Oído, presencia y creatividad
Qué hacer frente a las violencias y conflictividades barriales. La visión de funcionarias bonaerenses
En la última década se han multiplicado las violencias. Hablamos de violencias miméticas, que casi siempre le agregan más incertidumbre a la vida cotidiana. La ocupación de una vivienda, la morosidad de los inquilinos, una seguidilla de robos violentos en la vía pública o los comercios del barrio, la intrusión en las casas y las entraderas, pueden desatar la furia de los vecinos y llevarles tomar las cosas en sus propias manos. Esas formas de “justicia vecinal”, lejos de devolverle tranquilidad al vecindario terminan fragilizando aún más la malla social. Si a eso se suman las balaceras, los apedreamientos a los móviles policiales, las peleas entre grupos de jóvenes, la ostentación de armas, las disputas entre los transas, los fraudes en la venta de terrenos, entonces el cuadro es grave. Los conflictos y la falta de respuestas se van acumulando. Como dijimos en otras oportunidades, la violencia altamente lesiva se encuentra distribuida desigualmente en los barrios. Y allí donde se concentran, la violencia tiende a circular horizontalmente, yendo de lo público a lo privado y de lo privado a lo público. De modo que hay otras formas de violencia (como la violencia familiar y de género) que también deberíamos colocar en nuestro radar, y pensarlas como parte de un mismo friso social donde cunde la desorganización social. Esa desorganización deberíamos leerla al lado de la pobreza, la desigualdad social, la cultura del consumo y el endeudamiento a través de sistemas de financiamiento usurarios y violentos, la envidia y el resentimiento, la estigmatización social, el impacto del encarcelamiento masivo en los barrios y las trayectorias laborales, sumado a una intervención policial que pendula entre sobre-policiamiento (hostigamiento) y el sub-policiamiento (indiferencia). Todo eso contribuye a debilitar aún más los vínculos sociales, a seguir desfondando las redes sociales.
En las notas anteriores para El Cohete a la Luna escuchamos la opinión de operadores judiciales, referentes de movimientos sociales y partidos políticos, investigadores y académicos. Nos falta saber qué piensan los funcionarios que están parados arriba de las agencias del gobierno que se miden con estas conflictividades. Esta vez, y por cuestiones de espacio, nos concentramos en la provincia de Buenos Aires y dialogamos con autoridades de distintas carteras. A todos ellos le preguntamos “qué hacer”, una pregunta que dispara unas cuantas otras que chocan contra la pared de las burocracias y sus inercias institucionales, un Estado que se mueve en cámara lenta, lleno de limitaciones, pero también repleto de excusas.
Un Estado muy poco generoso, que articula poco
La escuela suele ser uno de los mejores testers de violencias. En la escuela impactan gran parte de las violencias que atraviesan el barrio. Violencias entre los alumnos, entre los alumnos y los maestros, entre los familiares, entre los padres y sus hijos, entre los familiares y los maestros, entre los maestros y directivos. Muchas de estas violencias se encuentran naturalizadas hasta que estallan, por ejemplo, cuando incendian intencionadamente una escuela, alguien asiste al establecimiento con un arma o los padres organizan un escrache en la puerta del colegio. Esas violencias hay que leerlas al lado de otros “padecimientos subjetivos actuales, como la depresión, las auto-agresiones, las fobias, que se han agudizado por el aislamiento social preventivo, pero que se venían instalando desde hace bastante tiempo.” Como nos cuenta también Sandra Alegre, docente y asesora de la Dirección de Educación Secundaria de la Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia, “se viene percibiendo un incremento de la violencia”. Es un tema que los funcionarios tienen dentro del radar, “que genera preocupación y exige un análisis situado”, plantea.
Gran parte de esta violencia está vinculada a la desorganización social, pero también puede ser leída como una respuesta frente a la ceguera moral: “La violencia en los territorios podría constituir una reacción a la pasividad con que la sociedad tolera la desigualdad y se resigna a esa falta de proyecto, que pone en jaque el futuro como promesa. No digo que sea una relación causa-efecto, es mucho más complejo, pero si no hay organización clara ante el sufrimiento de muchos, si se permite y naturaliza la exclusión, si la respuesta ante el avasallamiento es la impunidad, es lógico que se genere resentimiento, malestar, desencanto que puede volverse agresión contra otro o contra sí mismo. Para ser humanos no basta con sobrevivir, se requiere atar un deseo de vida con ciertas condiciones de posibilidad, materiales y simbólicas”.
A la hora de señalar los obstáculos habituales que encuentran dentro y fuera del Estado, Alegre coincide con los otros funcionarios que entrevistamos: “La falta o la fragilidad de articulaciones políticas (y económicas) entre organismos para lograr una construcción situada, específicamente pensada para cada tipo de situación y a la vez duradera en el tiempo”. Y agrega: “Se requiere más generosidad en la gestión, menos fragmentación y más convicción en que lo importante es la obra que queda armada para la gente (y no el lucimiento transitorio de tal o cual)”.
Un Estado foráneo, que se queda corto
Silvina Garayo es la directora de Barrio Adentro, un programa territorial creado por el Organismo Provincial de la Niñez y Adolescencia del Ministerio de Desarrollo de la Comunidad bonaerense. Un programa creado en 2008 para la periferia de La Plata y provincializado recién en 2021 a través de convenios con distintos municipios.
Para el equipo que coordina Garayo, con el corrimiento del Estado a partir de 2016, la desigualdad y fragmentación social se acrecentaron y con ello se produjeron nuevas conflictividades que profundizaron la situación de vulnerabilidad de esos sectores: “Familias que tenían trabajos inestables pasaron a no tenerlos, y la alimentación se transformó en una problemática diaria”. Resurgieron los comedores y copas de leche, y los niños y jóvenes se volcaron otra vez a las calles a pedir comida. Frente a ese cuadro, “la respuesta del Estado fue acrecentar la asistencia alimentaria a través de escuelas y comedores, asumiendo un rol de contenedor de la conflictividad más que de actor innovador con propuestas a largo plazo, frente a sectores cada vez más expulsados”. La pandemia y la cuarentena pusieron las cosas peores, aunque permitieron atraer el sistema de salud al barrio. “Sin embargo, la lógica no se replicó en otras instituciones imposibilitadas en reconocer las redes barriales como potenciadoras”.
Para Barrio Adentro resulta imprescindible el trabajo con otras instituciones estatales, por eso cuando le preguntamos al equipo sobre el trabajo articulado con otras agencias fueron contundentes: “Muchas veces, a la hora de pautar trabajo nos encontramos con que las instituciones –más allá de propuestas aisladas– no buscan formar parte de estas redes, no buscan trabajar articuladamente con la trama comunitaria presente”. “Observamos que en términos generales no se promueve el vínculo con las redes comunitarias como política pública, sino que prima la idea de ‘bajar’ al barrio para tal o cual gestión. No se piensa la continuidad de un trabajo a largo plazo sino de ‘bajar los recursos’ para luego, ¿volver a subir? Si bien muchas veces con jornadas aisladas se resuelven algunas cuestiones importantes (se inician trámites de AUH, se inician DNI, partidas, vacunación) también entendemos que estas iniciativas –que no desmerecemos– no alcanzan, porque tienen la lógica de lo foráneo: muchas veces son llevadas a cabo por agentes que son de otras zonas, no conocen el territorio y por lo tanto no pueden regenerar, fortalecer, visibilizar y acrecentar las redes comunitarias”.
Un Estado miope, que cierra temprano
Una de las hipótesis con las que trabajan los funcionarios de la Subsecretaría de Formación y Desarrollo Profesional y la Superintendencia de Análisis Criminal del Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, autores del programa “Fortalecimiento de la Seguridad”, es la siguiente: allí donde hay menos organización social hay más circulación de la violencia, los barrios con menos capital social acumulado necesitan una especial atención por parte de los gobiernos provincial y municipal. La organización en general en el territorio desacelera la violencia. Una hipótesis que hay que leer al lado de esta otra: no hay seguridad sin derechos. “Cuantos más derechos estén garantizados, entonces habrá más cohesión, más confianza y, seguramente, habrán disminuido los niveles de violencia”. Esta es la opinión de María Ernestina “Machi” Alonso, una de las funcionarias del Ministerio que entrevistamos.
Acompañamos a Alonso a uno de los talleres que desarrollaron en Virrey del Pino, en La Matanza, destinados a jóvenes. Se trata de “devolverles la palabra a los jóvenes” para saber los conflictos con los que se miden cotidianamente. No se puede mapear los conflictos escuchando solamente a los vecinos adultos, “hay que darles la palabra a los jóvenes, a sus madres y a los referentes sociales cercanos a ellos”. No es una tarea sencilla, porque como señala Agustina Ugolini, otra funcionaria del mismo área, la vinculación del Estado con los pibes está presa de inercias institucionales que cuesta sacarse de encima: “Cada vez que le pedimos colaboración a otras áreas del gobierno para encarar en el territorio los problemas que la policía no puede resolver, ni queremos que resuelva, nos ofrecen enlatados que no tienen anclaje en las realidades locales, que poco tienen que ver con los intereses de los pibes, sobre todo en aquellos jóvenes que terminan en los partes de la policía por disputas en el territorio, por disputas por las pibas, por el choreo”. “Son enlatados espasmódicos, que llegan con suerte a través de una mega-jornada interministerial, donde caen con gazebos, en horarios que no son los que los pibes necesitan ayuda o contención, y después se van y no regresan más o muy de vez en cuando”.
Para Ugolini y Alonso, el Estado tiene que estar con las organizaciones que trabajan en el territorio y tiene que devolver la palabra a los jóvenes, que son los protagonistas o destinatarios de gran parte de estas violencias. Una palabra que cuesta sacar. “Porque –como nos cuenta Machi Alonso– los jóvenes que están en esta situación no suelen hablar de sí mismos. Como nos decía los otros días una piba: ‘Tenemos la voz tan metida para dentro, llevamos tanto tiempo callados, que nos cuesta tomar la palabra’. Llevamos más de ocho meses trabajando con jóvenes y recién ahora se animan a ser protagonistas con la palabra y se descubren como sujetos de derechos”.
Para Alonso, las nuevas conflictividades sociales están hechas de una violencia con historia que nos devuelven a la desindustrialización, la des-sindicalización, la des-proletarización, la des-ciudadanización, es decir, son conflictos profundamente imbricados a las reformas neoliberales, al impacto que tuvieron los procesos de transformación económicos, sociales y culturales impulsados por el capitalismo financiero global y local tanto en la vida concreta de los individuos como en los consensos comunitarios, transformaciones todas ellas que fueron desorganizando las trayectorias vitales, replegando a los individuos en una temporalidad sin horizontes. Dice Machi, haciéndose eco de algunos lugares comunes que escucharon durante estos años en distintos barrios: “Para que me voy a cuidar si en unos años estoy muerto”; “Si mi vida no vale nada, ¿por qué va a valer la de las otras?”
No se les escapa que gran parte de la desorganización social está asociada al avance del narcotráfico en el territorio. El narcotráfico necesita contextos desplomados económicamente y desorganizados socialmente. Encontramos disputas entre bandas narcos por el control de determinados territorios, que suelen estar mediadas por las disputas entre grupos de jóvenes. En otras palabras: las broncas entre jóvenes suelen ser un epifenómeno de otras disputas que los exceden. “Hablamos de jóvenes con enormes dificultades para conseguir trabajo, con muchas dificultades para terminar sus estudios, desenganchados de las comprensiones compartidas, con nuevos patrones de consumo (hay que tener para ser, para tener prestigio), donde las drogas son cada vez más un nuevo organizador de las identidades y los intercambios sociales. El transa está en la esquina ofreciéndoles dinero fácil, van endeudando a los pibes y los van metiendo en montones de problemas, hasta que se convierten en propiedad del transa”. Y agrega: “Estamos en el medio de una batalla que parece perdida de antemano, porque como no podemos ofrecerles otras instituciones sólidas que todavía están por inventarse, que les den una identidad para la vida, ofrecemos dinero que a su vez resulta muy escaso si se lo compara con el dinero que puede ofrecer el transa”. “Por supuesto que no decimos que todos los jóvenes están en esa, sino que es una oferta cotidiana y es una decisión que tienen que tomar los jóvenes para saber de qué lado de la línea se ubican”.
El Estado no está ausente, pero está lleno de fallas vinculadas “a una presencia ineficiente e ineficaz del estado de derecho”, sobre todo en los contextos sociales más desorganizados. Un Estado que sigue pensando en un interlocutor que no existe, que tiene otra realidad. Y Machi Alonso pone un ejemplo elocuente: “Cuando la mayoría de los ciudadanos eran obreros, el Estado ofrecía turnos muy tempranos para que la gente pudiera llegar a tiempo a la fábrica. Todos salían muy temprano de sus casas hasta la salita para que los pudieran atender rápido y no perder el día de trabajo. Ahora el Estado sigue atendiendo temprano sin darse cuenta que la gente está en su barrio, con otra realidad, y que salir muy temprano de su casa, caminar muchas cuadras para conseguir tomar un micro que no siempre pasa, implica correr el riesgo de que te roben”. “El Estado cierra muy temprano para la realidad de esta gente, y al hacerlo se vuelve ineficiente para garantizar el acceso a derechos”. En otras palabras, la imposibilidad del Estado para ver de cerca, para entender que hay gente que no tiene conectividad, que no está digitalizada, que no se puede reemplazar la presencia del Estado completando una planilla que después hay que enviar por Internet. Un Estado que trabaja con gente indolente, que le cuesta ponerse en el lugar del otro, sobre todo del otro que está en situaciones desventajosas. Un Estado con un plantel que puede cerrar temprano porque sabe que la única agencia que no cierra es la policía. Y la policía, agregamos nosotros, no suele ser la mejor forma para estar en esos barrios, sobre todo cuando llega sola.
El techo del ministerialismo
Cuando entrevistamos a los referentes sociales, todos ellos reconocieron la necesidad de la presencia del Estado. Los conflictos de los que hablamos le quedan muy grandes a las organizaciones sociales. No es momento para jugar al autonomismo. Y eso no significa que haya que reemplazar a la policía con más policía, la falta de acceso a la Justicia con una Justicia cada vez más severa. Ni la mano dura ni los punitivismos vecinales resuelven los problemas. Al contrario, lo fragilizan aún más. El tamaño de los conflictos necesita de la intervención presupuestada, creativa y continua de las distintas áreas del Estado.
Se tiene dicho que conflictos multicausales necesitan una intervención multiagencial, es decir, la articulación compleja entre distintas agencias del Estado. Pero esa articulación choca con un formato obsoleto: el ministerialismo. El Estado continúa distribuyéndose los problemas según una división del trabajo incompatible para el abordaje de los conflictos en estos barrios donde los problemas de seguridad se confunden con los de justicia, de salud, vivienda, trabajo, educación, desarrollo social, infraestructura urbana, ecología, género. Cada ministerio aborda una parte del problema, como si pudiera rebanarse la realidad social. No digo que los ministerios sean un equívoco, pero hay barrios donde los conflictos están solapados unos a otros, donde no se sabe dónde termina un problema y empieza el otro. En ese escenario concreto se necesita del asedio estatal, es decir, hay que intervenir de manera creativa con una batería de políticas al mismo tiempo.
Un abordaje integral no se agota en la conformación de mesas de trabajo ad hoc, mucho menos si se trata de la mera coordinación de reuniones que combinen el desembarco en algún barrio, cada agencia con sus respectivo merchandising para hacer “alguna cosita”. Esas mesas de trabajo no cuentan con financiamiento propio, de modo que su vida tiene fecha de vencimiento, puesto que la agencia que tuvo la iniciativa es la que deberá desembolsar el exiguo presupuesto.
Estamos ante un Estado que continúa trabajando de manera compartimentada, donde a un ministerio no solo le cuesta saber lo que está haciendo el otro sino donde al interior de cada agencia hay dificultades para saber lo que hace cada una de las direcciones que la integran. Es un Estado donde cada poder y cada agencia tienen su propio organigrama jurisdiccional, que no coincide con la organización jurisdiccional de la otra agencia. El Estado tiene un formato hecho para que nada pueda sincronizarse.
Hablamos de la incapacidad para trabajar en conjunto en un Estado fragmentado que, además de estar loteado entre diferentes grupos políticos, contiene en su interior agencias que arrastran internas, mezquindades y miserias interminables.
Recomponer la organización social implica articular el Estado en torno a otros formatos más dúctiles, dinámicos y sensibles que puedan ensayar políticas de largo aliento sin perder de vista el tamaño y la singularidad de los conflictos sociales con los que se miden los ciudadanos en el territorio. Algo que necesita de la lapicera pero, sobre todo, de acuerdos políticos.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes, director del LESyC y de la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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