A Patricia P, que lo hubiese entendido todo
¿Cuándo escuché Cabaret por primera vez? En 1972 o en el '73, a lo sumo. Lo cual me retrotrae a mis diez, once años. No era una música emparentada con las modas del momento —deliciosamente retro, más bien—, pero viniendo de mi madre todo era posible. Mamá practicaba un maravilloso eclecticismo: crecí acunado por Sinatra, Mercedes Sosa, Lily Pons, Al Jolson y Ornella Vanoni. Pero con Cabaret le pasó algo especial. Vio la peli de Bob Fosse —que es del '72— y flipó. De un día para el otro, los habitantes de la casa de Flores le hicimos lugar a una nueva inquilina: la banda sonora de la peli, que sonaba a toda hora con mamá cantándole encima — nuestra Sally Bowles doméstica.
¿Sabía yo qué historia contaban esas canciones? Mi inglés no daba para interpretar las letras a simple oída, no todavía. Y tampoco podía ver la peli, aunque me hubiese encantado (el cine era otra de las cosas que compartía con mi madre): era prohibida para 18 y en esa época no te dejaban pasar ni locos. (Ya desde entonces, la expresión ¡Documentos! me producía escalofríos.) Tendría claro de qué iba en términos generales, seguro: contaba la historia de un cabaret en la Alemania del nazismo incipiente, y Sally Bowles (Liza Minnelli) era la chica que cantaba ahí. ¿Y cuál era mi registro del nazismo? A esa altura ya cargaba en mi rígido con infinitas pelis de guerra y varias temporadas de Combate, podría haber rendido el teórico tranquilamente. (El práctico no. Nuestro práctica en materia de nazismo estaba al caer.)
Durante una temporada, ese fue el sonido con el cual el mundo me recibía cada vez que despertaba. La música arrancaba despacito, con un redoble que concitaba la atención. La melodía era alegre y el Maestro de Ceremonias (Joel Grey) te extendía invitación a un lugar apetitoso, hablando en varios idiomas. (Esta parte era fácil de entender, aun desde mi precario inglés.) Deje sus problemas afuera. ¿Que la vida es una desilusión? Olvídelo. Aquí adentro, la vida es hermosa. Las chicas son hermosas. Hasta la orquesta es hermosa.
Yo sobreviví a los '70 dentro de un cabaret.
Parte de la culpa le corresponde a Liza. La Minnelli formaba parte de la realeza de Hollywood: hija del director Vincente Minnelli (el director de Meet Me In St. Louis y Un americano en París) y de Judy Garland, que había sido la Dorothy de El mago de Oz y la estrella de Nace una estrella. Bastaba escucharla para quedarte prendado, la mina cantaba bárbaro, su voz era —es— una invitación a vivir, exultante y cálida a la vez.
Pero cuando veías la película (que devoré más tarde, mediante la invención del VHS), lo entendías todo. Liza era Sally Bowles y Sally era la vida misma, una personalidad irresistible. Christopher Isherwood la había concebido para su novela Goodbye Berlin (1939) a partir de una figura real, la cantante, modelo, escritora y activista política Jean Ross, a quien conoció a comienzos de los '30 en Alemania y corporizaba la "divina decadencia" de la República de Weimar. La Sally original era inglesa y se conducía como si fuese la gran cosa aunque estaba lejos de ser un gran talento. En manos del director Bob Fosse, Sally se americanizó y Liza la dotó de encanto. Su voz era descomunal pero el envase no. Sally se movía por el mundo como si fuese Greta Garbo aunque apenas era —estaba a la vista— un patito feo: petisa, de ojos demasiado separados, bocota, pecho plano y piernas largas por demás.
Eso sí: apenas pisaba el escenario, se convertía en la mujer más bella. A los dos minutos de canción ya estabas enamorado, sin importar tu condición sexual. Lo esencial era la actitud. Lo que Liza / Sally comunicaban apenas salían a escena era la decisión de sobreponerse a las propias limitaciones, para abrazar el costado glorioso de la existencia — el privilegio de estar acá y ahora, durante estos dos minutos locos que nos cabe vivir. Aquello que tiempo más tarde identificaríamos como la defensa del estado de ánimo, esa voluntad de no dejarse derrotar ni aun derrotados y convertir contratiempos en oportunidad. Esto queda claro no bien Sally irrumpe, con la primera de sus canciones.
El Maestro de Ceremonias la presenta y Sally canta Mein Herr, que arranca de manera lánguida, lamentando el fin de una relación y consolando a su interlocutor ("No frunzas el ceño, estarás mejor sin mí"), pero a los dos minutos se convierte en una celebración descomunal. La separación deviene trampolín hacia un sinfín de posibilidades: "Aunque solía importarme, necesito el aire libre", dice, y le refriega a la flamante ex pareja su voluntad de recorrer Europa "paso tras paso, milla tras milla, hombre tras hombre".
Cuando advienen tiempos oscuros hay que recurrir a estrategias para sobrevivir. Del menú que disponemos, aun siento debilidad por la Estrategia Sally Bowles.
La anécdota que Cabaret pone en primer plano es mínima. Brian Roberts (Michael York) llega a Berlín en el '31 a enseñar inglés, conoce a Sally, se enamora. Comparte su vida loca y arman una pareja que eventualmente —ups— deviene trío omnisexual. Sally queda embarazada, se hace un aborto, Brian regresa a Londres, ella se queda a seguir actuando en el Kit Kat Club y eso es todo... o no. Lo importante es lo que ocurre detrás, aquello que arranca en un segundo plano, casi imperceptible; comienza a carcomer la cotidianeidad de los protagonistas y, sobre el final, se lo devora todo: el (ir)resistible ascenso del fascismo.
Al comienzo los nazis son considerados una molestia, una peste a la que se echa destempladamente del Kit Kat Club. (Acá no hacemos política, parece sostener la administración del cabaret, al mejor estilo del cantante de La Berisso.) Hitler es apenas un personaje colorido, un fantoche, el remate de todas las bromas. (El Maestro de Ceremonias se pinta un bigotito con el barro sobre el que dos mujeres sostuvieron una lucha grotesca... ¡y el público se caga de risa!) El Kit Kat Club se presume terreno neutral, un local que conmina a dejar las preocupaciones —y las ideologías— en la puerta, junto con los abrigos. Pero pronto debe ceder: la peste nazi vulnera sus fronteras porque sus clientes comienzan a infectarse y sin clientes no hay cabaret. Todo lo que hasta entonces era disfrute se revela envenenado. Hasta la canción de amor If You Could See Her culmina con una vuelta de tuerca cruel: el Maestro de Ceremonias defiende su derecho a enamorarse de una chimpancé y apela a la tolerancia de los oyentes. Pero a último momento admite que el amor que siente por ella lo torna ciego a su defecto esencial — ¡la chica es judía!
Del rechazo a los nazis el Kit Kat Club pasa a tolerar bromas antisemitas y a asimilar al distinto —hoy en día podría ser un mapuche, un musulmán, una feminista, una docente, un(x) militantx, un(x) peronista, un(x) inmigrante— con una bestia, una criatura infrahumana: el ABC del fascismo en todos los tiempos.
La sociedad es un tejido y el fascismo hace saltar de a un punto por vez, hasta que la trama cede y ya no puede contener lo que contenía, o al menos disimulaba bajo sus vestiduras. Cuántos puntos nos separan de esa revelación es algo que estamos cerca de averigüar, más temprano que tarde.
Hay una escena —y una canción— que muestran cómo opera el fascismo, de un modo magistral. El viejo truco de la manzana ponzoñosa: brillante y apetitosa por fuera, pero con un corazón lleno de arsénico.
Brian y Maximilian, el tercero en discordia, disfrutan de un día soleado, bebiendo champagne en una cervecería al aire libre. Su conversación se ve interrumpida por una bella melodía. Quien la canta es un jovencito agraciado. La letra que entona presenta una ensoñación: habla del verano, de un ciervo que corre en libertad, del dorado río Rhin. Al llegar al estribillo, expresa un deseo al cual nadie puede sustraerse: El mañana me pertenece. Y entonces la cámara baja, revelando que el muchacho apuesto viste un uniforme nazi. Pero ya es tarde. Las voces de los comensales comienzan a sumarse. La melodía se agudiza y se vuelve marcial. La letra promete gloria: Pronto, dice el murmullo; levantémonos, levantémonos. La gente se pone de pie. El muchachito extiende su brazo rígido hacia adelante. Desde el estribo del Rolls Royce Brian le pregunta a Max, que pertenece a la nobleza alemana —o sea, al estrato social que pensó que utilizaría el fenómeno nazi en su favor—, si todavía cree que puede controlarlo. Max no encuentra respuesta.
Yo los desafío a que vean esta escena, a que escuchen esa canción de John Kander y Fred Ebb. Estoy seguro de, aun sabiendo lo que saben, los va a emocionar igual. Sentirán deseos de ponerse de pie y sumarse al coro. Apuesto a que Durán Barba le da play cada vez que se queda sin Viagra.
Así es como corrompe el fascismo. Apela a buenos sentimientos: el cariño por la tierra natal y su cultura; la confraternidad entre los ciudadanos (con los ciudadanos de segunda es muy otro el tema); la aspiración de arribar a un futuro venturoso que se cree merecido; el rechazo a todo aquello que es corrupto o degradado y por ende la exaltación de la propia honestidad; al valor de la vida en contraposición a la muerte (aunque la prohibición de abortar mate efectivamente, con la excusa de prevenir muertes potenciales); la sensibilidad ante la belleza. (Por algo el nazismo cuidaba tanto su presentación estética — su packaging, diríamos hoy.)
El problema es que, una vez que mordiste la manzana, ya no es posible sustraerse al veneno que contiene. Una vez que conectó con ese reservorio de sentimientos que asumimos como nuestra mejor parte, el fascismo confiesa que para lograr cosas tan loables —¿quién no quiere un país próspero, pujante, donde todos tiremos para adelante?— no queda otra que ensuciarse las manos. Acto seguido, se acusa a un enemigo interno de todas nuestras desgracias. Al rato se comienza a perseguirlo, censurarlo, despojarlo y eventualmente destruirlo. Cuanto más violenta sea la praxis, más cimentará el poder político. ¿Quién querría disentir con el régimen, a riesgo de ser considerado enemigo y sufrir su mismo, avieso destino?
La prédica neoliberal —por llamarla de algún modo— sostiene que hay que liberar al ciudadano de tutelas y ayudas innecesarias, porque nadie vela por su propia suerte mejor que uno mismo. Pero esto es una falacia. Hasta el más afortunado puede sufrir un accidente o ser víctima de una estafa que lo deje en la lona. Por eso existe la entidad que empoderamos para que asegure los derechos de todos —y cuando digo todos, digo TODOS— a recibir lo esencial y, recién a partir de esa garantía, de ese vientito que empareja oportunidades, timonear nuestros destinos. Esa entidad es, o debería serlo, el Estado moderno. Pero lo que estamos viendo en estos tiempos es la proliferación de Estados que pervierten su función original: dejan de proveer derechos elementales (¡las vacunas de los chicos, los medicamentos de los viejos!), creando en la práctica ciudadanos de primera y de segunda; insisten en que nos concentremos en nuestros asuntos —que nos convirtamos en emprendedores de nuestras vidas—, mientras ellos se encargan del enemigo interno; y nos convocan a confiar en la tecnología moderna, tan eficaz a la hora de aislarnos de los demás. (Si alguien reescribiese el Cyrano en clave contemporánea, debería arrancar diciendo: Érase un hombre, o mujer, a un celular pegadx.)
He ahí la trampa. Se firma el pacto fáustico para proteger a un nosotros de la amenaza de ellos. Pero el nosotros no existe, al menos no en términos de cohesión social. Se trata de un montón de individualidades tratando de autoprotegerse, sin otra ideología que la de la propia preservación y la noción del justo privilegio; que toleran que el Estado haga el trabajo sucio, mate a unos cuantos negros y meta al resto en el corral del que no debería haber salido. Pero cuando el régimen flaquea, ese nosotros se desintegra. De repente no existe nadie que lo haya sostenido nunca, todo el mundo dice ser opositor y sobreactúa el rol con gritos y cacerolas. Y una vez que la policía deja de reafirmar al régimen en las calles, el nosotros original no ocupa su lugar. Porque su profesión de fe no provenía de convicción alguna sino, más bien, de la consciencia de la propia debilidad.
Hay una canción que Fosse metió en Cabaret y no estaba en sus versiones previas como comedia musical. Se llama Maybe This Time (Tal vez ahora, digamos) y también la escribieron Kander y Ebb pero para otro musical, llamado Golden Gate. Fue una decisión sagaz de parte de Fosse, porque Maybe This Time abre una ventana a la fragilidad de Sally Bowles que antes no se expresaba en ninguna parte. Hasta entonces, uno pensaba que Sally la estaba pasando bomba: fue a la Berlín escandalosa y decadente por motu proprio, allí la aplaudieron y celebraron a diario, se dio con todo lo que tenía a mano —bebida, drogas, sexo— con la mayor de las indulgencias hacia todos sus orificios. Pero Maybe This Time revela cómo siente por debajo de la espléndida fachada.
Tal vez ahora tenga suerte. Tal vez ahora se quede, canta Sally. El deseo que expresa es el de no volver a ser una perdedora, como la última vez y la vez anterior. Porque todos aman a los ganadores, y es por eso que nadie me ama.
¿Sally, una loser? ¿Por qué no? ¿O no nos consta la diferencia entre la imagen que proyectamos, o querríamos proyectar, y la verdad de lo que sentimos por dentro? ¿Cuántos de esos desaforados a los que hemos visto gritar cárcel, cárcel, llevátela Néstor, ze dobadon todo, se tienen por víctimas de una realidad injusta? ¿Por qué otra razón votan a un régimen que les promete que les devolverá aquello que consideran suyo por derecho, y merecen más que ellos?
La del fascismo es la lógica del predador. Trabaja para alejar a ciertos ciudadanos de la manada, de a uno por vez; los distraen con una carnada que encuentran irresistible, masajeando su ego hinchado y a la vez endeble. Y una vez que los apartaron, les caen encima y los filetean. Pregunten y vean a cuántos de sus votantes Macri les dio deudas en lugar de aquello a que aspiraban.
El fascismo es lo que pasa cuando estás ocupado haciendo otros planes.
Liza vino a actuar a la Argentina por primera vez durante los '90. En esa oportunidad la entrevisté para Clarín. Estaba con su pareja de entonces, el pianista y compositor Billy Stritch. Les caí en gracia enseguida, cuando expresé mi desprecio por la forma en que Sinatra destroza New York, New York, la canción que Liza lleva al cielo en la peli de Scorsese. (La versión de Sinatra es más popular, ya sé, pero no me discutan. El gordo camina por el bazar de la canción, sin terminar de comprarla nunca. Suena como sonaría Julio Iglesias si cantase Black Dog.) Se ve que pensaban lo mismo que yo aunque no se permitiesen confesarlo, porque se cagaron de risa y terminé cenando con ellos después del show.
Siempre fue difícil separar a Liza del personaje de Sally. Es comprensible, porque tienen mucho en común: la fama y el glamour, la falta de suerte en el amor, los derrapes a cuenta de los excesos. No hay forma de saber quién parió a quién: Liza y Sally se fundieron la una en la otra, definidas por el isotipo común del par de ojos melancólicos y la boca adicta a las carcajadas. Imagino que Liza admitiría que hizo suya la Estrategia Sally Bowles Para Sobrevivir Tiempos Difíciles, descripta por Fred Ebb en la letra de Cabaret:
Yo tenía esta amiga a la que llamaban Elsie
Con la que compartía cuatro cuartos sórdidos en Chelsea
Ella no era lo que uno llamaría una flor tímida
Para ser fiel a la verdad, digamos que alquilaba por hora.
El día que murió los vecinos fueron a mofarse.
'Bueno, eso pasa por abusar de pastillas y licores'
Pero cuando la vi ahí, tendida como una reina
Ella era el cadáver más feliz que hubiese visto nunca.
Sigo pensando en Elsie desde entonces
Recuerdo cómo giraba hacia mí y decía:
'¿Qué hacés ahí, sentada
a solas en tu habitación?
Vení a escuchar la música
La vida es un cabaret, compañera
Vení al cabaret'.
En lo que a mí respecta,
yo ya me decidí en Chelsea:
cuando me vaya, voy a irme como Elsie.
Empecemos por admitir que
desde la cuna a la tumba
la estadía no es lo que diría prolongada.
La vida es un cabaret, compañero
Y yo amo el cabaret.
El problema con la Estrategia Sally Bowles es que no se la puede sostener eternamente, porque se torna funcional a la propia destrucción. No me refiero a los excesos personales: en esa materia, que cada uno regule como pueda y quiera. Pero el individualismo a ultranza —eso de no mover un dedo por nadie que no sea uno mismo— es de lo primero que el fascismo coarta. Por algo Fosse decidió no terminar la peli arriba, con Sally bordando la canción sobre su amiga Elsie y la vida como cabaret: porque quería dejar abierta la cuestión de lo que sucedería después del The End.
El Kit Kat Club ya le abre las puertas a los nazis, pero seguramente no prosperará bajo su imperio: ¿cuánto tardarán en clausurarlo por degenerado, por alentar perversiones como la homosexualidad —auf Wiedersehen, Maestro de Ceremonias— y por darse de narices contra los principios morales de la raza aria? Y Sally misma: ¿qué será de ella? Su inspiración en la vida real, Jean Ross, logró escabullirse a tiempo, pero Sally, nuestra Sally: ¿qué le deparará la vida bajo el orden nazi? La creemos capaz de buscarse un amante de alto rango en la SS, pero eso no borraría el hecho de que sigue siendo americana, drogadicta y promiscua. No hay duda al respecto: si Sally, nuestra Sally, no huye a tiempo, ni siquiera llegará a un campo de concentración. Lo último que oirá, aquello que clausurará su cabaret para siempre, será el platillazo de una Luger al detonar.
Fosse se toma el trabajo de cerrar Cabaret con un paneo que enseña, en el espejo deformante del local, que los nazis entraron en el cuadro de nuestras vidas para quedarse. Ya se han convertido en árbitros dentro del Kit Kat Club, el emblema del poder en el ámbito que creíamos coto privado, porque para el fascismo —en cualquiera de sus formas, lo cual incluye las contemporáneas— no existe nada parecido a la vida privada y por eso patrulla hasta nuestros pensamientos. (Piensen en los muchachos que en estos días sufrieron prisión o persecución policial/judicial a causa de sus tweets.) Mi cabeza lo entendió con claridad desde la primera visión del film, pero recién lo asumí por completo, como un golpe feroz en todo el cuerpo, ante una de las puestas del musical en Buenos Aires. A pesar de que no me tocó existir en la Alemania de los '30, lo que sentí durante el cuadro que cierra Cabaret fue: Yo he vivido esto. Ese final me arrasó porque entendí que había sobrevivido por milagro y que, si los dejábamos llegar a ese punto otra vez —¿volveremos a dejarlos llegar a ese punto?—, las nuevas generaciones quedarían expuestas al peor de los riesgos.
Por suerte el tejido no cedió del todo, ni se desgarró. De este lado de la grieta sí existe convicción, un nosotros de verdad, que cohesiona a aquellos que no nos cruzamos de brazos ante los que sufren necesidad.
Cuando ya habían pasado un par de horas y la ingesta de bebidas se tradujo en coraje, me animé a contarle a Liza de mi madre, su fan del barrio de Flores: cómo me despertaba día a día con la música de Cabaret, cómo seguía sus temas de pe a pa —cantaba bien, Susanita—, cómo se había quedado a media agua, sin animarse a ser Sally ni tampoco a poner el cuerpo para oponerse a nuestros nazis; cómo la había herido un cáncer fulminante ya en democracia, devorada por la culpa de no haber visto a tiempo, oído a tiempo, hablado a tiempo; cómo se fue temprano, robándome la posibilidad de llamarla vieja.
Liza se levantó, caminó lo que había que caminar para rodear la mesa —era una mesa larga, larga—, llegó hasta mi lugar y me abrazó. No dijo ni una palabra, no hacía falta. Se limitó a contenerme, apretando fuerte, durante un tiempo todavía más largo que la mesa.
Si cierro los ojos, no me cuesta nada imaginar que sigo en sus brazos.
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Finale:
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