Ciertas evoluciones se parecen, más bien, a involuciones
Imaginemos el estruendo de la cordillera alzándose en la Patagonia. Los estertores volcánicos precámbricos. Ríos de lava que caen como cataratas desde los acantilados al mar. Que bulle. Mientras islas enormes de hierro, plomo, mercurio, cobalto, titanio y molibdeno combinan oscuras aleaciones en las profundidades marinas. Junto a millares de animales diminutos: bacterias y estomatolitos que con el tiempo devendrán fósiles orgánicos. Y después petróleo. Puedo casi ver el hielo azul de los glaciares silúricos patinando desde los Andes hasta el Atlántico con el ritmo de un gusano persistente. Formando valles y lagos en su andar hacia el océano. Donde trilobites y peces ciegos nadan en la noche eterna. Y se pierden la playa, el sol en la cara y el calor en los párpados de los ojos que aún no tienen. Pero que comienzan a formarse. Porque, un día, un primer pez, sale a la superficie y el sol le abre un orificio diminuto en la cabeza. A través de la cual, uno de los dos únicos nervios que posee en el bocho siente una cierta excitación. Y se queda en ese sitio cien milenios. Calentito. Hasta que, a finales del devónico, el nervio se vuelve ojo. Y así el pez puede ver por primera vez la playa, el mar y las nubes. Y se da cuenta que, si hace un esfuerzo, podría escapar del mar y alcanzar los animales que andan por la costa. Y, entonces salta, hace una contorsión, da otro salto y le muerde la lengua a una almeja. Y, otro día, la pata a un ciempiés. Y le gusta el sabor. Así que, la semana siguiente, repite el gesto. Y después de noventa millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa años repitiendo lo mismo, se vuelve ichthyostega. Y aprende a reptar. Y enseguida considera que está para proyectos más grandes. Por eso se le anima a un ácaro que pasea por la playa, que engulle de un bocado. Pero le da dolor de estómago durante diez mil años. Así aprende que nunca debe comer ácaro después de ciempiés. Sí almeja con ácaro, o cienpiés con alga. Un vegetal que prolifera en la playa donde vive y donde se encuentra una mañana sentado. Con su cola, que ya se ha vuelto cuasi-pierna. Cruzada. Mirando el movimiento de las mareas y comiendo semillas de pteridospermas como quien come maní en una picada. Es entonces cuando decide hablar. Pero ruge. Y un creodonto le contesta con un rugido más fuerte. Que lo aterroriza. Y lo vuelve rajando al mar. Hasta que, después de diez millones de años, sale nuevamente y mira el paisaje. Cambiado. Lleno de mastodontes y comadrejas que pasean tranqui. Así que da unos pasos por la playa saltando sobre su única cuasi-pierna, se acuesta de espaldas, mira el cielo y hace algo que nunca hizo: piensa. Y eso le gusta. Porque le hace cosquillas en el otro único nervio que posee en la cabeza con el que saca conclusiones sencillísimas, de especie con sólo dos nervios en la cabeza. Como, por ejemplo, tomar conciencia de que no está solo. Que otros como él han hecho un camino semejante. Y ahí le da una picazón bajo la cuasi-pierna. Y cuando se mira ve que le ha crecido una carnecita. Y se da cuenta que algunos congéneres tienen carnecita y otros agujerito. Y, sin saber porqué, le dan ganas de meter su carnecita en esos agujeritos. Y lo hace. Y poco después ve cómo esos animales con agujerito que se llaman hembras escupen huevos que se vuelven como él en poco tiempo. Lo que lo convierte en padre. Responsable. Tanto, que hace otro esfuerzo y consigue que le nazca una pata verdadera y después otra. Con las que puede correr y alcanzar más fácilmente el alimento para sus hijos. Y se pone chocho de cómo le vuelan los piecitos. Y baila parado en puntas como Nureyev, y hace un corte y una quebrada como Carlos Copes. Es entonces cuando se da cuenta que es argentino. Y que, por eso, es tan piola. Y, en menos de lo que canta un gallo, le crecen manos con las cuales ya puede encender fuego. Y en poco tiempo descubre el arco, la flecha, el temor a Dios, la Virgencita de Luján, los shoppings de Miami y un pensamiento de homínido-binervae. Animal ubicado en la cadena evolutiva justo después de la aparición del Australopithecus y de Miguel Del Sel. Pero de repente advierte que en su mismo territorio merodea otro ser: un homo sapiens. Que quiere hablarle. En cambio él le muerde el cuello. Y no lo suelta hasta que su yugular le explota entre sus dientes y empieza a desangrarse. En ese momento, casi instintivamente, sus manitos se empiezan a excitar. Y solitas le roban al muerto la soja que guardaba en su pancita. Y, ahí, un grupo de hembras-binervae lo aplaude. Y, desde entonces, presume día y noche. Y se deja decir “macho”, “potro”, “que cacho de carnecita debés tener ahí abajo, papi”, y esas cosas. Palabras que lo impulsan a repetir aquél acto incontables veces. Hasta que se muda a un country. Y va de vacaciones a Punta del Este. Y anda en Porsche. Y, cuando vuelve, le parece que ya puede postularse a presidente. Y, contradiciendo todos los pronósticos, el homínido-binervae sale electo. Y bailotea de nuevo con sus manitos arcaicas, haciendo olitas para no olvidar su origen. Y empieza a tomar decisiones sobre los demás. Con visión de ojo precámbrico. Por lo que no deja cagada por hacer. Aunque las hace siempre con beneficio propio. Entre promesas de gran futuro para su patria. Pero sus genes precámbricos le pesan. Y, ni los dos únicos nervios de su cabeza ni el ojo único precámbrico que tiene le alcanzan para una labor tan ruda. Para una traición a la patria realmente inteligente. Y, en cambio, lo empujan a otra, burda, visible a simple vista. Una antipatria apoyada en ideas antediluvianas. Las cuales no hacen sino repetir historias pasadas de homínido sin terminar que arrastra en sus genes la nostalgia de cuando era pez, molusco, trilobite, bacteria, magma, roca, Newman boy, nada.
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