“La verdadera mujer que me habita, al mismo tiempo roquera, tanguera, lujuriosa, madre de Krishna Azul, profetisa, carnestolenda, drogadicta, rastafari, neosufí, bahiana, mapuche, candomblera, ah, y por si eso fuera poco, podría agregar tres p: puto, poeta, peronista”. Modesto consigo mismo hasta la mezquindad, sin desmerecerse ni faltar a ninguna de las condiciones con que se autodefine, la autora de la frase es mucho más que la sumatoria de esas partes. Tal vez por ello mismo, por ella misma, complejo de ubicar dentro de una sola definición.
Los etnólogos —reservorio inabarcable de conceptos para parlotear de la cultura— cuentan con el personaje del tesmóforo, héroe civilizador que aporta a su comunidad algo que no sabía, que no poseía, que no sabía que no poseía, vaya a saber. Como Prometeo para los griegos, Elal entre los tehuelches, Quetzalcoatl a los toltecas, el Metzgoyé de los tobas, su ruta. Pues bien: los latinoamericanos en general y los argentoparlantes en especial lo tenemos al Fernando Noy (Río Negro, 1951), vivito y coleando, propiamente. Divo creacionista, deja a la posteridad una obra que atraviesa todos los géneros artísticos y ahora también un flamante “memorial”, “safari del tiempo” que bajo la escafandra de la autobiografía traza los parámetros fundamentales para la construcción de un historial de la contracultura de la segunda mitad del siglo XX. Su principal valor, como en buena parte de la producción de Noy, reside en que no sabe lo que hace, pero lo hace.
Hay pues, desde siempre, una cultura que subyace, cuyos emergentes se conocen merced al arduo afán de los sucesivos aparatos represivos que la combaten con tanta violencia como denuedo. Durante las dictaduras sesentistas cundió lo que el adalid de la censura cinematográfica, Miguel Paulino Tanto, conceptualizó como “moral pública media”, que a la par de cortarle las tetas en el celuloide a la Coca Sarli, tusaba la melena de los incipientes hippies en las comisarías, allanaba albergues transitorios en busca de parejas legalmente constituidas y a gays y travestis… las violaba. Poco después, durante el genocidio videlista & Cía, el “modo de vida occidental y cristiano” ponía a cantar a Palega Ortito en los cuarteles y a los desaparecidos en las mazamorras bajo la advocación de las sotanas. Eso sí, al exterminar a todos por igual, poco discriminaba. Mismo can con distinta, aggiornada gargantilla, hacia fines de los años '80 fue la impostada prolijidad de la corrección política que falsificó presuntas “transgresiones” mientras asociaba el incipiente mundo queer a la frivolidad, lo prostibulario, lo perverso.
A cada uno de tamaños modelos de censura Fernando Noy le opuso militante creatividad: las murgas barriales entre el peregrinaje por estaciones de tren y sus teteras; el exilio en San Salvador de Bahía, Brasil, para absorber el divismo poético tropicalista; la erección del under urbano con nuevos actores experimentando renovadas modalidades expresivas. Si algo es la inteligencia, se resume en la capacidad de transitar diversidad de discursos sociales y eso fue, es, lo que la Noy cultiva con ahínco. Tiempos tensos, intensos, extensos que recorre en Peregrinaciones profanas mediante una primera persona coloquial que, no obstante, deja lugar al protagonismo de sucesivos personajes cuya intimidad supo compartir, un instante o varias temporadas. Así el mismísimo Jorge Luis Borges, Paco Jamandreu, Alejandra Pizarnik, Marosa Di Giorgio, “la deidad del candombe oriental” Martha Gularte, Elvira Orphée, Adélia Prado, el ERP, un auténtico conde, Luca Prodan, el genial Batato Barea, María Luisa Bemberg, Mercedes Sosa, Alejandro Urdapilleta, Ivonne Bordelois, Omar Chabán, Luis y Julieta Ortega, Pedro Lemebel. Y tantos otros. Habitantes de universos heteróclitos cuya carta de ciudadanía requería de sólo respeto poético y que, cada uno a su manera, brindaba su gajo al fruto prohibido de un acervo capaz de palpitar por fuera de los cánones del sistema. “Engrudo”, le llama Fernando Noy a un underground para sí impronunciable que de tal modo se apropia, transforma y regenera.
Peregrinaciones profanas arranca encomendándose a “magos, brujos, chamanes, clarividentes, rosacruces, caracoles sagrados de Bahía, mi abuela druida”, también a la numerología, el zefiroth, la simbología tarotista, sucesión de “érase una vez” o “en una galaxia muy lejana”. Misticismos que anuncian un relato donde lo mítico hace a lo fundacional y la realidad histórica permanece supeditada a la mera anécdota cuando lo que se cuenta contiene mayor verdad de lo que ocurrió: “Paco (Jamandreu) buscaba un gran estuche dorado de su caja fuerte, se escondía en el pequeño toilette de las visitas y de inmediato volvía reluciendo como una luciérnaga faraona con incandescentes anillos, gargantillas, diademas de falsos brillantes y otras piedras preciosas que eran réplicas de las usadas por Eva (Perón). Al principio bromeaba diciéndome ‘son legítimas’, pero luego, casi enfurecido, confesaba que se las habían robado esos milicos de mierda tan odiados por ella”. Claro: “ella” es el modisto de Evita y Evita misma, en usufructo de la generosidad andrógina del lenguaje, que es la del autor. Peregrinación histórica, sexual, personal, poética, musical, en fin, poliartística que recupera a la vez que despabila: “En aquellos tiempos había solo dos falanges de pasión homosexual. Los betters, que seríamos Paquito y yo, o sea las pasivas, también llamados manflor o directamente putos, y los paquis, como se denominaba a los heterosexuales y bufarrones inclusive”.
Describe las clases sociales desde un lugar de clase. Construye el texto a través del rasgo y, en su conjunción, formula una escena en la que toma posición a la vez que logra zambullirse en una juguetona profundidad sociológica. Desde detrás de las rejas del neuropsiquiátrico Maison Blanche, cercano a Paris, es testigo de la muerte, en el hospital de enfrente, del magnate griego Aristóteles Onassis; de repente llega la flamante viuda, Jacqueline Bouvier, ex Kennedy, “quien, experta en estas cuestiones, descendió casi sonriendo con esa elegancia incomparable (…) Incluso posó durante bastante tiempo en el mismo escalón delante de los fotógrafos que repetían su nombre, seguramente fascinados por su profesionalidad ante el drama”.
Fue la Pizarnik quien la bautizó Fernando, para no confundir los amigos porque ya existía otro Julio: un tal Cortázar. También quien lo llevó a lo del escritor Juan José Hernández donde Néstor Perlongher, Blas Matamoro, Juan José Sebreli, Manuel Puig y Enrique Pezzoni fundaban el FLH, Frente de Liberación Homosexual. Testigo y activo protagonista, Noy peregrina hasta siempre por una cultura que profana la historia oficial, arrancándole todo caretismo mediante la epopeya de otros próceres, muchas veces confinados a la catacumba del pintoresquismo. Quita a la argentinitud el duro estuco del prejuicio y la ignorancia; al contar fragmentos de la vida de otros construye la propia y la de muchos; hace de la libertad, la vida misma.
FICHA TÉCNICA
Peregrinaciones profanas
Fernando Noy
Buenos Aires, 2018
234 págs.
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