No son una entelequia

El fallo “Levinas” y la responsabilidad constitucional de los tribunales nacionales

 

La Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene como función principal asegurar la supremacía de la Constitución como ley fundamental de la República. 

En la Argentina rige el gobierno de la ley —arts. 1, 9, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 28 y 29 de la Constitución nacional, entre otros—, no el de los hombres. Entre los hombres no gobernantes cabe incluir, por sus funciones y como una especie eminente de ellos, a los jueces de la Corte Suprema quienes, al interpretar la Constitución, no pueden modificarla. Nos gobierna la Constitución conforme a su recta y primaria inteligencia. Es función de los jueces adaptar sus actos jurisdiccionales a esa recta y primaria interpretación de las normas de la Carta Magna. 

Debe subrayarse, en ese sentido, que es epistemológicamente falso el apotegma atribuido a Thomas Jefferson, que sostiene que la Constitución es lo que los jueces dicen que es. No es extraño, sin embargo, que, en nuestra decadente cultura judicial, este apotegma se haya repetido y popularizado, provocando, demasiadas veces ya, que la propia Corte haya hecho decir a la Constitución lo que ella, objetivamente, no dice y jamás dijo. Bajo ese apotegma se esconde la desviada finalidad de sustituir a la Constitución por la voluntad de los jueces. Prevalece así, en muchas decisiones judiciales, esa voluntad, con ausencia de los debidos fundamentos jurídicos y normativos que, con solidez, deberían sustentarlas. 

La Constitución dice lo que dice; muchas de sus normas poseen un significado unívoco o primario, que es objetivo —o que resulta rectamente objetivable— bajo las reglas de la semántica, la sintaxis y la historia constitucional, que incluye a la propia jurisprudencia de la Corte. En muchas de sus normas el significado objetivo de la Constitución es claro y no arroja dudas. Está, por demás, vedado a los jueces apartarse o alterar ese claro significado. 

Si lo hicieran, tienen, como mínimo, la carga grave de exponer en sus pronunciamientos las razones que hacen que determinadas normas constitucionales o cuasi-constitucionales —cuyo contenido objetivo es contrario a la decisión que están tomando— sean dejadas de lado, prescindiendo de ellas. 

Y es que, de verdad, una muy importante porción de la función jurisdiccional de la Corte Suprema puede caracterizarse como simple o sencilla. Consiste, apenas, en reiterar su jurisprudencia centenaria respecto a la interpretación de determinadas normas, cuya claridad es manifiesta, máxime cuando no medió respecto de ellas una reforma constitucional que las modificara. En esa estabilidad inmóvil de la jurisprudencia de la Corte Suprema reside la verdadera seguridad jurídica sobre la que tanto se declama. 

Los artículos 72 (inc. 12) y 116 de la Constitución —cuya estructura normativa se remonta a 1860, manteniéndose idéntica en las reformas constitucionales de 1957 y 1994 que solamente actualizaron sus textos— disponen, al definir las atribuciones del Congreso y del Poder Judicial, de modo concordante, lo siguiente: “Art. 75: Corresponde al Congreso: (…) 12. Dictar los códigos Civil, Comercial, Penal, de Minería y del Trabajo y de la Seguridad Social, en cuerpos unificados o separados, sin que tales códigos alteren las jurisdicciones locales, correspondiendo su aplicación a los tribunales federales o provinciales, según que las cosas o las personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones; (…). Art. 116: Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución y por las leyes de la Nación, con la reserva hecha en el inc. 12 del art. 75”.

Entonces, en su texto vigente, los artículos refieren, de modo expreso e inequívoco, a los tribunales nacionales que aplican los códigos Civil, Comercial, Penal, de Minería y del Trabajo y de la Seguridad Social; que son los mismos tribunales nacionales —inferiores— cuya función es aplicar las leyes de la Nación (los códigos antes enumerados) conforme la reserva del art. 75, inc. 12 (art. 116). 

Estas dos normas constitucionales son las que prevén la existencia de los tribunales nacionales de derecho común, asentados en los territorios no provinciales —esto es, la Capital Federal— y que son espejo de los tribunales provinciales de derecho común, asentados en esos territorios. 

Los tribunales nacionales de derecho común asentados en territorio federal (art. 3 de la Constitución) aplican en esa jurisdicción el derecho común (civil, comercial, penal, laboral y de minas) dictado por el Congreso. No son, pues, una “entelequia”, como se afirma alegremente, sino que están expresamente previstos en dos normas de la Constitución vigente, conforme a su texto de 1860 ratificado en las reformas constitucionales de 1957 y 1994. 

La ratificación, por la reforma constitucional de 1994, de la existencia de los tribunales nacionales se hizo concomitantemente con la concesión, por la misma reforma, de cierto grado de autonomía a la Ciudad de Buenos Aires. 

El hecho de que la misma reforma constitucional mantuviera la redacción original de los arts. 75 (inc. 12) y 116 de la Constitución nacional, a la vez que modificaba el estatus del municipio capitalino, pero sin convertirlo en provincia y manteniéndolo como Capital Federal (art. 3 de la Constitución nacional), indica que era también voluntad de la Convención mantener los tribunales nacionales de derecho común. 

La autonomía de la Ciudad de Buenos Aires es de grado inferior. No es completa ni resulta, de ningún modo, equiparable a la de las provincias. Ello al punto de que la Convención del ‘94, mediante el nuevo art. 129 de la Constitución, delegó en el Congreso la facultad de definir, mediante una ley especial, aquellos intereses del Estado nacional que este quisiera garantizarse dentro del renovado estatus del municipio, del cual la Ciudad es una continuidad (art. 5 de la Ley 24.588). La expresión máxima del Estado nacional es el Congreso, por ser el Poder Legislativo y depositario de los poderes no atribuidos (art. 75, inc. 32). 

Existe aquí una cuestión de alta relevancia institucional. Al tratarse de una delegación de facultades de la Convención del año ‘94 en el Congreso, la ley que garantiza los intereses del Estado nacional puede definirse como cuasi-constitucional. El Congreso ejerce facultades delegadas exclusivamente en él por la Convención; estas facultades, al ser de la Convención, poseen naturaleza constituyente. 

La ley federal, cuasi-constitucional, dictada por el Congreso en uso de facultades delegadas por la Convención del año ‘94, que establece el grado de autonomía de la Ciudad de Buenos Aires, fue dictada en 1995 y lleva el número 24.588 (Boletín Oficial: 30.11.95). Se la conoce como Ley Cafiero. Esta ley, que complementa el art. 129 de la Constitución nacional, no fue derogada ni sustituida por ninguna otra ley y está plenamente vigente. No es una ley “transitoria”, ni las previsiones de su art. 6 aplican a su art. 8. Los jueces federales, incluidos los de la Corte, tienen la obligación grave, por su carácter cuasi-constitucional, de acatar y hacer respetar estrictamente esta ley, pues forma parte eminente del concepto de supremacía constitucional. No pueden prescindir de ella, no pueden dictar sentencias que la contradigan o ignoren, no pueden comportarse como si esta ley federal —cuasi constitucional— no existiera. La Corte tampoco puede sustituir al Congreso en sus funciones delegadas, y el control constitucional sobre la ley Cafiero, estando en juego la voluntad de la Convención Constituyente, debe ser estrictamente deferente.

Bien, el art. 8 de la Ley 24.588, con coherencia inconcusa respecto a los arts. 75 (inc. 12) y 116 de la Constitución nacional, dispone: “La justicia nacional ordinaria de la ciudad de Buenos Aires mantendrá su actual jurisdicción y competencia continuando a cargo del Poder Judicial de la Nación. La ciudad de Buenos Aires tendrá facultades propias de jurisdicción en materia de vecindad, contravencional y de faltas, contencioso-administrativa y tributaría locales”. 

No cabe agregar mucho más. La Convención Constituyente del año 1994 y la ley federal 24.588 son claras y no admiten dudas. La Corte no puede sustituir con sus decisiones normas constitucionales y cuasi-constitucionales y, menos todavía, contradecir la voluntad inequívoca del Congreso expresada en el art. 8 de la ley 24.588. 

En la Capital Federal, los tribunales de derecho común pertenecen a la jurisdicción del Estado nacional; la Ciudad de Buenos Aires no puede establecer una justicia local que invada tales funciones. Mucho menos puede la Corte, mediante sus sentencias, por goteo, modificar los arts. 75 (inc. 12) y 116 de la Constitución, ni el art. 8 de la Ley 24.558, convirtiendo a los tribunales nacionales de derecho común en locales. Todo ello se aparta del ordenamiento vigente y solamente podría modificarse mediante una reforma constitucional.

 

 

El caso “Levinas”

Sobre el fallo de la Corte Suprema en el caso “Levinas” está todo dicho en los párrafos anteriores. Basta agregar que de su lectura surge que la Corte no se hace cargo de argumentar debidamente respecto de ninguna de las antes transcriptas normas constitucionales y cuasi-constitucionales, a las que soslaya y tergiversa en su sentido para, de facto, derogarlas. 

Esta sentencia, como los precedentes recientes “Corrales” (Fallos: 338:1517), “Nisman” (Fallos: 339:1342), “José Mármol” (Fallos: 341:611); “Bazán” (Fallos: 342:509) y “Gobierno de la Ciudad” (Fallos: 342:533) conforman una jurisprudencia del Alto Tribunal que debe ser abandonada por contradecir la reforma constitucional del año 1994. 

Mediante ese sistema de “goteo de fallos”, la Corte pretende sustituir la voluntad de la única autoridad constitucional —instituida por la Convención del ‘94— para definir el estatus de la Ciudad de Buenos Aires con relación al gobierno nacional: el Congreso (art. 129, segundo párrafo de la Constitución nacional). La Corte abiertamente pretende, además, mediante esta jurisprudencia, equiparar y convertir a la Ciudad de Buenos Aires en una provincia más, lo que contradice palmariamente la voluntad manifiesta de los constituyentes del año ‘94. 

Frente al lugar común que sostiene que, aunque estén en desacuerdo, los jueces nacionales deben seguimiento al fallo “Levinas”, debe señalarse que se trata de otro notorio equívoco. Muy por el contrario, la obligación de esos jueces, jurídicamente calificada por la Constitución (arts. 108 y 106), es apartarse de esa decisión. 

Todos los jueces están obligados, de modo directo, por la Carta Magna (arts. 108 y 116) a hacerla respetar; incluso contra aquellas decisiones de la Corte que los tribunales consideren, fundadamente, que se apartan de ella. Es lo que ocurre con “Levinas”.

Transcribo las dos normas referidas, pues noto, como repetía el juez Fayt, que muchos no leen la Constitución: “Art. 108: El Poder Judicial de la Nación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia, y por los demás tribunales inferiores que el Congreso estableciere (…). Art. 116: Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación”.

La función jurisdiccional de los jueces se debe a la Constitución y a las leyes, no a la jurisprudencia de la Corte, ni a las doctrinas de los jueces que la integran, mucho menos si tales doctrinas resultan inconstitucionales. 

Vivimos bajo el sistema de gobierno de la ley. No vivimos bajo el sistema de gobierno de las interpretaciones jurisprudenciales que realizan los jueces de la Corte. Si la Corte Suprema —órgano político— pierde el rumbo, no aplica la Constitución o ignora las leyes dictadas por el Congreso, los tribunales inferiores no solamente no deben seguirla; tienen, por el contrario, la obligación, impuesta a ellos de modo directo por la Constitución, de apartarse de esas decisiones. 

Sabiamente, la Constitución revistió a todos los tribunales inferiores —y a cada juez en particular— del carácter de autoridad constitucional plena en cuanto ejercen, por sí, el Poder Judicial de la Nación (art. 108). 

La Corte Suprema no es, en nuestro sistema, una autoridad monárquica e infalible que impone sus decisiones a los jueces inferiores, como si se tratara de sus subordinados o empleados, concentrando toda la función judicial. Nuestra Constitución repudia tal concepción y ha optado, de modo preciso, por la organización institucional contraria, de naturaleza difusa y horizontal (arts. 108 y 116). Es un corolario de dicha disposición que la calidad de suprema que inviste la Corte no le otorga competencia omnicomprensiva. De adoptarse tal temperamento, se llegaría a que el Alto Tribunal fuera una especie de depositario original de todo el Poder Judicial y que todos sus órganos ejercieran la función judicial por una suerte de delegación, lo que resulta inaceptable en nuestro ordenamiento. 

Esta sabia equiparación entre todos los jueces obliga a la Corte a cuidar al máximo la calidad de sus decisiones, su autoridad jurídica y congruencia con la Constitución y las leyes. Ningún juez está obligado a seguir decisiones que carezcan de fundamentos jurídicos, se aparten de los textos normativos o puedan considerarse erróneas o arbitrarias. Los jueces tienen la obligación —antes que de acatar ciegamente a la Corte— de seguir su conciencia jurídica, conforme a la Constitución y a las leyes y al juramento que oportunamente prestaron.

 

 

 

 

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