Nos habíamos amado tanto
La integración europea, históricamente impulsada por el aumento de los ingresos populares
Una revisión del presente del Mercosur y su historia, congeniada con las tendencias que desde su nacimiento –hace ya treinta años– operan en materia de integración y como expresiones de lo que acontece en la acumulación a escala mundial, sugieren que –estructuralmente– los escarceos rupturistas que lo afligen están lejos de haberse apaciguado. De momento, la situación de impasse por la que atraviesa obedece a la deontología de la diplomacia. Pero, ¿cuáles son las posibilidades de pasar la tormenta sin tener como destino el naufragio del Mercosur? Sopesar las probabilidades de los diferentes escenarios del porvenir provoca traer a este redil el debate político vestido con ropaje académico que hace unas décadas se dio en Inglaterra acerca de la madre de todos estos borregos, que es el proceso de integración europeo.
El contrapunto entre los scholars ingleses se enmarcó en saber qué debía inventariarse y qué no entre las causas reales de la inédita salud del capitalismo en los países desarrollados –y gran parte de Occidente– en los gloriosos treinta años que siguieron al fin de la Segunda Guerra, durante los cuales se desmintió el prontuario del modo de producción jalonado de crisis cíclicas cada siete u ocho años. Tres décadas en las que se creció como nunca antes en la historia humana y sin experimentar ninguna crisis, pese a rondar siempre por las más altas tasas de empleo. No es sólo una cuestión del pasado, puesto que de aquel debate entre los ingleses se desprende ahora una aceptable explicación de la actitud política conservadora con la que quieren frenar y revertir la política de aumento de ingresos populares de Joe Biden para que todo siga un poco mejor de lo que venía pero transitando por los mismos carriles por donde se fueron a la banquina. Ahí también y por ese sesgo conservador hay tela para cortar en el asunto Mercosur en lo referente al principal problema del movimiento nacional que es el de acelerar la tasa de crecimiento del producto mientras se mejora marcadamente la distribución del ingreso.
Arancel externo común
Las coordenadas de la crisis actual del Mercosur se observan en el encontronazo originado por la postura sensata de la Argentina, que busca que el bloque tome como eje la administración del comercio sobre la base de una razonable preservación del mercado interno y que los países miembros cumplan con los tratados firmados y no se corten solos en negociaciones comerciales con terceros. La posición argentina es desafiada por los fervores librecambistas de Brasil en comunión con Uruguay y el sí pero quiero algo más a cambio de Paraguay. Lo desconcertante de la postura de la tríada es que rompe con la lógica de unión aduanera, tipo de acuerdo que define la configuración del Mercosur.
Para que un acuerdo comercial entre naciones pueda calificarse de unión aduanera debe establecer un arancel aduanero externo común (AEC) que ningún país socio puede modificar sin el consentimiento de los demás. Del mismo modo, dicho consentimiento unánime es condición necesaria para que se firmen acuerdos comerciales con socios externos. Entre los socios se eliminan los aranceles. Eso corresponde al espíritu y a la materialidad del Tratado de Asunción (fundacional del Mercosur), y en consecuencia la posición argentina es inobjetable. Brasil y Uruguay estarían buscando que el Mercosur mute de unión aduanera a área de libre comercio, que no tiene esos frenos para negociar con terceros. A eso le llaman, no exentos de cinismo, “modernización”. Uruguay aduce que la resolución de un organismo del bloque del año 2000 en la que se reafirma “el compromiso de los Estados Partes del Mercosur de negociar en forma conjunta acuerdos de naturaleza comercial con terceros países” por mera formalidad no está vigente, a raíz de lo cual entiende que tiene las manos libres. De hecho la Banda Oriental está en negociaciones muy avanzadas con Corea y Canadá, de las cuales la Argentina no participó ni como observador. Daría la impresión que quieren avanzar con una diplomacia de hechos consumados.
Los cuestionamientos a las inhibiciones que supone una unión aduanera –que no son nuevos– tomaron en los dos últimos años un cariz decididamente rupturista y fueron los que configuraron el clima de la Cumbre de Presidentes celebrada de manera virtual el jueves 8 de julio entre los jefes de Estado de la Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. En la Cumbre, la Argentina dejó la presidencia rotativa semestral del Mercosur a manos de Brasil. Las tensiones subieron de nivel y quedaron boyando ahí. De mínima, Brasil vía Uruguay quiere rebajar el arancel externo común (AEC) de 12,5%, considerado el más alto del mundo, hasta que se aparee con la media arancelaria mundial del 5,5% de manera gradual. Por ahora aspiran a un primer tramo de rebaja del AEC al 10%, transcurrido de otro igual después de un tiempo. La Argentina alega con prudencia que deja al sector industrial en la indefensión.
Para encontrarle una explicación a la postura brasileña-uruguaya, una hipótesis a considerar es la decisión de ambos de consolidar la factoría de bajos salarios a partir del presente y la perspectiva china, dado que el Imperio Medio se ha convertido en un comprador clave para los países del Mercosur. El mercado chino es el principal destino de las exportaciones brasileñas, uruguayas y argentinas. China realiza grandes inversiones en infraestructura en la Argentina, particularmente en la Patagonia. Los chinos están presentes en varios sectores de la economía brasileña y todo indica que la cooperación existente se expandirá en otros campos, especialmente en innovación y biotecnología. Suponer que haya que hacer el aguante hasta la llegada de Lula a la presidencia porque el rupturismo brasileño cesa, equivale a afirmar que los petistas respaldan una estrategia de desarrollo en las antípodas de Jair Bolsonaro. Los antecedentes de ordenar un poco la fazenda pero no mucho más de Dilma Rousseff y del propio Lula, no dan para despertar gran entusiasmo al respecto.
Pero ¿el tan pro-norteamericano de Bolsonaro y su socio Luis Lacalle Pou no estarían siendo incongruentes contrariando a los Estados Unidos en su disputa con China? Si se comprende que Biden continúa –por medios bastantes más lúcidos– la batalla de Trump contra el sector corporativo norteamericano que desea seguir invirtiendo en China por los bajos salarios para que revierta esa práctica subjetiva e innecesaria en favor del mercado estadounidense, no hay ninguna incongruencia. Máxime si se tiene en cuenta que los chinos, por no perder su cuota del mercado mundial y del mercado norteamericano, dan muestras de allanarse a los requerimientos estadounidenses haciendo de policías malos. La prohibición del gobierno de China a que las empresas de ese país hagan Ofertas Públicas Iniciales (OPI) de acciones en Wall Street se está generalizando. Biden a la par advierte a las empresas estadounidenses sobre los crecientes riesgos de hacer negocios en Hong Kong. Bloomberg estima que unas 70 empresas con sede en Hong Kong y China estaban para salir a la bolsa en Nueva York. Las empresas chinas que cotizan en Nueva York han sido muy lucrativas para Wall Street en los últimos años. Los bancos de inversión neoyorquinos ya han recaudado casi 460 millones de dólares de honorarios por suscripción de acciones chinas este año, según la consultora Dealogic.
Mientras no colisionen con esa meta de Biden, y no se ve cómo Brasil y Uruguay podrían hacerlo, no habría que temer ninguna represalia, más allá de las que pueden originarse en el uso avieso de espantapájaros que podría impulsar la diplomacia norteamericana en busca de otros fines. Tampoco se vería afectado ese cuento de la buena pipa que es el acuerdo Unión Europea-Mercosur, que posiblemente nunca se llegue a firmar nada serio pues es pura política de prestigio que carece de sentido económico: los europeos piden la entrega de una porción del sector industrial a cambio de nada que les interese que pueda ofrecer el bloque. Es más, el jueves 16 la canciller alemana Ángela Merkel (que está de despedida tras 16 años, se retira el 26 de septiembre) estuvo reunida con Biden en la Casa Blanca. Merkel tiempo atrás apuntó que los Estados Unidos y Europa deberían desarrollar una “agenda conjunta sobre China”, lo que no necesariamente “significa que nuestros intereses siempre convergerán”. Merkel alentó las relaciones UE-Beijín y respaldó el acuerdo de inversión UE-China ahora estancado.
Milward
La verdad, que el Mercosur haya sido apreciado como una plataforma estratégica de desarrollo a partir del Tratado de Asunción del 26 de marzo de 1991 que le dio origen, consignado por mandatarios insospechados de cualquier simpatía por el igualitarismo moderno –que necesita el crecimiento interno para materializarse– como el argentino Carlos Menem, el brasileño Fernando Collor de Mello, el paraguayo Andrés Rodríguez Pedotti y el oriental Luis Alberto Lacalle, es una hazaña de la imaginación extraviada. Es por ese vicio de origen que en un mundo en el que el librecambio no es muy corriente, la extravagante postura aperturista de Brasil-Uruguay corresponde al destino manifiesto del Mercosur si se la compara con la experiencia de la Unión Europea, de acuerdo a como es analizada por el gran historiador inglés Alan Milward (1935-2010).
La pregunta clave de Rogelio Frigerio (abuelo) que ordena la tarea política arquitectónica –“¿Qué nos hace más nación?”– encuentra en Milward –por paradójico que pueda parecer– una respuesta que reafirma su vigencia, dado que el historiador inglés enfatizó la resiliencia estructural del Estado-nación e infirió que la integración de Europa Occidental en la posguerra era un medio para revitalizar el poder nacional efectivo. Cruzó así a los que decían que la integración era un camino de ida hacia una soberanía supranacional. Perry Anderson comenta sobre el historiador inglés: “Hay cierta ironía en el hecho de que el país que menos ha contribuido a la integración europea haya producido al historiador que más la ha iluminado. Ningún otro estudioso de la Unión se acerca a la combinación de dominio de los archivos y pasión intelectual que Milward ha aportado a la cuestión de sus orígenes”. Para seguir con las ironías, hoy por hoy podríamos preguntarnos qué hubiera dicho –de seguir entre nosotros– del Brexit.
En diferentes e importantes ensayos, Milward va respondiendo al interrogante de por qué la recuperación económica en Europa después de la Segunda Guerra Mundial no fue tan mal llevada como sucedió con la Primera Guerra. O sea por qué, como ocurrió con la llegada de la paz en la Primera Guerra, la actividad económica avanzó y luego de algunos espasmos se fue a pique. Lo interesante de Milward es que refuta las explicaciones corrientes. Por ejemplo no le da ninguna entidad a las ideas keynesianas, argumentando que como no hubo desempleo no aplicaron. Incluso que el mercantilismo nacionalista de Keynes no fungía con la integración. Milward tampoco le da entidad a la expansión del sector público ni al avance tecnológico. El inglés no se anda con chiquitas y ningunea al Plan Marshall. De acuerdo al historiador, el auge sin precedentes que comenzó en 1945 y duró al menos hasta 1967 se debía al aumento constante de los salarios en este período, en un contexto de insatisfacción acumulada durante mucho tiempo de la demanda de bienes de consumo.
Este modelo de crecimiento, a su vez, fue sostenido por nuevos acuerdos entre estados, cuya “búsqueda de intereses propios estrechos” condujo tanto a la liberalización comercial como a las primeras medidas limitadas de integración en el Plan Schuman (enunciado en el discurso del 9 de mayo de 1950 del canciller francés Robert Schuman, en el que se dio origen a la Unión Europea). La búsqueda de la legitimidad política estaba en el nivel de los salarios para que la seguridad económica y social así fundada impidiera que vuelvan las crisis políticas del hambre y el desempleo. Perry Anderson señala que las tesis de Milward permiten perfectamente entender cómo Europa procedió a integrar “por primera vez a los agricultores, trabajadores y pequeñoburgueses plenamente en la nación política con un conjunto de medidas para crecimiento, empleo y bienestar. Fue el éxito inesperado de estas políticas dentro de cada país lo que provocó un segundo tipo de ampliación, ahora de cooperación entre países. Moralmente rehabilitados dentro de sus propias fronteras, seis estados-nación del continente descubrieron que podían fortalecerse aún más compartiendo ciertos elementos de soberanía en beneficio común”.
Milward advierte con mucha lucidez los limitantes de este proceso al subrayar que “las fuerzas que han impulsado la Unión política a lo largo de casi medio siglo han sido siempre las mismas. Pero no está claro que dichas fuerzas tengan hoy en día un objetivo común (…) De cualquier modo, sigue siendo cierto que la Unión sólo podrá dar un paso adelante cuando proporcione ganancias a la mayoría de los ciudadanos de los países respectivos. El Tratado de Maastricht, considerado en su conjunto, no proporciona tales ganancias”.
El suicidio de la austeridad (o sea, bajar los salarios) tensionó mal a Europa y los Estados Unidos, que pagan los más altos salarios del planeta. ¿Qué decir del Mercosur, que fue hecho para ampliarle los mercados a las empresas y posibilitar bajar aún más los salarios particularmente exiguos que se pagan en la región? Que en la medida que avance la disputa por la igualdad, se reforma o caduca. En la medida que se consolida la sociedad a dos velocidades, avanza. Milward explica bien la causa de uno u otro escenario.
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