Nos vemos en la Plaza
No olvidar, seguir juzgando el terrorismo de Estado y retomar la senda de crecimiento con inclusión
En octubre de 1977, dos años después de la muerte del generalísimo Francisco Franco, el gobierno español presidido por Adolfo Suárez firmó una serie de acuerdos en el Palacio de la Moncloa de Madrid. Del otro lado de la mesa se ubicaron los líderes de los principales partidos con representación parlamentaria, asociaciones empresariales y la mayor parte de los sindicatos. El objetivo de lo que se llamó pomposamente Pactos de la Moncloa (en plural) era doble: por un lado, económico, y por el otro, político. Suárez necesitaba estabilizar la economía, frenar la inflación y desandar 40 años de franquismo para el futuro ingreso de España en la Comunidad Económica Europea, que ocurriría en 1986.
En el componente político, acordaron modificar las restricciones a la libertad de prensa, por lo que quedó prohibida la censura previa; se aprobaron los derechos de reunión y de asociación política; se reconoció a la tortura como un delito, la asistencia letrada a los detenidos, e incluso se despenalizó el adulterio y la venta de anticonceptivos, entre otros avances asombrosos. Tal frenesí de libertades renacidas fue tal vez demasiado para Manuel Fraga, fundador del Partido Popular, quien sólo suscribió al acuerdo económico.
El encanto del Pacto de la Moncloa (en singular, como ha quedado en la memoria) es tal, que muchos de sus entusiastas ignoran su contenido. Según uno de sus firmantes y posterior Presidente de España, Felipe González, lo fundamental del acuerdo fue fijar un tope al aumento salarial, ya que el control de la inflación era la mayor preocupación del gobierno. Lo que González no suele mencionar es que el Pacto de la Moncloa no hubiese existido sin la Ley de Amnistía, votada unos días antes. Esa ley, que establecía la amnistía para todos los actos de intencionalidad política considerados delitos por la legislación y ejecutados hasta el 15 de junio de 1977 (fecha de las primeras elecciones democráticas tras 40 años de dictadura), fue un muro impenetrable a la búsqueda de la verdad. Lo fue incluso para el obstinado juez Baltazar Garzón, que obtuvo el exilio como respuesta a su interés por investigar los crímenes durante la Guerra Civil Española, 70 años después de terminada.
El Pacto de la Moncloa original fue, en apretadísima y probablemente injusta síntesis, un tope salarial acordado entre empleados y empleadores, con el patrocinio del Estado y los partidos políticos, en base a un acuerdo previo para no revisar los crímenes del pasado. Pero es también uno de los sueños húmedos de nuestra derecha, una referencia desprovista de contexto ya que quienes lo ponen como ejemplo suelen desconocer su contenido. En el novedoso Pacto de Mayo convocado por el Presidente de los Pies de Ninfa para “la reconstrucción de las bases de la Argentina” se reconocen algunos ecos de aquellos, aunque ya no se trate de salir de 40 años de franquismo sino de 70 ó 100 años de decadencia (depende de quién haga la cuenta), y ya no alcanza con un tope salarial, sino que la crisis es tal que el país requiere de una inverosímil reforma constitucional establecida a través de un DNU.
En realidad, nuestro Pacto de la Moncloa ya ocurrió. En 1983 acordamos el fin del Partido Militar y la defensa de las leyes, la Constitución y el voto popular. No hace falta más. El resto lo decidimos en elecciones periódicas y defendiendo nuestros derechos en la calle, ya que la democracia no es sólo votar cada dos años. Nuestro Pacto de la Moncloa, además, no incluyó amnistía alguna. Con avances y retrocesos, decidimos juzgar el terrorismo de Estado. Hay ahí una clara continuidad entre el Raúl Alfonsín del Juicio a las Juntas y el Néstor Kirchner de la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final; así como existe una continuidad entre los levantamientos carapintadas contra el avance de los juicios por crímenes de lesa humanidad y la avanzada negacionista de los entusiastas de la motosierra.
Luego de los acuerdos presididos por Adolfo Suárez, España conoció décadas de prosperidad a partir de su incorporación a la Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea. La Argentina no ha conseguido vislumbrar ese horizonte, salvo durante los 12 años kirchneristas, único período de crecimiento con inclusión después del primer peronismo. Esa falencia redundó en un descreimiento creciente de la ciudadanía hacia la política, que sumado a otros factores fue lo que llevó a La Libertad Avanza a la Casa Rosada; una fuerza que promueve la demolición del único instrumento de desarrollo a gran escala con el que cuentan las sociedades organizadas: el Estado.
Tal vez sea esa la mayor paradoja que presenta el marco teórico más o menos austríaco que profesa el Presidente: prometer convertirnos en Francia si le otorgamos 30 años de gobierno ininterrumpido. Entender cómo tres décadas de destrucción del Estado argentino culminarán en la aceitada maquinaria napoleónica del Estado francés es, como la curación por las gemas, sólo una cuestión de fe.
Hoy, 24 de marzo, recordamos que decidimos no olvidar y seguir juzgando el terrorismo de Estado, mal que les pese a los entusiastas de la motosierra. Pero también debemos recordar la enorme deuda pendiente con las mayorías, que en algún momento se comenzó a saldar pero que hoy no sólo continúa vigente sino que se acrecienta día a día. Ese debería ser nuestro norte, nuestro segundo pacto, y no los ilusorios acuerdos que siempre requieren de presentes calamitosos para obtener futuros tan virtuosos como lejanos.
Nos vemos en la Plaza (y en todas las plazas del país).
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