Napoleón en la ONU
Milei protagonizó uno de los mayores papelones de la historia diplomática argentina
Napoleón Bonaparte (1769-1821) fue sin duda el líder más destacado que produjo la Revolución Francesa. Se desempeñó como primer cónsul de la República Francesa desde 1799 hasta 1804, y como emperador de los franceses desde 1804 hasta 1815. Durante su mandato llevó a cabo numerosas reformas liberales que se expandieron por el mundo y que han perdurado hasta la actualidad, como su famoso Código Napoleónico. Se lo considera también como el más relevante estratega militar de la historia y sus campañas militares se estudian en las academias de todo el mundo. Llevó las reformas liberales a las tierras que conquistó, especialmente las regiones de los Países Bajos, Suiza, Italia, España y Alemania. Para ello contó con un poderoso ejército, denominado la Grande Armée, que consistía en seis cuerpos de ejército bajo el mando de sus mariscales. A medida que Napoleón conquistaba nuevos territorios su ejército aumentaba de tamaño, y llegó a alcanzar un máximo de 600.000 soldados (más un millón en la reserva). Por el contrario, el Napoleón que acaba de pronunciar un discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas y que ha exhortado a todas las naciones del mundo libre a que lo sigan en la implantación de una nueva agenda de la libertad, es bajito como el corso Bonaparte, pero no tiene detrás ni un solo soldado que lo respalde. No obstante ha anunciado solemnemente que a partir de ahora la República Argentina abandona la posición de neutralidad histórica que siempre la caracterizó para colocarse a la vanguardia de la lucha en defensa de la libertad, mensaje que, como era de esperar, ha provocado una conmoción en el mundo entero.
Una ristra de barbaridades
Resulta difícil tratar con seriedad el discurso pronunciado por Javier Milei en las Naciones Unidad por la cantidad de sandeces y balandronadas que aparecen reunidas en una breve pieza oratoria. Considerar que la Agenda 2030 “no es otra cosa que un programa de gobierno supranacional, de corte socialista, que pretende resolver los problemas de la modernidad con soluciones que atentan contra la soberanía de los Estados Nación y violentan el derecho a la vida, la libertad y la propiedad de las personas” es un dislate total, una boutade, una teoría conspirativa que queda fuera del radar del pensamiento racional. Según el profesor de Relaciones Internacionales Bernabé Malacalza, “el núcleo de esta guerra cultural urbi et orbi contra esta agenda es el rechazo al cosmopolitismo occidental, al cual los intelectuales reaccionarios denominan ‘globalismo’. Esta postura surge de una concepción fundamentalista que presenta a la civilización occidental como superior y destinada a imponerse”.
De igual modo, cuando Milei considera que Naciones Unidas “se transformó en un Leviatán de múltiples tentáculos, que pretende decidir no sólo qué debe hacer cada Estado-Nación, sino también cómo deben vivir todos los ciudadanos del mundo”, hace otra afirmación ridícula que no guarda la menor relación con la realidad. Estas y otras consideraciones tan disparatadas han escandalizado inclusive a algunos de los intelectuales que orbitaron alrededor de la figura de Mauricio Macri, como el ex ministro Pablo Avelluto, quien ha caracterizado la intervención de Milei como “uno de los mayores papelones de la historia diplomática argentina”. Por su parte, Roberto Gargarella se hace cargo de “la vergüenza que da tener como representante un Presidente así, anti-científico, negador de la evidencia, bruto, plagiador, guarango, irrespetuoso, del peor modo ideologizado”.
La crítica a las Naciones Unidas
La crítica que formula Milei al desempeño de las Naciones Unidas es, desde todo punto de vista, completamente deshonesta dado que no persigue la mejora de la organización sino más bien confinarla a la irrelevancia. Es una crítica similar a la que Milei formula contra el Estado, completamente alejada del ideario del auténtico liberalismo político que siempre consideró que la libertad política y la libertad económica no pueden existir sin reglas y que el garante de esas reglas es el Estado. Las Naciones Unidas fueron concebidas como un entramado institucional en el que las controversias entre los Estados pudieran ser dirimidas por medios pacíficos. Sin embargo, desde el inicio, aparecieron las contradicciones. La Carta de las Naciones Unidas se firmó el 26 de junio de 1945 en San Francisco (Estados Unidos), y apenas cuarenta días después, el 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó la primera bomba nuclear sobre la población civil de Hiroshima (135.000 muertos) y tres días después sobre Nagasaki (75.000 muertos), crímenes de guerra monstruosos que nunca han sido juzgados. Es decir que la Carta de las Naciones Unidas fue concebida en un mundo pre-nuclear sin tener presente las consecuencias del nuevo equilibrio que se produciría cuando también accedieron a la tecnología nuclear la Unión Soviética, China, Gran Bretaña, Francia y en la actualidad Israel y algunas otras naciones. Por otra parte la Carta establece un privilegio para los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que pueden vetar las resoluciones para neutralizar cualquier iniciativa que fuera en contra de sus intereses. Es decir que, al igual que en la granja de Orwell, algunos miembros de la ONU son más iguales que otros. Esta circunstancia explica en parte que Estados Unidos, una vez que se disolvió el Pacto de Varsovia, haya emprendido varias guerras actuando sin complejos, como una suerte de sheriff internacional, amparado en sus poderes de veto y nuclear. El filósofo, sociólogo y politólogo francés Raymond Aron (1905-1983) expuso una paradoja relacionada con la novedosa situación de un mundo donde las grandes potencias eran poseedoras de un armamento nuclear capaz de destruir la vida en el planeta. Aron afirmaba que, si bien las guerras parecen imposibles debido al poder destructor de las armas nucleares –sistema MAD (Mutual Assured Destruction)–, lo cierto es que si una de las partes implicadas considera imposible la guerra, la disuasión habría terminado de actuar y la guerra se hace de nuevo posible. La cantidad de guerras que hemos tenido desde la constitución de la ONU confirman esta paradoja. Como es obvio, estas consideraciones no se formulan para atenuar la responsabilidad de nadie, pero deben tenerse presentes si se quiere trabajar en el diseño de un nuevo orden internacional, basado en la aplicación igualitaria de las normas internacionales a todos los países, sin excepción.
La proliferación de las guerras
La cantidad de guerras que hemos tenido desde la constitución de la ONU confirman que la mera existencia de una organización como las Naciones Unidas resulta insuficiente para evitar la proliferación de conflictos armados. El ejemplo más escandaloso lo constituye en la actualidad el monstruoso genocidio que tiene lugar contra el pueblo palestino en Gaza y Cisjordania frente a la mirada impotente de la ONU, que sólo ha podido aprobar meras declaraciones de condena. La senda que se trazó en la Carta de las Naciones Unidas, que en su artículo 47 contempla la institución de una fuerza de policía internacional bajo la dirección de un Comité de Estado Mayor dependiente del Consejo de Seguridad, fue tempranamente abortada. Por el contrario, las grandes potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial optaron por el rearme unilateral, al punto que actualmente el gasto militar mundial asciende a la asombrosa cifra de 2,44 billones de dólares en 2023 según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (conocido como SIPRI por sus siglas en inglés). El mayor gasto militar corresponde a los Estados Unidos, con 778.000 millones, frente a 296.000 millones de China, 86.100 millones de Rusia y 84.100 millones de la India. Por lo tanto, la responsabilidad por el actual incremento de las guerras no debe asignarse a las Naciones Unidas sino que son los Estados y en especial las grandes potencias los verdaderos responsables. Según Nan Tian, investigador principal del SIPRI, “el aumento sin precedentes en el gasto militar es una respuesta directa al deterioro de la paz y la seguridad en todo el mundo”. “Los países están priorizando la fuerza militar, pero en un panorama geopolítico y de seguridad cada vez más volátil, se arriesgan a una espiral de acción y reacción”, señala Tian en referencia a la posibilidad creciente de un conflicto que comience de manera accidental.
En estos momentos tan aciagos por los que atraviesa la humanidad, deberíamos volver a formular la pregunta que Albert Einstein le hiciera a Sigmund Freud en el año 1932: “¿Hay alguna manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?” Frente a ese interrogante, no queda otra alternativa que buscar nuevas fórmulas de convivencia y seguridad que alumbren un nuevo orden mundial basado en el desarme y la multilateralidad, abandonando los proyectos ilusorios de que la paz se puede alcanzar bajo la hegemonía de una solitaria gran potencia.
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