NARRADORES EN LLAMAS
Paul Auster adopta la figura del escritor finisecular Stephen Crane para rebasar los límites de la biografía
Curiosidad del mercado editorial norteamericano: el género biográfico se mantiene en el top five de ventas desde hace un siglo. Distintas craneotecas adjudican el fenómeno a la avidez identificatoria por los modelos “inspiradores” aledaños a la autoayuda, a la que es proclive el consumidor medio-medio en aquellas latitudes. Nada más distante a tamaño modelo el encarado por Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) en Burning Boy, the Life and Work of Stephen Crane (que vendría a ser algo así como El chico incendiado, vida y obra…), traducido en la edición castellana como La llama inmortal de Stephen Crane.
Por lo pronto, si bien el libro está presentado como una biografía, es a todas luces mezquino recluirlo en tan estrecho desfiladero. Pues los apenas veintiocho años del recorrido vital y literario de Crane (¡oh!: Newark, Nueva Jersey, 1871- Badenweiler, Alemania, 1900), entreteje el hecho indiscutido de haber marcado un antes y un después en la narrativa de lengua inglesa —y de allí hacia el mundo— imbricada con la crónica de la irradiación del capitalismo, el expansionismo imperialista estadounidense, el predominio ideológico de la burguesía, su ruta…
Asimismo, Auster concreta la proeza de componer entrelineas el más excelso tratado de teoría literaria sin teoría de que se tenga memoria. Sortea todos y cada uno de los obstáculos previsibles del autor que habla de otro autor. Conversa con otro autor a través del tiempo. Rema a contracorriente de los contemporáneos preceptos de la mercadotecnia del papel impreso con un mamotreto de un kilo y cuarto y más de mil páginas, por cierto exigentes de manipular con los músculos de los brazos, aunque aliviados por los del sístole y la diástole, no menos que por los estímulos neuronales. Escritor de dotes comprobadas —es el autor de Trilogía de Nueva York, Leviatán y tantas obras memorables—, Paul Auster asume riesgos y logra éxitos: se ha inmiscuido orondo en la poesía y salió incólume de la dirección de un par de largometrajes. Dueño de una prosa exquisita, asequible y transparente, adopta ahora a Stephen Crane —autor de ficciones— por fuera de la ficción; más bien como matriz desde la cual se eleva un panóptico destinado a observar, sistematizar y diseccionar el universo de las letras desde el siglo XIX al XXI. Y a la vez, las sociedades inherentes a cada etapa en correlato a las formaciones culturales tanto hegemónicas como subalternas correspondientes; los acontecimientos que fueron marco no menos que aquellos otros que éstos nublaron.
Desde ya que la agitada vida de Stephan Crane da para ello. Hijo de una tradicional familia metodista de la opípara costa Este, abrazó un ateísmo practicante, aunque cuidadoso de las creencias ancestrales. Contemporáneo de las postreras escaramuzas del genocidio indígena y de los ecos aún resonantes de la Guerra de Secesión (1861-1865), vislumbró la sustitución del lugar de aborígenes y afroamericanos por una clase trabajadora condenada a la peor miseria. Se enemistó con Theodore Roosevelt (inmortalizado en el monumento kitsch del monte Rushmore) cuando éste comandaba la represión en Nueva York, antes de trepar a la presidencia de los Estados Unidos. También con toda la policía de la Gran Manzana, al defender a una prostituta acosada por la corrupción de uniforme. Fue corresponsal de guerra en Grecia y Cuba, náufrago en el Atlántico, cronista en las minas de carbón y en la silla eléctrica; amigo cercano de Joseph Conrad (el de El corazón de las tinieblas), Herman Melville (el de Moby Dick), H. G. Wells (el de 1984 y La máquina del tiempo), Henry James (el de Otra vuelta de tuerca), Arthur Conan Doyle (el de Sherlock Holmes), Mark Twain, Ambrose Bierce, y otros próceres que, pese a ser menor que ellos, reconocían su maestría.
Si bien por estos pagos se encuentra publicada casi toda la obra de Crane, La roja insignia del coraje es la novela que ha obtenido mayor repercusión. Más relegada ha sido la actividad periodística con crónicas exhaustivas y los desopilantes sketches, viñetas, aquí llamaríamos misceláneas, aguafuertes, pastillas, traducidos como “esbozos” por la app castiza, poco atenta a la etimología, gramática y puntuación. Capaz de escribir frases del tipo “El cielo azul estaba desierto y quemaba como el bronce”, Crane introduce el color en una literatura decimonónica pacata y melindrosa, cuenta sexo y violencia, injusticia y gritos libertarios. Logra describir una sangrienta pelea callejera a puñetazos desde la mirada de los curiosos que rodean a los contendientes, deteniéndose apenas en ellos: “Es una anticipación finisecular de una estética nueva que empezaría a arraigar en los primeros decenios del siguiente siglo”, subraya Auster. Instituye una clave que privilegia “la atención más estrecha a los caprichos de la percepción del mundo, el ojo mirando hacia afuera y hacia adentro, a la mescolanza de emociones e impulsos contradictorios que bombardean continuamente la conciencia”. Dicho de otra manera, insiste: “Mira desde lejos algo que se mueve entre la frontera de lo legible y lo ilegible, la línea divisoria entre lo nítido y lo borroso (el destacado es de Auster), y esa línea, ese lugar de indeterminación donde confluyen lo subjetivo y lo objetivo, constituye el angosto territorio donde se desenvuelve la mayoría de las obras de Crane, y como antes nadie había explorado ese ámbito, destaca como descubridor de un territorio nuevo”.
“Sólo escribiré para un hombre… ese hombre soy yo”, es la respuesta de Crane cuando se lo insta a producir una novela comercial destinada a equilibrar las sempiternas destartaladas finanzas. Con semejante espíritu, aún ejerció el duro oficio periodístico para Hearst y Pulitzer, así como para cuanta revista o perodicucho dispuesto a aportar algún billete a su economía en perenne caos. Así fue explotado —como si fuera hoy— por cuanto editor o agente le formulara promesas jamás cumplidas. Las necrológicas dictan que Stephen Crane murió de tuberculosis, lo que es verdad; se obvia que padecía malaria y paludismo, fumaba como descosido y portaba un hígado resquebrajado por el alcohol. Despilfarró en el poker y festicholas con los amigos. Nada más alejado a la meritocracia ganadora ya entonces propugnada por el establishment. Desmesurado para antihéroe, poco y nada ejemplar como candidato de modelo a seguir.
Es dentro de semejante madeja donde Paul Auster articula La llama inmortal de Stephen Crane, con el personaje paradigmático, contradictorio, revolucionario en las letras de fin del siglo XIX, a partir del cual ejecuta una suerte de fiction-non-fiction de capas múltiples. El lector puede dejarse atrapar por alguna de las líneas argumentales, de pensamiento, históricas, antropológicas, lo que le pinte. Es la excelencia literaria sin atenuantes que va del autor actual al referido y vuelve. Con profusión de glosas y fragmentos textuales, pega volteretas, suma coherencias, desbarata prejuicios y convenciones. Dos prosas originales, inigualables, dialogan entre sí, atraviesan el pasado, el presente y lo que vendrá.
FICHA TÉCNICA
La llama inmortal de Stephen Crane
Paul Auster
Buenos Aires, 2021
1035 páginas
1235 gramos
--------------------------------Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí