Hace varias décadas que las drogas de diseño circulan en nuestro país con bastante soltura. Éxtasis, Poper, MD/MDA y el antiguo LSD se fueron imponiendo en tertulias, marchas, fiestas y demás estados de celebración que les jóvenes y les no tan jóvenes utilizan como forma de evasión, aunque también como forma de autoconocimiento y de exploración de las capacidades de convivencia con el deseo a flor de piel. Esos alucinógenos son consumidos en el Occidente norteño desde hace ya muchas décadas. No por nada el mega éxito que tuvo la serie Breaking Bad y que ahora se encuentra en la estantería de antigüedades según la velocidad con que las imágenes son paridas desde el epicentro de la tecnocracia del capitaloceno. La mega industria audiovisual hollywoodense.
Esa búsqueda de estados alterados tampoco es ninguna novedad en la historia de la humanidad. Hay reportes, crónicas y anécdotas de experiencias espirituales o alucinógenas con hongos y plantas, desde los egipcios, pasando por los romanos y podría inferir que gran parte de la Biblia se escribió bajo algún efecto micológico. Antes de que la farmacología fuera una industria, los humanos ya se habían volcado a esa batida para curar dolores, tanto físicos como emocionales, y también para acceder a conocimientos sobre el universo. Probar en carne y mente las posibilidades del propio cuerpo.
La necesidad existencial de alcanzar otros estados de la percepción es tan vieja como el mundo. La micetología silvestre fue una fuente vital para la supervivencia de la humanidad.
La búsqueda lúdica de conocimiento, que como ya mencioné viene de larga data, se ha democratizado en los últimos años en otras formas del consumo. Sumado a esto, un estado de intensa desconcentración que provoca esa velocidad con que las imágenes aparecen y desaparecen, y sin modificación del ritmo entre un acontecimiento y el otro. La tecnificación en todos los campos del saber y la espectacularización de la vida privada o la desprivatización de aquello que se consideraba íntimo, fue derivando en unas subjetividades muy necesitadas de perderse en dimensiones desconocidas a través de diferentes dispositivos de consumo. Tanto las drogas de diseño, como los videojuegos y los mil capítulos de las series son dispendios funcionales a estas nuevas subjetividades móviles, líquidas, fluidas y también desacatadas, que circulan por las pantallas. Lejos de las acartonadas lógicas de otras épocas y muy distantes de las consignas axiomáticas con las que las instituciones se respetaban para la organización de la civilidad, el cruce entre la búsqueda de sentido inherente a los humanos y la obturación de cualquier sentido a través del exceso de información, sea esta verdadera o falsa, visual, textual o auditiva, deviene en estas extravagantes empatías con el delirio. Aunque este nos arrastre a todes a un muy probable sufrimiento.
La consecuencia de cambiar el consumo por el consumismo la explicó Bauman allá por el final de los ‘90 y, sin embargo, ya había sido advertida también por Pasolini y Deleuze en los tempranos años ‘60, cuando en medio de revoluciones la vida en sociedad se veía afectada por los nuevos modos de percibirnos como sujetos civiles, como sujetos sociales. Y hasta acá llegamos siendo consumidores seriales de todo lo que la democracia del mercado nos pone delante. Pero las drogas de diseño, que tienen un efecto recreativo, contemplativo o lúdico, lejos están de la cocaína, que empapada de esa distorsión de poder y control consumió durante plazos extensísimos el rock argentino y hoy nos ha heredado varios especímenes innombrables, desde violadores hasta inflamados votantes de Milei, que en nombre de tertulias con no sé qué intelectualidad progresista, más que ir en contra de la corriente, se han dejado arrasar por la miserable corriente elegíaca del consumismo y el mercado.
Hace tiempo que me ronda esta idea sobre las formas de consumo de drogas ilegales, pero de circulación corriente. El enigma siempre es si fue primero el huevo o la gallina, pero parece estar cada vez más claro que necesidad y deseo tienen una relación tan filial como indisoluble. Si primero llegó la oferta y después la demanda, o viceversa, creo que es una pregunta que ya no tiene ningún sentido. La realidad ha demostrado que ambas van en un mismo bote a mar abierto y acarreando consigo todos los riesgos que implica navegar en una misma nave. O hay acuerdo o nos hundimos todes mientras discutimos para qué lado remar o de dónde viene el viento o si las nubes vienen cargadas de electricidad o traerán tornados hambrientos.
La cruzada del mercado es a todo o nada, con aguas turbulentas o tranquilas vamos en la misma balsa, nos guste o no.
Surge una duda frente a estas nuevas subjetividades móviles, fluidas, líquidas e insolentes ¡y hartas de las viejas maneras de hacer política! ¡Hartas de esos muchachotes heredados de las políticas de apertura al narcotráfico que hicieron Menem y Duhalde! Tan hartas de las formas del consumismo que muestra lascivamente el poder que hasta están dispuestas a entregarse, en gesto casi sacrificial, a que tomen decisiones sobre sus vidas una dupla insolente y desalineada, que como única propuesta fundacional ofrece la destrucción del empleo, la salud, la educación, la cultura, los pactos de convivencia y los derechos sociales y humanos. Milei y Villarruel, uno con su peluca despeinada y la otra con su camisa a media asta, encarnan la indignación, la insolencia y la dimensión desconocida, que la tecnocracia viene financiando y apreciando. Y que a todas luces, llevará al país a un caos social sin precedentes.
La duda que surge, entonces, y ni siquiera sé si es una pregunta, sino más bien una angustia frente a este estado liminar de las cosas, es hasta dónde es contenible un sistema político tan vapuleado por legalidades e ilegalidades diversas, cuando la necesidad-deseo está volcada hacia una dimensión aún no transitada –drogas de diseño y fantasías audiovisuales–, ya que las acontecidas han demostrado su fracaso y su vulnerabilidad frente a ese universo de imágenes y sobre-estímulos en los que vivimos. Bajo la condena de las pantallas y la necesidad de evasión y autoconocimiento, para hallar las nuevas herramientas de supervivencia se necesita de una nueva lengua.
Tenía que escribir unas líneas sobre los 20 años que cumplió la película Los rubios porque debido a esa caterva de tiempo transcurrido se están realizando varias celebraciones: la reedición del libro Cartografía de una película y una retrospectiva en formato original de toda mi obra fílmica. Pero sobre Los rubios ya escribí suficiente en ese libro y en las entrevistas que brindé, tanto sobre cine, como sobre memoria y democracia. Las películas y los libros que he escrito y realizado hasta el momento rondan asuntos alrededor de diversas violencias que engendran los conceptos de familia, patria y religión, pilares que –con más o menos discusiones– fueron con los que se intentó sostener esta democracia del consumo, sin prever que el brazo invisible del mercado –aunque demasiado visible a pesar de las fake news de corriente uso– era quien conducía los mares de necesidad-deseo, fantasía y sobreabundancia de imágenes-imaginarios que en nada se relacionan con el territorio latinoamericano.
Entonces, después de tantos años de reflexión acerca de aquellos temas y frente a este estado liminar de las cosas, no puedo más que preguntarme cuáles son las imágenes y la lengua a crear, para estas sociedades que entre el hartazgo y la búsqueda de fantasía se vuelcan sobre el delirio de considerar que el pasado y la violencia ya no circulan entre nosotros y que los consensos democráticos son solo cosas de viejos meados o de curros espurios. Habrá que seguir filmando para que las ideas afloren, y las palabras se vuelquen hacia lo sensible, y la felicidad sea una meta para el bien común. ¡Vaya hermosa fantasía para contar y construir!
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