NUEVA ROMA, TE CURA O TE MATA
Una película de Coppola invita a detener el tiempo para imaginar una salida al atolladero de la especie
Esta semana se difundió el teaser de una película que espero con ansias. (Por las dudas, lo aclaro: se le dice así a un formato de promoción de las películas o series que no llega a ser una propaganda hecha y derecha. Es apenas un pantallazo, a modo de anzuelo para dejarte enganchado y que no te pierdas el avance hecho y derecho —el trailer, como se le dice a ese otro formato—, cuando lo difundan con la fanfarria del caso.) La película se llama Megalópolis, va a competir en el inminente festival de Cannes que se inicia el 16 de este mes y está escrita y dirigida por Francis Ford Coppola, uno de mis cineastas favoritos de todos los tiempos. Acá debería explicar el por qué de esta preferencia, pero casi que no hace falta. Hablo del creador de El padrino, La conversación, Apocalypse Now, La ley de la calle (Rumble Fish) y el Drácula del año '92. Cualquier director que acredite en su haber un puñado de películas de esa calidad —y El padrino vale doble, o triple—, debería ser considerado por lo menos un semidiós del cine. Ese, eso, es Coppola.
Es cierto que hace mucho que no filma nada a la altura de su leyenda. En lo que va del siglo sólo hizo películas casi experimentales de bajo presupuesto, como Youth Withouth Youth (2007) y Tetro (2009). Pero Megalópolis es otra cosa, ya que se trata de un proyecto que acaricia desde hace décadas, y que reclamaba un presupuesto a la altura de sus films más ambiciosos. En términos de su derrotero artístico, Coppola le asigna tanta importancia que invirtió 120 millones de dólares de su bolsillo para sacarla adelante. No hace falta pensar mucho para advertir que no puso esa guita para buscar un exitazo a lo Star Wars, sino para culminar su obra con algo a la altura de los laureles que se ganó, con toda justicia, durante el siglo pasado.
De la historia que cuenta Megalópolis se sabe poco. Está claro que incorpora elementos de ciencia ficción, lo cual es lógico, desde que la inspiración de Coppola deriva del amor que sintió desde niño por películas como Metrópolis (1927) de Fritz Lang y Things to Come (1936) de William Cameron Menzies, que fue escrita por H. G. Wells, el novelista de La guerra de los mundos. Todo ocurre en una gran ciudad moderna que ha sido destruida por una catástrofe y cuya reconstrucción se encara.
A la hora de imaginar ese mundo, Coppola reconectó con sus raíces italianas y superpuso la realidad de la Nueva York contemporánea con la historia del Imperio Romano. El hecho de que sus protagonistas se llamen César Catilina (a este lo interpreta el joven Adam Driver) y Franklyn Cicero (este es el personaje de Giancarlo Esposito) lo transparenta, porque "Cicero" es como le dicen en inglés a quien para nosotros es el cónsul Cicerón. En la historia antigua, la elocuencia de Cicerón consiguió que se condenase a Catilina como un conspirador contra la República. Los discursos que dio para demolerlo públicamente se conocen como "las Catilinarias". Pero en Megalópolis, Coppola cuestiona la versión oficial y se permite considerar si Catilina no fue, en verdad, un visionario. Por eso hace del Catilina de Adam Driver un arquitecto con vocación de artista, que presenta un proyecto para reconstruir la ciudad de modo que se convierta en una utopía sustentable. Mientras que Franklyn Cicero, que es el actual alcalde, no pretende más que poner la ciudad de pie para que todo siga funcionando como hasta entonces.
Vuelvo al teaser, que es el disparador de todo esto. (Sepan perdonar, empiezo a hablar de Coppola y me pierdo.) Lo que muestra es breve y muy sencillo.
En lo más alto de una construcción diseñada para evocar al deslumbrante Edificio Chrysler, César Catilina sale por una ventana y contempla el vacío. (Las nubes pasan por encima a toda velocidad como en Rumble Fish, lo cual para mí es un buen signo.) Abajo, a enorme distancia, circulan vehículos del tamaño de hormigas. Catilina parece dispuesto a arrojarse a una muerte segura, pero apenas levanta un pie y pierde el equilibrio, su voz interna produce una orden:
—TIME, STOP!
En nuestro idioma, time, stop! sería tiempo, detente, o frena, o haz un alto.
Y el tiempo se detiene. Allá abajo, los autitos dejan de moverse, perfectamente frizados.
Eso es prácticamente todo, a excepción del chasquido de dedos que Catilina produce para que el mundo vuelva a ponerse en marcha.
Vi esta escena hace días y desde entonces no dejó de rondar mi cabeza. Dada mi admiración por Coppola y la ansiedad que me produce el estreno de la película, no podía pasar otra cosa. Pero con el correr de la semana, me di cuenta de que la escena protagonizada por Adam Driver me visitaba de forma recurrente —también podría decir: me asolaba— por motivos perfectamente extra-cinematográficos.
Comprendí que llevo meses atormentado por una situación que es objetivamente angustiante (porque se funda en hechos reales, comprobables), pero que hasta ahora sólo percibía de manera confusa, fragmentada; y que esa confusión le debía mucho, por no decir todo, a la naturaleza de la comunicación digital. Una de las consecuencias del ocaso de los medios tradicionales es que nos priva de perspectiva, de lo que allá al norte se llama the big picture. En su mejor expresión, la edición de un diario suponía un pantallazo general a lo más importante que había ocurrido en el mundo durante las 24 horas previas. Esa era la sensación con la que se quedaban los lectores después de zampársela, desde la primera plana hasta la página de los chistes, mientras amenizaban con cafecito y medialunas: la de haberse enterado de todo lo que había que saber para considerarse ciudadanos responsables del mundo.
Estoy levantando al archivo de mi papá, 60 años de recortes sobre sus temas de interés. Primera conclusión: es MUY alucinante comprobar cómo las empresas de medios han asesinado el periodismo en este país. Y con él la cultura general de la clase media.
— Fernando Martín Peña (@FernandoMartnPe) May 11, 2024
Estar al tanto de la información crucial te prepara para afrontar la realidad: eso no ha cambiado. Lo que cambió fue nuestro registro de la información. Está claro que, por definición, ningún diario encapsulaba TODO lo verdaderamente importante. Siempre quedaban afuera infinidad de cosas, siempre mediaban los caprichos o las limitaciones editoriales. Pero de todos modos funcionaban como un corte de la realidad, la instantánea de un momento, sobre la que podías volver cuantas veces quisieras para refrescar un dato o entender mejor, como el médico que regresa a la radiografía de la que depende su diagnóstico. De algún modo, te permitían un rápido escaneo de la realidad externa: el país, su economía, su sociedad, el mundo, los deportes, la oferta actual en materia de entretenimiento.
Esta visión panorámica era esencial, ES esencial, para que la realidad y tu capacidad de moverte y tomar decisiones en su seno no se te escape de las manos. Por eso una política como la de silenciar a la agencia Télam —y dentro de ese silenciamiento, la reciente decisión de desarmar las corresponsalías provinciales— responde a imperativos criminales. Sin Télam y sin las corresponsalías funcionando, nos quedamos sin medios que reflejen el país como un todo, como un único organismo, como una comunidad nacional. Y un país atomizado en materia de comunicación, donde cada provinciano vive en su realidad paralela sin saber lo que ocurre 100 kilómetros más allá, es un país maduro para ser dividido en partes y desguazado a piacere del poder corporativo. Si prospera el enajenamiento de Aerolíneas Argentinas, uno de sus efectos será profundizar el aislamiento entre provincias. Durante esta semana circuló el mensaje de agradecimiento de una persona a la que le llegó el órgano que debían transplantarle, mediante un vuelo de la empresa nacional. Si en el futuro alteran rutas y cancelan destinos, gente como esa debería resignarse a morir.
Ahora que nuestra visión del mundo depende de vistazos a la TV y al celular, de las redes sociales y de los mensajes y chats, ya no buscamos visiones panorámicas. No demandamos radiografías, huímos del esfuerzo que significa incorporar mucha data, jerarquizarla y relacionarla para pescar las grandes líneas que actúan sobre la realidad. El flujo de la información se parece a lo que ocurre en esos juegos de Las Vegas llamados slot machines, donde metés monedas, bajás una palanca y mirás casilleros por los que desfilan figuritas a toda velocidad. Para ganar, en esos casilleros tienen que frenar y quedar alineadas ciertas figuritas. Pero con la información actual no ganás nunca, porque por los casilleros pasan figuritas a toda velocidad las 24 horas, y no se detiene ninguna el tiempo suficiente para dejarte reflexionar. Abrís la boca para comentar algo respecto de un iconito pero ya pasó de largo, lo reemplazó otro, y así siempre. En consecuencia, vivimos con la boca abierta y sin llegar a ninguna conclusión.
Y ahí entró a jugar la escena del film de Coppola y mi identificación con el Catilina que le dice al tiempo: Pará, loco, que necesito ver, pensar, asociar y entender. Porque, como venía diciendo, hace meses que las figuritas de lo que ocurre pasan a mil delante de mis narices (tiro acá algunas de la última semana, nomás: Porto Alegre, Gaza, Senado, Milei delirando con convertir a la Argentina en una Nueva Roma, protestas estudiantiles, facturas de gas, lesbo-odio, paro general, Pepín en libertad, industricidio, baja de la edad de imputabilidad, bancos vs. Mercado Pago), y todas parecen cosas sueltas, fenómenos distintos. Pero mi intuición me dice que no lo son, que están vinculadas, que por debajo de ese chisporreteo que encandila hay un sentido unívoco, un escenario común, una big picture de la que depende nuestra supervivencia, o por lo menos nuestra salud mental.
Lo que voy a intentar ahora, si me lo permiten, es decir yo también Time, stop! Y detener la marcha del mundo por un rato, aunque más no sea en términos imaginarios, para darme una vuelta igualmente imaginaria por los tiempos y los lugares que hagan falta; en busca de una visión panorámica sobre nuestra situación actual como especie; con la intención de llegar a una conclusión —provisoria, por supuesto—, sobre si podemos aspirar a una utopía sustentable, todavía, o si ya no queda otra que resignarse al poder de los tiranos.
Follow the money
Habitamos un planeta del sistema solar que se formó hace 4.550 millones de años. La vida sobre su corteza comenzó mil millones de años después, hace 3.500 millones. Según las prospectivas, quedaría margen para que la vida prospere aquí durante otros 500 millones, hasta que el sol comience a flaquear y la biosfera se extinga.
Al cabo de un proceso evolutivo también mensurable en millones, la especie humana surgió en África —chupala, supremacista de la raza aria: vos también provenís de una morocha— hace 200.000 años. Sus desventajas comparativas respecto de otras especies eran grandes: se trataba de criaturas de escaso tamaño, desprovistas de garras y colmillos, de piel vulnerable, mal preparadas para soportar el frío y la intemperie y no muy veloces. En esas circunstancias, no les quedó otra que apelar al único de los órganos que el resto de las especies se podía dar el lujo de no exprimir, ya que lo tenían casi todo servido: el cerebro. Y entonces se abocaron a pensar, a relacionar fenómenos, a unirse en pos de la fortaleza de la que carecían individualmente, a proyectar en el tiempo, a experimentar hasta eliminar el error y, dado que la naturaleza no había dotado su físico de instrumentos contundentes, a emplear y perfeccionar las ventajas de las que disponían —su raciocinio, sus manos cada vez más dúctiles— para convertir a la naturaleza en un instrumento al servicio de su prosperidad.
Durante milenios, se valieron de la agricultura y del pastoreo para sobrevivir. La leyenda de Caín y Abel incluye el trasfondo de la preferencia divina por los cazadores y pastores antes que por los recolectores y granjeros, desde que el Señor prefirió la ofrenda animal que le hizo Abel a los frutos de la tierra que le consagró Caín. Lo indiscutible es que, ya desde los albores de su experiencia, los seres humanos se encontraron en la necesidad de poner bajo control la violencia fratricida, del hombre contra el hombre. Algunos teorizan que nuestra debilidad por la violencia es hija del terror que experimentó el hombre primitivo durante milenios; que la impotencia que sentían las generaciones sucesivas, ante un mundo físico que se expresaba de forma brutal y caprichosa y el asedio de bestias salvajes, tornó inevitable esa reacción compulsiva, la lamentable facilidad con que nos entregamos al estallido de furia. La distancia cronológica que nos separa de aquel proceso hace que la teoría se vuelva incomprobable, pero ciertos hechos recientes parecen avalarla. Alguna conexión debe haber entre las atrocidades perpetradas contra los europeos judíos durante la Segunda Guerra y las atrocidades que hoy comete el Estado de Israel contra los palestinos, así como la hay entre las víctimas de abusos que se convierten en abusadores y repiten, corregido y aumentado, lo mismo que les hicieron sufrir.
No se tardó mucho en reencauzar la violencia humana para comenzar a explotarla racionalmente. Los hombres fuertes se elevaban por encima de sus comunidades y, a cambio de protección, reclamaban pleitesía y diezmos, que terminaron convirtiéndose en impuestos. El principio ordenador era, en efecto, la capacidad de matar. A mayor capacidad de infligir daño, mayor poder. Pero con el tiempo, la creación de las ciudades y la necesidad de acordar reglas que garantizasen estabilidad —a medida que se crearon las instituciones y se desarrollaron las leyes—, le pusieron un bozal a los violentos, enrolándolos al servicio del verdadero poder: el económico. En términos generales, los hombres débiles pero astutos convirtieron a los soldados en uno más de sus tantos recursos. Y esto no ha variado nada en los últimos milenios.
Según la historia de Roma que Coppola toma como fermento creativo, Cicerón denunció el intento de Catilina de producir un golpe para ponerse al frente de la República. En esto fue exitoso, Cicerón, pero fracasó a la hora de entender que iniciativas como la de Catilina provenían de un deseo de cambio genuino de parte de los ciudadanos romanos, que buscaban una evolución, una instancia política superadora. Y al no canalizar ese deseo de manera positiva, hizo lugar a un cambio más violento: el fin de la República y el advenimiento de los dictadores, disfrazados de figuras divinas a través del título de emperadores. Allí toma cuerpo la Roma expansiva, que comenzó a colonizar y a esclavizar a un pueblo tras otro, uniendo el territorio mediante caminos duraderos y la imposición de su moneda. "Roma se convirtió en un imperio fascista", reflexionó Coppola a fines del siglo pasado, cuando Megalópolis ya estaba en su cabeza. Y a continuación se preguntó, refiriéndose a su país natal, los Estados Unidos: "¿Nos convertiremos nosotros en algo similar?"
A partir de entonces, la dinámica expansiva del poder económico no cesó nunca. Es cierto que hubo intentos de ponerle coto, como las campañas contra la usura que lideró la Iglesia durante la Alta Edad Media. El papa Clemente V llegó a prohibirla por completo en 1311, y a declarar nula toda legislación secular que permitiese enriquecerse cobrando intereses al dinero ajeno. Pero los ripios como ese fueron momentáneos. El poder del capital creció a ritmo errático, pero no paró. En general se nos enseña la historia grande a partir de los sacudones políticos, pero hace milenios ya que es imposible entender a fondo un movimiento tectónico —una guerra, una revolución— si no se tiene en cuenta su motivación económica.
La consagración de las democracias modernas dio pie a un período de relativa estabilidad en Occidente. En el marco de un sistema de tres poderes, los hombres de negocios se desarrollaron casi sin tropiezos y sin sacar los pies del plato, conservando su adhesión formal al sistema democrático. Estaban en perfectas condiciones de incidir sobre las elecciones, de corromper a funcionarios, de comprar legisladores para que promoviesen leyes a la medida de sus deseos y de sobornar a jueces para que fallasen en su favor, aun en contra de la ley escrita y consagrada.
Pero en los últimas décadas, los hombres de negocios comenzaron a demostrar que la organización política vigente les iba chica de sisa, los limitaba, los incomodaba. Y anabolizaron a sus empresas con el objetivo de acumular un poder que estuviese por encima de aquel de los Estados soberanos. Algunas prefieren el anonimato de un sello, como BlackRock. Otras son personalistas, como la de Elon Musk. Lo que tienen en común es que mueven más guita que muchos países, y que operan en contra de naciones enteras en busca de su propio beneficio, de la forma más descarada. Durante el siglo XX fue notoria la forma en que empresas de los Estados Unidos metieron la cuchara en ciertos países latinoamericanos. (Googléen United Fruit, nomás, y se van a dar una panzada.) Pero lo que hoy llama la atención es que ya no disimulan: lo dicen abiertamente y lo difunden. No olvidemos las declaraciones que Musk, el marciano favorito de nuestro actual Presidente, difundió en 2020 en la red que poco después se compró. En referencia al golpe de Estado en Bolivia, dijo: "¡Nosotros le vamos a dar un golpe a quien se nos cante! Bánquensela". (We will coup whoever we want. Deal with it)
No hay forma de entender lo que nos está pasando —y no sólo aquí, en la Argentina, sino en el mundo entero—, si perdemos de vista el poder del interés económico. Ya lo decía un personaje llamado Lester Freamon (Clarke Peters) en la magistral serie The Wire: Follow the money! Hay que encontrar el rastro de la guita y seguirlo hasta su origen. (La cita textual de Freamon dice: "Si seguís el rastro de la droga, vas a encontrar adictos y dealers. Pero empezá a seguir el rastro de la guita, y vas a llegar a lugares que van a hacer que te caigas de culo".)
En estos días circuló el video de una presentación del hoy primer ministro de Israel en la televisión local de los '80. Allí un periodista le dice: "Los Estados Unidos no están con nosotros". A lo que Netahyahu responde: "Tenemos al Senado de los Estados Unidos, tenemos a su Congreso y a un lobby judío de nuestro lado que hoy es récord. Tenemos una influencia muy fuerte sobre el apoyo general de ese país. Los Estados Unidos no pueden forzarnos en ninguna dirección que no queramos". Cuatro décadas después, la política actual de Netanyahu demuestra que sigue creyendo lo mismo. No debería extrañarnos que la necesidad de seguir apoyando a Israel le cueste al actual Presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, su reelección en noviembre.
Alguien a quien conozco dice a menudo: "Todo tiene que ver con todo". Pero, para comprender de veras por qué está pasando lo que nos pasa, tal vez lo más preciso sería decir: "Todo tiene que ver con la guita".
¿Hasta cuándo abusarán de nuestra paciencia?
Por la plata baila el mono, dice el refrán popular. Y por la guita bailamos nosotros, los monitos humanos que pisamos el planeta en este instante. Lo sepamos o no, nos guste o no.
La guita condiciona nuestras vidas, porque por guita se ha llevado a nuestro hogar astral a las ruinosas condiciones que hoy exhibe. (Al hablar de las tremebundas inundaciones que arrasaron Porto Alegre días atrás, Lula fue claro: "Esta es una factura que nos está pasando el planeta", dijo. ¿O todavía existe algún ingenuo o deshonesto intelectual que piense que arrasar media Amazonia, como permitió hacer Bolsonaro, iba a ser gratis? Mientras pensaba en estas cosas, los medios anticipaban que Uruguay recibiría en 72 horas una lluvia equivalente a lo que suele caer en tres meses.)
Por guita, también, ocurren las turbulencias que sacuden el tablero mundial, como la guerra de Rusia contra el mascarón de proa de los Estados Unidos que es Ucrania y el genocidio que Israel lleva adelante en Gaza. (¿O ustedes se creen que tanto los Estados Unidos como los países europeos le permiten a Israel hacer lo que hace —horrores que no se le tolerarían a ninguna otra nación del orbe—, porque le temen a su arsenal, o por culpas que arrastran desde la Segunda Guerra? No señor: ¡es por guita! La misma razón que explica por qué las autoridades de tantas universidades de los Estados Unidos lanzan a la policía contra sus propios estudiantes: porque protegen así a quienes ponen guita para que los centros de estudios funcionen, parte de ese "lobby récord" del que hablaba Netanyahu en los '80. La misma razón por la cual el New York Times se permite indignidades como las que acá solemos atribuír a Clarín y titula: "Hombre procesado por embestir a un manifestante pro-palestino", en vez de decir de arranque que el violento no era "un hombre" cualquiera, a secas, sino un pariente del rabino Meir Kahane, fundador del grupo fascista Liga de la Defensa Judía que mató a 29 palestinos en una mezquita en 1994.)
Por guita estamos como estamos en este bendito país. Porque nuestra soberanía económica no cuadra con los planes que los Estados Unidos tienen para nosotros, según los cuales nos necesitan pobres y subdesarrollados para que sólo produzcamos lo que ellos demandan, para que consumamos lo que ellos venden y para que no tengamos cómo oponernos al despojo de nuestros recursos naturales. Y porque nuestros hombres de negocios —la clase dirigente más mediocre, traidora e hija de puta que haya existido en nuestra breve historia— quieren ganar más de lo que ganan sus equivalentes en cualquier otra parte del mundo, donde todavía existen leyes que moderan su codicia. Son los mismos factores de poder que están chochos con Milei, cuyo discurso e iniciativas les suenan a música del cielo, pero que al mismo tiempo no le largan ni un dólar, porque temen que no pueda sostenerse mucho más por falta de apoyo político y popular. La evidencia de hechos como la protesta en favor de la universidad pública, el paro de esta semana y la zozobra que parece que sufrirá en el Senado dentro de pocos días, avala su prudencia.
Pero claro, nadie te dice que casi todo lo que te está pasando es por guita, porque existe gente que quiere quedarse con una parte cada vez más grande de lo que producís como trabajador. Y cuando dicen que es por guita, lo hacen con la intención de patear para afuera y echarle la culpa a otros. (Aunque a veces tengan razón. Aprovecho la oportunidad para pedirle al ex Presidente Alverso lo siguiente: cierre el pico, por favor. Tuvo una oportunidad dorada y la hizo mierda, y nos hizo mierda a casi todos, como consecuencia. Nada de esto estaría pasando si hubiese actuado en favor de las mayorías, como Néstor, en vez de limitarse a nombrarlo cada dos por tres. Y no me venga con la correlación de fuerzas, que a Milei no le dan y sin embargo está ejerciendo el poder. Su ventana de oportunidad se cerró. Ahora deje de hacer daño, aunque más no sea para conservar la mínima dignidad que le queda.)
Lo concreto es que, al servicio de los poderosos de esta sociedad, los políticos y comunicadores llevan décadas gritando: "¡Al ladrón, al ladrón!" y señalando en una dirección concreta, para disimular que quien te chorea todos los días se fue silbando bajito en la dirección contraria. Y hay demasiada gente que les ha creído, lamentablemente, acríticamente. Porque yo entiendo que haya quienes no simpaticen con determinados dirigentes o con ciertos partidos, pero la realidad es la realidad. Y esta realidad de hoy está en condiciones de demostrarle objetivamente a quien quiera ver, oír y entender, cuándo estuvimos mejor; cuándo tenías mayor capacidad de comprar cosas; cuándo podías hacer planes y proyectar a futuro; cuándo zafabas el mes entero con un sólo trabajo, en vez de seis. En estos días, pagamos el pan más caro de lo que cuesta en países que no tienen el trigo que en nuestro país abunda. ¿Qué será lo que hace falta para que alguna gente reaccione: que la hogaza de pan venga con un cartel que diga sos un pelotudo?
Tras la designación de Lemoine en la Comisión de Ciencia, encontré esto: en USA, los demócratas creen cada vez más en la ciencia y los republicanos, cada vez menos. Parece ser un fenómeno global.
La grieta hace tiempo que no es izquierda/derecha, es mucho más profunda. pic.twitter.com/M8R6ywYjCK— Marcos Aldazabal (@MarcosAldazaba1) May 10, 2024
A los pueblos originarios los empaquetaron con espejitos de colores, y a nosotros —que no avanzamos como sociedad todo lo que nos gustaría creer— nos empaquetan con espejismos virtuales que disimulan la realidad de una explotación cada vez más salvaje. Las cosas son lo que son: no ha habido un sólo gobierno liberal, mejor o peor disfrazado, que no nos haya hecho puré. Los demás —Alfonsín, Néstor, Cristina y pará de contar—, intentaron que estuviésemos mejor, con distintas suertes. Nadie dice que hayan sido perfectos. Pero, a la luz de la situación, debería ser evidente que hicieron mucho por frenar una avanzada como la que hoy padecemos.
Como yo me sé privilegiado, y todavía puedo arrimar el bochín de lo que gano a la línea de llegada del fin de mes —ojo, a veces canto victoria, pero a veces pierdo—, puedo permitirme el lujo de no vivir pensando en la guita. Lo cual debería ser nuestro estado natural. Salvo que seas un capitalista compulsivo o el avaro de Moliére, nadie quiere vivir obsesionado por el billete. Todos trabajamos para garantizar un piso de bienestar que permita dedicar el resto de la energía vital a lo que sí vale la pena: el amor, la familia, pasear, viajar, comer rico, descansar bien, disfrutar de las amistades, ver partidos o ir a la cancha, leer por placer o para educarse en lo que nos interesa, escuchar música, ver cine, teatro o series, participar de la vida pública en defensa de las causas que nos parecen justas, cuidar del jardín o de la huerta personal, esmerarte para que el lugar donde vivís sea más agradable cada vez... Vivir, bah. Pero como también estuve sin trabajo, y caminé por la calle mirando hacia abajo en busca de una moneda milagrosa, sé que cuando la soga aprieta no podés pensar en otra cosa. Y esa es una condición demencial, porque es inhumana. Nuestra especie no evolucionó sobre este planeta para terminar esclava de un símbolo impreso en papel o de un número digital. Por ahí pasa parte de la perversidad de este sistema: te induce a creer que no se puede vivir de otro modo.
Y no puede ser que no se pueda vivir de otro modo. Con el bocho que tenemos, con la imaginación de la que disponemos, con nuestra habilidad para articular hipótesis y escenarios, ¿cómo puede ser que todavía no se nos haya ocurrido otra manera de vivir, que no dependa de la guita y que valore la generosidad, la virtud, la belleza profunda, la solidaridad, y que establezca como disvalores la mezquindad, la falta de empatía y la violencia? Durante siglos, los chinos vendaron los pies de sus mujeres para achicárselos de modo que se aviniesen a un artificial standard de belleza, y hoy estamos convencidos de que esa era una costumbre cruel y disparatada. En Occidente, al menos, llevamos miles de años dejándonos vendar la cabeza de modo de oprimir nuestros pensamientos hasta convencernos de que la guita es lo único importante. Entre estas dos, sinceramente, ¿qué costumbre les parece más cruel y disparatada?
Es hora de que, como parece que hará Coppola en Megalópolis, consideremos la posibilidad de que Cicerón, que se llenaba la boca hablando de república, haya sido en realidad un conservador aristocratizante. Y de que volvamos a pensar en la utopía, en la revolución, como una posibilidad a ser puesta a prueba. Porque, a diferencia de otros períodos históricos, el peligro al que nos enfrentamos puede ser terminal. Y no me refiero sólo a la Argentina: me refiero a la humanidad entera, porque este es un problema del que nadie está en condiciones de escapar. Tenemos por delante la perspectiva de una catástrofe ambiental, la perspectiva de nuevos autoritarismos, la perspectiva de un apocalipsis nuclear al que seguramente no sería ajeno gente convencida de que Dios la eligió como superior. Cualquiera de esas opciones produciría un desastre que nos pondría al borde de la extinción o del reseteo a cero de la historia, de un volver a empezar desde las ruinas.
Por eso mismo, antes de que la realidad nos deje sin remedio, encaremos un proceso como el de nuestros antepasados, cuando estaban en una escandalosa inferioridad de condiciones y no podían sentirse más vulnerables. Porque nosotros también estamos en inferioridad de condiciones. Porque nosotros también somos vulnerables. Estamos en una situación tan crítica, que si no nos exprimimos el cerebro con la intensidad que emplearon los primeros homo sapiens, no vamos a salir del atolladero. Necesitamos reconectar con aquel esfuerzo que permitió dar un salto cualitativo en nuestra evolución: volver a pensar en serio, a relacionar fenómenos, a unirnos en pos de la fortaleza de la que carecemos individualmente, a proyectar en el tiempo, a experimentar hasta eliminar el error, y a reescribir nuestra relación con la naturaleza para que no vuelva a ser la de explotador y explotado, sino la de socios 50/50.
Esta puede ser, lisa y llanamente, nuestra última oportunidad. Por suerte me pescaron en una semana optimista. Sé que suena sarcástico, pero hablo en serio. La juventud que vi en la calle durante la marcha por la universidad pública y las juventudes que protestan en el mundo entero contra el genocidio en Gaza —millones de pibas y pibes que hasta hace nada no estaban a la vista, actuando como un colectivo—, me llenan de esperanza. Es una maravilla descubrir que en las generaciones que nos sucederán los Marateas no son mayoría.
En mi imaginación, ya detuve al tiempo como el Catilina de Coppola durante un buen rato. Me di el gusto de recorrer millones de años y seguir hasta aquí la pista del dinero. Ahora voy a chasquear los dedos para que todo vuelva a ponerse en marcha. Ustedes hagan lo que quieran, pero yo les recomiendo tomarse un rato para pensar a fondo y entender qué está pasando y decidir cómo quieren vivir el resto de sus vidas. Es preferible pedirle al tiempo que se detenga —lo cual puede parecerse mucho a perder el tiempo, desde la perspectiva de quien lo mide todo en términos económicos—, a descubrir que en el momento menos esperado se detuvo para todos por su propia voluntad.
Como escribió Bertolt Brecht: a aquellos que no sepan que el mundo está en llamas, yo no tengo nada que decirles.
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