En la nota anterior para El Cohete a la Luna dijimos que no hay que confundir la inseguridad objetiva con la inseguridad subjetiva. Allí nos concentramos en la inseguridad objetiva y revisamos los contrastes que existen en distintos conglomerados urbanos en el Sur Global. Las ciudades que elegimos no fueron al azar, suelen ser las mismas que expertos y formadores de opinión de este país suelen interpelar para señalar la “latinoamericanización de la Argentina”, para encender una luz de alarma que no solo pone las cosas en lugares donde no se encuentran, sino que contribuyen a enloquecer a una ciudadanía presa de pasiones tristes y sentimientos de inseguridad. En esta nota, entonces, nos vamos a demorar en las llamadas sensaciones de inseguridad y sus usos políticos.
Un mundo de sensaciones
Los delitos que impactan en la integridad física de las personas o sus allegados afectan además sus vivencias, esto es, remodelan el mapa subjetivo que las personas usan para moverse por el barrio o desplazarse por la gran ciudad, cambian hábitos en relación a las actividades cotidianas (constriñen su universo social de relaciones, modificando los horarios), adoptan conductas de autoprotección (activan estrategias de evitación y seducción, aprenden técnicas de autodefensa, contratan servicios de seguridad en el hogar, se compran un arma). Es decir, el miedo o los sentimientos de inseguridad afectan inevitablemente la calidad de vida de las personas, sus relaciones y entornos.
Dicho en otras palabras: una cosa es “la realidad” y otra muy distinta “cómo es experimentada esa realidad”. Las percepciones no son un mero reflejo de la realidad. Las representaciones suelen estar distorsionadas con otras vivencias. De las circunstancias a las vivencias de esas circunstancias hay una distancia que no siempre guarda proporción y que conviene no subestimar. No hay que confundir la posición subjetiva (cómo se ve) con la situación objetiva (lo que es). Las percepciones son una ilusión que alude a la realidad, pero impacta en la realidad porque modifica las maneras de estar en esa realidad.
Eso no significa que las percepciones constituyan una mera ficción. Las percepciones producen efectos de realidad concretos que conviene no subestimar. Las percepciones van modificando la realidad, nuestras maneras de estar, pensar y sentir la realidad, complejizando lo que sucede a nuestro alrededor.
Con todo, lo que estamos sugiriendo es que podemos encontrar ciudades donde los delitos son bajos pero la gente se siente insegura, y otras donde, por el contrario, la violencia está escalando hacia los extremos y, sin embargo, la gente no siente que pueda ser la próxima víctima. Insisto: no estamos diciendo que los “sentimientos” sean una mentira o algo que debamos pasar por alto. Más allá de que estén manipulados por el tratamiento sensacionalista de los medios o la habitual demagogia de algunos dirigentes, esos sentimientos individuales, en la medida que contribuyen a vaciar los espacios públicos y encerrar a las personas en sus hogares, contribuyen a desmovilizar y desalentar la participación de los ciudadanos en la vida política.
Formadoras de sentimientos
La sensación de inseguridad puede captarse a través de distintos tipos de encuestas y sondeos de opinión. Los sondeos son un artefacto que tampoco debería subestimarse. En los últimos años las empresas que los realizan han venido pifiándoles en casi todo. Sin embargo, como el círculo rojo, compuesto por periodistas y dirigentes, suele ser muy afecto a las mismas, solemos estar permanentemente asediados con cifras que no siempre se entienden, pero tienen la capacidad de enloquecer y certificar los lugares comunes que suelen organizar la conversación cotidiana.
Las encuestadoras privadas suelen abordar la inseguridad con simplicidad y, lo que es peor, presentar los resultados con demasiada ligereza. Es entendible, el objeto de sus mediciones suele ser la intención de voto, es decir, tiene otras pretensiones que por lo general son las finalidades de los clientes que contrataron sus servicios.
Son estos mismos estudios los que suelen “filtrarse” o levantan los grandes medios de comunicación para contar el problema de “la seguridad”. Encuestas que los periodistas suelen completar con las opiniones de algún dirigente o especialista que les confirma lo que ya saben, o con una selección de las opiniones de “la gente de la calle”, relevadas al tuntún por los movileros o cronistas de televisión, a las que se les preguntó lo que estos querían escuchar. Así solemos leer que la inseguridad está entre las principales inquietudes de los votantes; o que el 40% de la población encuestada manifestó que la inseguridad es su preocupación central.
Las fórmulas utilizadas son un clisé, y cuando aparecen puestas en boca de un presentador de noticias conocido no necesitan ninguna explicación ni justificación. Alcanza con la credibilidad que goza el periodista para que las cifras sean verdaderas, estén más allá de la reprobación o cuestionamiento. Al contrario, la crítica será vista rápidamente como intencionada y apuntada como sospechosa. Estamos en el terreno de la posverdad, donde la verdad no tiene que guardar ninguna relación con la realidad.
En todos estos casos, las encuestas no solo confunden la inseguridad subjetiva con la inseguridad objetiva, sino que los periodistas suelen encargarse de allanar la distancia, de transformar las opiniones en un reflejo de la realidad. Hechas todas estas aclaraciones, revisemos otra vez los números.
Percepción de victimización
Las herramientas más rigurosas para captar los sentimientos son las encuestas de percepción sobre victimización. Son instrumentos de medición muy complejos, con muchas variables y dimensiones a explorar y articular, pero también muy caras. Acaso por esto mismo, en nuestra región estas encuestas son una rara avis. Los funcionarios sospechan que están llenas de malas noticias y prefieren invertir ese dinero en otra cosa.
De las ciudades que comparamos en nuestra nota anterior solo Medellín ha implementado encuestas de percepción de victimización de manera sostenida en el tiempo. Se trata de una encuesta personal que ya lleva cinco ediciones, sobre una muestra de 4.000 personas. Lo que resulta aún más raro es que sus resultados son de acceso público. Repasemos algunos de las cifras construidas en la última encuesta.
En 2018, casi tres de cada diez personas afirmaron sentirse completamente seguras en la ciudad de Medellín (29%). Es decir, cinco de cada diez dijeron sentirse inseguras (40%) o muy inseguras (10%). Sin embargo, cuando se mira la inseguridad desde el barrio vemos que el 70% de los ciudadanos afirmaron sentirse seguros en los barrios donde viven, un 18% dijo sentirse relativamente seguro y un 12% inseguro o muy inseguro, argumentando que las principales razones para su percepción negativa eran la existencia de grupos delincuenciales, la poca policía, el consumo y venta de droga.
Otra variable que incide en la percepción de seguridad es la jornada del día. El 49% afirmó que es seguro caminar durante el día en sus barrios. Ocurre lo contrario cuando se camina en la noche, donde solo el 23% dijo que era seguro. También será diferente si miramos las cosas atendiendo al género: el 23% de los varones dice que es muy seguro caminar de noche por el barrio mientras sólo para el 16% de las mujeres lo es.
En 2017 se realizó en la Argentina la Encuesta Nacional de Victimización. El 85,1% de la población de 18 años o más consideró que la inseguridad era un problema bastante grave o muy grave en su ciudad. En la ciudad de Buenos Aires esa proporción superó el 90%, mientras que la percepción más baja sobre la gravedad de la inseguridad como problema se observó en las provincias de Tierra del Fuego (51,8%), Santa Cruz (61,4%) y La Pampa (64,3%).
La percepción de inseguridad generalmente es menor en el nivel local. El 44,7% de las personas encuestadas opinó que los delitos habían aumentado cerca de donde vivían, el 69,1% que aumentó en toda la ciudad, el 77,1% en su provincia y el 81,8% que lo hizo en todo el país. Si discriminamos por provincia veremos que en la de Buenos Aires el 45,4% de las personas consultadas opinaron que la delincuencia había aumentado cerca de donde vivía y un 65,1% en la ciudad, pero no cerca de su barrio, y el 76,3% en la provincia donde vive. En Santa Fe el 36,8% considera que aumentó cerca de donde vive, el 70,8% en la ciudad donde vive pero no cerca de su casa, y el 75,5% en la provincia donde vive. Finalmente, en CABA, el 34% manifestó que aumentó cerca de su casa, el 61,9% en su ciudad, aunque no cerca de donde vive, y el 51,8% en el distrito donde vive.
Como se habrá observado, las percepciones que tiene la ciudadanía sobre la evolución de los delitos no coinciden con la realidad. Si se las compara con las estadísticas que presentamos en nuestra nota anterior veremos que las emociones están por encima de los hechos. Si bien las últimas cifras sobre estadísticas delictivas muestran que en nuestro país las tasas de delitos han disminuido o se han amesetado, esto no se refleja en la percepción de la ciudadanía.
Matar dos pájaros de un tiro
Desde que la inseguridad se agregó como problema público en la década del ‘90, en un contexto tomado por el aumento de delitos callejeros y predatorios y mucha conflictividad social, se duplicaron los problemas para los funcionarios de turno. De ahora en más, no solo tienen que dar una respuesta frente al delito sino, además, frente al miedo al delito. Una vez que el miedo se agregó como problema, la prevención implicó a los gobiernos locales en las tareas de control.
Los funcionarios suelen ser muy reservados o esquivos a la hora de mostrar o contar las estadísticas, porque saben que la mejor noticia (“bajaron los homicidios”) seguirá siendo una pésima noticia (“a la vuelta de mi casa le pusieron un revolver en la cabeza al verdulero, no se puede salir más a la calle”). Saben que es muy difícil competir con las sensaciones, que no pueden discutirse los “sentires”, más aún cuando esas emociones son avivadas por el periodismo televisivo. Por eso prefieren esquivar el debate con acciones espectaculares a la altura de los mismos televidentes: el desembarco de policías o gendarmes en un “barrio caliente”, el allanamiento masivo con fuerzas especiales en una villa, el patrullamiento intensivo, la multiplicación de puntos de control en las arterias principales en tal barrio o ciudad, la disposición de cámaras de vigilancia, la distribución de botones anti-pánico, el reemplazo de las luminarias por otras más potentes, etc.
Una sociedad que arrastra una crisis de representación de larga duración, que involucra no solo a los partidos sino también a instituciones como la policía y la Justicia; una sociedad compuesta además por importantes sectores muy propensos a movilizarse individual o colectivamente, muchas veces detrás del estatus de víctimas, es una sociedad que hará del dolor y los sentimientos que giran en torno a ese dolor (el resentimiento, la amargura, el odio, etc.), un insumo moral para estar en el espacio público y las redes sociales presentando sus demandas embutidas en la sensación de inseguridad. El precio que deben pagar para que la vox se haga populi puede costarnos la realidad. Las narrativas y su onda expansiva en las audiencias tienden a sobre-representar la realidad, a inflar los problemas que, paradójicamente, terminarán reproduciendo los sentimientos de inseguridad.
De hecho, las políticas de prevención situacional desarrolladas por los funcionarios locales en la última década tienden a hacer frente a estas sensaciones. Ejemplo: el hecho de que se dispongan cámaras de vigilancia en el espacio público, que se emplacen dos agentes de la policía en la esquina, no significa que se reduzca el delito. En todo caso contribuirá a desplazar el delito callejero de lugar y solo algunas cuadras. Porque tampoco hay que perder de vista que los protagonistas de los delitos callejeros, que se mueven como cazadores furtivos, aprovechando las oportunidades que se les van presentando, no se van a inmolar robando en una carnicería cuando saben que en la otra esquina hay dos policías caminando por la cuadra. Eso sí, seguramente los vecinos del barrio se sentirán más seguros, y ese sentimiento de seguridad invita a pensar que se ha sido igualmente exitoso en la “lucha contra el delito”, cuando en realidad lo único que se ha hecho fue actuar sobre las percepciones.
La política de las veredas
Ahora bien, dicho esto, hay que advertir que no basta el policiamiento de las ciudades para llevar tranquilidad a los vecinos. En la medida que las políticas de prevención situacional contribuyan a vaciar los espacios públicos, tenderán a reproducirse las condiciones para sentirnos siempre inseguros. Como dijo Jane Jacobs en el libro Muerte y vida de las grandes ciudades: “La seguridad de la calle es mayor, más relajada y con menores tintes de hostilidad o sospecha precisamente allí donde la gente usa y disfruta voluntariamente de las calles de la ciudad y son menos conscientes, por lo general, de que los están vigilando”. Cuantas más tiendas, restaurantes, tenderos, equipamiento urbano en las plazas, más gente habrá en la calle, más contactos entre ellas. La concurrencia de toda esa gente ayuda a cuidar las calles.
Enrique Peñaloza Londoño, ex alcalde de Bogotá, autor del libro Ciudad, Igualdad, Felicidad, llamó a estas medidas “política de la felicidad”: “En las ciudades de los países en desarrollo, la mayoría de la gente no tiene coche, así que, en mi opinión, cuando se construye una buena acera se está construyendo democracia. Una acera es un símbolo de igualdad. (…) Si se quiere que la democracia prevalezca, el bien público debe prevalecer sobre los intereses privados”. Y agrega: “Desde que adoptamos estas medidas [en Bogotá], hemos observado una disminución del crimen y un cambio de percepción que se tiene sobre la ciudad”. Dicho en otras palabras: cuando las veredas están llenas de gente, se hacen más seguras, la gente se siente acompañada, cuidada.
Los umbrales de seguridad
Para terminar, regresemos a nuestro punto de partida. Los umbrales de seguridad están hechos de sentimientos. Esos umbrales son muy distintos y, por tanto, resulta difícil la comparación de lo que sienten las personas que viven en Salvador de Bahía, Medellín, Caracas, Rosario, La Matanza o Buenos Aires. Tal vez el sentimiento de inseguridad puede ser, finalmente, la expresión de la resignación de los ciudadanos. Tal vez, cuanto más resignadas están las personas menos miedo tienen, o al revés: a lo mejor la sensación alta de inseguridad es una manera de negarse a aceptar con sufrimiento las circunstancias que les tocan. En ese sentido, que la gente se sienta vulnerable o la próxima víctima a la vuelta de cualquier esquina es una forma de hacerle saber a los funcionarios que no están dispuestos a negociar sus umbrales de tolerancia.
Detrás de las demandas de seguridad, con sus “alarmas”, “emergencias” y “enemigos públicos”, envueltas en las recurrentes oleadas de pánico moral, está el miedo al delito, pero también la desconfianza que pesa sobre las policías y el descreimiento hacia los operadores judiciales.
Como dijo alguna vez Peter Sloterdijk, “no hay nada más irresistible que una idea equivocada a la que parece haber estado esperando”. En tiempos electorales, cuando los candidatos se corren por derecha, la tentación punitiva se convierte a una de esas ideas irresistibles que, lejos de reponer la paciencia que se necesita para hacer frente a la conflictividad social, termina emplazando a la realidad en un lugar donde no se encuentra.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Profesor de sociología del delito en la Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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