Ni libros ni alpargatas

De los pies a la cabeza, baja la vara, vence lo berreta

 

Ya antes de la explosión del 2001 la industria editorial había resultado impactada por el tsunami económico-social. La caída de la producción se precipitó en correlato con el consumo popular hasta tal punto que prácticamente dejaron de imprimirse novedades: los suplementos literarios de algunos diarios y las secciones de reseñas especializadas debieron recurrir a hurgar entre las librerías de usados a fin de evitar que sus páginas quedasen en blanco.

Hoy como ayer el paralelismo se reitera: en el último semestre, la empresa que fabrica el calzado popular por antonomasia, Alpargatas, con más de 130 años en el país, cerró dos plantas, en Santa Rosa —La Pampa— y Catamarca. También se deshizo de personal en Florencia Varela, Chaco, Corrientes y Tucumán tras haber vendido la marca Topper. En la actualidad de capitales brasileños, dejó cerca de un millar de familias en la calle. De los pies a la cabeza, mutatis mutandis, depresión semejante ya aqueja a la industria del libro, cuyo colapso se augura para el fin del verano venidero. Pues el libro (materialmente) más ranfañoso ronda los quinientos pesos, razón por la cual difícilmente engrosará los obsequios tradicionales en las próximas carnestolendas vaticanas. Las lecturas veraniegas quedarán dotadas de ejemplares incólumes en la propia biblioteca o se recurrirá al intercambio con los amigos.

Los números brindados por las cámaras empresarias describen una represa cargada a su máxima cota, de la cual empiezan a filtrarse hectolitros por segundo a través de fisuras que se agrandan en forma progresiva. En lo que va del gobierno de esta Segunda Alianza, la producción se desplomó de 11,6 millones de ejemplares a 6 millones auales, los costos de impresión crecieron un 65 por ciento, las ventas se desplomaron más del 40 por ciento, treinta librerías cerraron sus puertas, otras tantas fueron absorbidas por cadenas o redujeron sus espacios, mientras ochenta declaran hallarse en una fase terminal. Algunas editoriales comenzaron a imprimir en la India o Hong Kong, todas sin excepción suspendieron en gran proporción sus planes editoriales, disminuyeron las tiradas, ahorraron en costos (es decir, bajaron la calidad de las impresiones), el Estado como productor y comprador de libros para sus planes culturales y educativos roza la inexistencia desde hace dos años. El precio de los libros importados se disparó y no hay quién los compre. Como la industria abarca un número de trabajadores informales (traductores, diseñadores, correctores, prensa, distribuidores, etc) considerablemente mayor a los que mantienen relación de dependencia, tamaña situación redunda en una agudización de la problemática en el aspecto social para quien carece de vacaciones, aguinaldos, obra social, etc. Hasta el momento se detecta una merma de cinco mil puestos de trabajo global, del 15 por ciento entre los libreros, 20 por ciento en el empleo directo en el sector editor y 15 en el indirecto.

Por otra parte, la ruptura en la cadena de pagos funciona como una bomba de tiempo que, como la pirotecnia de fin de año, comienza a explotar en función directa al poderío del pirómano, de manera que los más poderosos comienzan los primeros estallidos pero se extienden más allá de la medianoche en que los más carentes agotan sus existencias. Los cálculos más optimistas evalúan que esto ocurrirá antes de marzo próximo.

Una solicitada que arma un grupo espontáneo de “Trabajadores de la Palabra” (que excluye a vendedorxs en los medios de transporte, filósofxs y piscólogxs) sintetiza la situación: ”Somos librerxs, editores, periodistas culturales y escritorxs. El sector en el que trabajamos está en crisis. La caída del salario diezmó las ventas de libros teniendo como consecuencia, en muchos casos, el cierre de librerías. El aumento en los costos de producción, a partir de la devaluación y la dolarización del precio del papel, daña los planes editoriales y conlleva una menor cantidad de libros publicados y de trabajos asociados a la producción del libro. Toda la cadena de valor está precarizada. Desde correctorxs hasta autorxs, pasando por el diseño, la diagramación, la impresión y la venta. A lo que se suma la falta de políticas públicas de incentivo o regulación y la apertura de importaciones”.

Pese a que las multinacionales del papel impreso aguantarían la hecatombe mejor que las medianas y pequeñas editoriales locales, en diversos aspectos los efectos secundarios se extenderán en el tiempo. Para el conjunto, las heridas de mayor gravedad recaerán en los contenidos. Por lo pronto, como el sector industrial apostará a lo que considera una venta más segura, dejarán de aparecer nuevos autores, literatura experimental, renovadas temáticas. En momentos en que no hay botes para todos y cunde el sálvese quien pueda, proliferará la autoayuda al igual que esa narrativa facilista que se expresa con un diccionario de medio centenar de palabras. En el rubro ensayo acaso sobrevivan las seudoinvestigaciones periodísticas firmadas por panelistas catódicos al servil servicio de cualquier servicio, siempre listo para financiar. En una paradoja antiolímpica, se baja la vara cualitativa a la par que el papel se transparenta, la tipografía se abigarra, la encuadernación pasa de cosida a pegada, las tapas avanzan hacia el moncromo y las cartulinas respectivas se aproximan al gramaje de las páginas interiores; todo contenido se empobrece cuando no perece por inanición.

Embrutecimiento generalizado que favorece la emergencia de los depredadores materiales y éticos agazapados en el fondo de la ciénaga de la miserabilidad o la supervivencia desesperada. Ya ha sucedido y volverá a pasar. Han de cundir los negocios truchos de las imprentas con veleidades que lanzan concursos en que se publica todo aquel que se cotice con deteminada suma; los autores éditos que temen quedar fuera del mercado gatillarán autoediciones, en el mejor de los casos a medias con editoras más o menos fantasmas que producirán tiradas menores a lo pactado, mantendrán los ejemplares en las estanterías por un mes y luego venderán el remanente como papel. Los derechos de autor se pagarán a los premios y los eventuales adelantos serán reducidos hasta la extinción.

Indispensable aunque ínfimo material de descarte en la cadena productiva, el autor argentino difícilmente sobrevive de sus libros. Se posterna agradecido ante el severo dios del teclado cuando logra rebuscársela en alguna de las escasas actividades redituables afines a la escritura. Sin embargo, los escritores no llegan al cinco por ciento de los implicados en la industria editorial que, según cifras estimativas de las cámaras del ramo, alberga cerca de quince mil familias. Cifra por cierto también menor al momento de compararla con otras ramas de la producción, como la textil o la metalmecánica, asimismo arrasadas por la crisis.

El estrago perpetrado en la industria editorial afecta, en todo caso y en otros aspectos, a mayor número entre sus consumidores –que son, somos muchos más— que entre sus productores. Esa vara de calidad que desciende a niveles de ignorancia y embrutecimientos surtidos requiere medidas en trabajo, inversión y tiempo poco probables. Al final del tobogán de la recesión se va a dar por culo en la infértil arena de la decadencia. Lo berreta triunfa.

 

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