No llorar, pensar y actuar

No hay reconstrucción nacional posible sin la recuperación de una ética colectiva

 

Uno de los mayores logros políticos del dispositivo que sostiene al Presidente Javier Milei ha sido desplazar del debate público cuestiones que hasta hace unos meses nos parecían importantes y hasta urgentes, e imponer otras hasta entonces impensadas, que considerábamos resueltas, respaldadas por un amplio consenso social. Por ejemplo, a nadie se le hubiese ocurrido discutir no ya quién reparte alimentos a compatriotas que padecen hambre, sino la “conveniencia” misma de hacerlo. Asimismo, con base en el DNU 70/2023 –reforma constitucional encubierta– ha concretado decisiones que otros gobiernos de derecha no pudieron llevar a la práctica en años. Es decir que no es válido el balance de algunos analistas según el cual estaríamos ante un gobierno que “en seis meses no ha logrado que le aprueben una sola ley” en virtud de su “debilidad institucional”. Es cierto que después de seis meses le están aprobando la primera ley, pero eso no significa que no haya alcanzado objetivos importantes, ni mucho menos.

Este estado de cosas y la aprobación por ambas cámaras del Congreso del bien llamado “nuevo estatuto legal del coloniaje” o –en el lenguaje oficial– ley Bases, son pruebas elocuentes de que Milei no es un topo solitario embarcado en la destrucción del Estado y la Nación: es el muñeco de un conjunto de grandes capitalistas, de aquí y de afuera, principales beneficiarios de un proceso que, de consumarse, se convertirá en el despojo en tiempo récord de las más importantes riquezas sociales, el sometimiento del país a la potencia todavía hegemónica y la expulsión de millones de argentinos de su propia patria. Cuesta encontrar un parangón de semejante experiencia en la accidentada historia nacional.

Si en este contexto agregamos la derrota electoral de 2023 podemos comprender por qué el campo nacional-popular está a la defensiva, pero también ver con nitidez la inconveniencia de una puja intestina que –en tales circunstancias– sería políticamente suicida. Aun cuando las motivaciones de los unos y los otros fueran comprensibles, y hasta legítimas, implicarían la prevalencia de razones, si no personales, a lo sumo tácticas en detrimento de una razón estratégica fundamental: si decimos que el proyecto reaccionario está perjudicando gravemente a la mayoría de las y los argentinos, habremos de decir también que la eventual fractura del campo popular convertiría definitivamente el cuadro en una tragedia, dejaríamos al pueblo argentino sin alternativa.

No estoy pensando en una unidad vacía de contenido y lealtades, sino todo lo contrario. Sí entiendo que esa virtud política que se llama prudencia está sugiriendo que es tiempo de elaborar ese contenido, no de pelear por las listas; también soy consciente de que la política no es la excepción a una paradoja aparente: a veces las cosas de simple comprensión son difíciles de practicar.

No es lo mismo confianza que lealtad, no hay lugar para la duda: cualquier lista integrada por militantes cercanos a Axel hubiera respondido con la misma lealtad al mandato popular de oposición al proyecto de ley Bases que una integrada por cercanos a Máximo. La lealtad política debe estar fuera de discusión entre los sectores del kirchnerismo que simpatizan y/o tienen vínculos más estrechos con el gobernador que con el presidente del PJ bonaerense y viceversa. Ahora bien, la lealtad política es condición esencial pero no suficiente de la confianza política de quien gobierna o conduce, aspecto que incluye –además– cuestiones tan subjetivas como las afinidades personales, y otras como la lealtad personal y las formas de construir poder. De ahí que no sea siempre fácil llevar a la práctica lo políticamente razonable.

Sin embargo, el momento histórico no ofrece margen para conceder ventajas. Más aún, entre las cosas simples de comprender y las ventajas que no podemos dar se inscribe la aceptación del único liderazgo popular realmente existente, el de Cristina Fernández de Kirchner, a partir del entendimiento de que los liderazgos políticos no se construyen según los tiempos de los dirigentes sino según la consolidación de lealtades recíprocas entre un dirigente y un pueblo. Por otra parte, ha quedado históricamente demostrado que la capacidad transformadora del movimiento nacional y popular es directamente proporcional a la consolidación de un liderazgo y su conducción, razón por la cual han sido siempre sistemáticamente atacados con la inestimable colaboración de sectores internos confundidos o cooptados.

A propósito, hay quienes piensan que la memoria es sólo un esfuerzo por reproducir –como un calco– el pasado en el presente, y atribuyen tal despropósito a lo que llaman “kirchnerismo residual”. Opinan con la suficiencia de quienes creen que se las saben todas, pero no: o no conocen o evitan incluir en sus análisis que el kirchnerismo trabaja en la búsqueda de alternativas, por ejemplo para resolver la crónica restricción externa. Es que no se trata solamente de recuerdos, ni de nostalgia, ni de melancolía. Hacer memoria, sobre todo cuando hablamos de memoria política colectiva, es problematizar ahora el pasado a la luz de un futuro considerado posible y deseable. Es, en cierta medida, tejer los recuerdos en el presente y hacerlos parte de un relato que sirva de brújula para los desafíos que tenemos hoy, no los que tuvimos ayer. Si esto es así, podemos afirmar que sin memoria no hay futuro y que sin futuro no hay memoria: si hay claridad y firmeza respecto de hacia dónde se va, entonces hay definición clara sobre cómo rescatar el pasado. Y no hace falta explicitar quién ha mostrado claridad y firmeza incorruptible acerca de hacia dónde va ejerciendo la conducción.

 

El Congreso y la lapicera

El tratamiento de la llamada ley Bases ha sido un proceso que debería ser asimilado por el conjunto social como un baño de realidad que echó luz sobre una cara parcialmente oculta de nuestro país: es tal la concentración y transnacionalización de algunos capitales que alguna vez tuvieron origen y realizaron su primera etapa de acumulación dentro de nuestras fronteras, particularmente en distintas provincias, que sus intereses se han autonomizado de la suerte nacional. En otras palabras, esos capitales están inmersos en una dinámica ajena a la situación de la mayoría de los argentinos y argentinas, aun cuando sus titulares sean “vecinos” de esta o aquella provincia.

Estas altas burguesías provinciales, unas cuantas propietarias de medios de comunicación, suelen ser socias de grandes capitales de origen externo, como los controlantes de corporaciones mineras, explotadoras de hidrocarburos o litio o comercializadoras de granos, y tienen, en el mejor de los casos, poder de veto sobre los gobiernos provinciales y, en el peor, ponen y sacan gobernadores, bajo cuya jurisdicción se encuentran los más importantes recursos naturales del país. Para llegar a esto no les alcanzaba con controlar los partidos provinciales de estirpe conservadora, entonces avanzaron sobre los partidos con raigambre popular; por supuesto, hay que agregar las presiones que ejercen y/o las dádivas que ofrecen directamente las corporaciones transnacionales.

Así, han conseguido el control total sobre el radicalismo y parcial sobre el peronismo, y encontramos la explicación acerca de cómo fue posible que legisladores que llegaron en las listas de estos partidos hayan votado contra los derechos más elementales de sus pueblos, por pedido o no de sus gobernadores: un cuadro que se traduce en sobre-representación parlamentaria del gran poder económico y sub-representación de los sectores populares.

Pero también nos permite comprender el sólido fundamento político que tiene el tan criticado criterio de armado de listas por parte de Cristina: no es el sectarismo de la lapicera, es el indispensable tributo a la lealtad política en un contexto en el que –casi– todo se compra y se vende; criterio que ha sido determinante de la amplia cohesión que desde la asunción de Milei han mostrado los bloques de Unión por la Patria en el Congreso de la Nación.

Es importante observar que en la Argentina se ha ido consolidando a través de los años una tendencia creciente a cierta impunidad selectiva, que tiene por beneficiarios a conspicuos personajes del sempiterno engranaje político-económico antinacional y antipopular, impunidad que derrama desde arriba hacia los costados y genera la acumulación de cierto resentimiento abajo, y que arrasó con muchas cosas pero fundamentalmente con una ética compartida.

A partir del intento de magnicidio del 1º de septiembre de 2022, que se mantiene impune, se dijo que se había roto el pacto democrático. Es cierto, pero esa es una parte del problema, porque para que se haya roto ese pacto primero debió romperse un pacto ético, y ese pacto ético ha sido roto mediante mecanismos que han protegido y protegen a importantes actores sociales como los titulares del gran poder económico y las jerarquías del Poder Judicial.

No habrá reconstrucción nacional posible sin la recuperación de una ética colectiva que transforme y penetre en las instituciones de la democracia, para rescatarlas de los poderosos y ponerlas al servicio de la mayoría.

 

 

 

 

 

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