellos. Hagamos lo que hacen. No lo que dicen cuando sus dichos discrepan con sus hechos.
¿Por qué esta exhortación apasionada? Es que, además de las olas que nos castigan, estamos próximos a un huracán.
Sí, un huracán devastador ignorado por una clase dirigente preocupada por la peste, la inflación, la inseguridad, la corrupción. Todo bien. Pero insuficiente.
Nuestros socios del Mercosur están dispuestos a avanzar en la rebaja del Arancel Externo Común y a reclamar la rápida adopción de los tratados de libre comercio (que de hecho los implican) y, en lo que hace al comercio, todo parece indicar que el acuerdo Unión Europea-Mercosur avanza con el mero requisito de la aprobación de la Comisión Europea.
Atados a la bandera de la soja, a Vaca Muerta, al litio y al cannabis medicinal, nuestros funcionarios que se ocupan de la producción no han manifestado estrategia de envergadura alguna para encarar ese huracán, al que ningún viento de cola podrá contrarrestar. José Martínez de Hoz y Carlos Menem serán niños de pecho frente a esto que se viene en el silencio de los rendidos.
Ante ese huracán que avanza, la absoluta pasividad del gobierno no expone una estrategia interna de promoción, que debe ser dramática, de las actividades que, de no hacerlo, sucumbirán a causa de un horizonte de aranceles imposibles de soportar.
Tampoco una estrategia internacional que nos desenganche de los compromisos a que nos obligan los socios del Mercosur de lo que sólo podremos zafar si lo transformamos formalmente en lo que realmente es: una Zona de Libre Comercio.
Ante las olas descriptas el viento de cola ofrece batalla adaptativa que, por cierto, dura lo que un lirio.
Pero no hay precio y cantidad de soja que soporte la debacle industrial y de empleo, que producirá el huracán de la baja de aranceles sin un plan de desarrollo.
Los que gobiernan y aquellos que aspiran a reemplazarlos sólo se mueven si el viento de cola los empuja, eso sí, sin plan ni rumbo y así nos va.
* El artículo se publicó en El Economista.
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