Nado sincronizado
La asociación indisoluble de la derecha local con los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos
La gira de Alberto Fernández motivó la reacción furibunda y concurrente de las dos fuerzas que reprimen, desde hace más de un siglo, la superación del círculo vicioso que perpetúa el endeudamiento, el estancamiento productivo, la desigualdad y la pobreza. La primera de esas fuerzas tiene residencia institucional en Washington. La segunda se aglomera, en la actualidad, en torno a la alianza intitulada como Juntos por el Cambio.
El posicionamiento sincrónico de ambos colectivos, propagado por cadenas locales e internacionales, exhibe la profunda y subterránea concurrencia entre los intereses permanentes de los Estados Unidos con los vociferados por los grupos concentrados locales.
Al Departamento de Estado y sus socios locales los une el amor y el espanto. El amor insondable al sistema neoliberal que los habilita a maximizar el capital sin tener que hacer frente a sistemas financieros regulados. Y el espanto ante toda postura soberana que intente desafiar los designios geopolíticos estructurados que permiten la proliferación de guaridas fiscales y el control geopolítico de los Estados Unidos.
Tanto el amor como el espanto son difíciles de disimular. Ambos suelen filtrarse en lapsus y/o gesticulaciones no previstas ni controladas: el último lunes 7 de febrero, el ex canciller Jorge Faurie sostuvo –ante una de las varias tribunas mediáticas cambiemitas– que las bufandas utilizadas por Alberto Fernández y su canciller Santiago Cafiero en China evidenciaban el regreso del “trapito rojo”. El ex diplomático, capturado por la desconfianza y la tirria que produce el espanto, no atinó a percatarse, en tanto panelista frecuente de La Nación+, que las prendas utilizadas por la delegación argentina habían sido obsequiadas por los anfitriones de los Juegos Olímpicos de Invierno. De hecho, contaba con el logo del certamen en uno de sus extremos.
Lo que Faurie expresó de forma eufemizada es el permanente pavor a la diversificación de las relaciones internacionales planteada por Fernández, en continuidad con la tradición nacional y popular inaugurada en el Siglo XX por Hipólito Yrigoyen. Desde la perspectiva cambiemita la relación diplomática prioritaria debe alinearse en torno a las demandas de Washington. En ese sentido, todo rumbo alternativo –sin la anuencia explícita del Departamento de Estado– supone un peligro de rango civilizatorio.
Esa es la causa primordial por la que las declaraciones del Presidente en Moscú fueron impugnadas al unísono por varios de los voceros de la entente corporativa local. Mauricio Macri, aterrado, llegó a caracterizar la afirmación de Fernández como “un error en el posicionamiento internacional [que] puede ser la ruina económica e incluso hacer peligrar la paz del país y la región”. El catastrofismo respecto a la hipótesis bélica, incluida en el último segmento de la aseveración, no logró ser descifrado, siquiera, por sus más cercanos asesores y confidentes.
El pánico ante una posible pérdida de la brújula geopolítica de la derecha doméstica también quedó en evidencia en la conferencia brindada por la portavoz presidencial Gabriela Cerruti el último jueves, cuando se vio obligada a desenmascarar a la periodista Cecilia Devanna, comisionada por la trifecta mediática para sembrar la alarma y difuminar el pavor entre su público cautivo: en un lapsus propio de su más profunda indignación llegó a preguntarle a la portavoz si el gobierno argentino iba a cuestionar o diferenciarse de las consideraciones del Presidente Fernández realizadas en Moscú.
Las despavoridas consideraciones cambiemitas respecto a la cercanía de la Argentina con dos de los más más grandes adversarios de Washington tuvieron antecedentes precisos durante el cuatrienio neoliberal iniciado en diciembre de 2015. Apenas asumió Macri, obedeciendo un pedido del embajador Noah Mamet, se decidió paralizar, discontinuar o restringir los acuerdos firmados con la República Popular China durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.
Entre 2014 y 2015 se había acordado con Beijing la construcción de dos centrales nucleares. La primera de ellas había sido pensada para reproducir la tecnología CANDU, que la industria nuclear nacional dominaba, dada su experiencia previa, acumulada durante la construcción de la central de Embalse. Dicha posibilidad se malogró debido a los repetidos retrasos generados durante el macrismo. Sin embargo, los conatos cambiemitas no lograron su objetivo último: los convenios siguieron activos gracias a la paciencia y la imperturbabilidad oriental. En la actualidad, se prevé la disposición de centrales de tipo HUALONG, de tecnología china, cuya construcción se espera relanzar durante el presente año.
Órdenes septentrionales
Una situación similar se dio en relación con las dos obras hidroeléctricas ubicadas en el Río Santa Cruz, nominadas Néstor Kirchner y Jorge Cepernic. Dos semanas después de asumir el cargo, Mauricio Macri recibió en la Casa Rosada a Cristine Mc Divitt –viuda del filántropo ecologista Douglas Tompkins– y a Sofía Heinonen, máxima autoridad de Conservation Land Trust, la ONG fundada por el estadounidense Tompkins. En esa ocasión, el primer mandatario les consultó sobre las dos represas planificadas para la Patagonia. Al unísono respondieron que “les parecía una aberración, que iban a provocar un daño ambiental irreparable y que creían que se podía producir mejor energía de manera más barata, menos dañina y más eficaz”. El título del diario Clarín del 28 de diciembre de 2016 consigna que “Macri analiza parar la construcción de las represas del Río Santa Cruz. Se lo anticipó a la viuda del ecologista Douglas Tompkins”.
Una semana después, el matutino en el que Macri se convertirá a la postre en inversor –según Esmeralda Mitre– se sumaba al nado discursivo sincronizado: el 2 de enero de 2016 caracterizaba a las obras patagónicas como “dos vergonzosas represas”. Los editorialistas, asociados a la voluntad manifiesta de la Doctrina Monroe, consideraban que se “debería revisar el proyecto hidroeléctrico (…) pues encierra demasiados puntos oscuros y peligros ambientales”. Si bien no lograron paralizar las obras, debido a la vigencia de los contratos rubricados con el gigante asiático, lograron reducir en un 30% su potencia prevista en forma original.
La gira presidencial incluyó la visita a la Federación Rusa, donde Fernández dejó en claro el énfasis multilateral que tanto indignó a los propagandistas locales. En abril de 2015 Julio De Vido, como ministro de Planificación, había suscrito convenios con la Agencia Espacial Federal de Rusia para cooperar en relación con investigaciones espaciales. También quedó rubricado el proyecto de construcción de la sexta central nuclear de diseño ruso, basado en el tipo de reactor VVER-1000, con una capacidad energética planificada de 1200 MW. Ambos acuerdos fueron firmados por Vladimir Putin y CFK en el marco de la Asociación Estratégica Integral con Rusia. Pero fueron freezados y ninguneados durante la gestión macrista en connivencia explícita con las demandas estadounidenses.
Aunque ninguna fuente del Departamento de Estado (en funciones) se dignó a comunicarse con los responsables del nado discursivo sincronizado, el diputado trumpista por Florida Matt Gaetz verbalizó el espanto de la derecha local articulada por las transnacionales. En su alocución en el Congreso, advirtió que el financiamiento chino a la Argentina suponía un peligro para la seguridad interior de los Estados Unidos, razón por la cual conminaba a Joe Biden a tomar cartas en el asunto en nombre de la Doctrina Monroe, aquella que postulaba el Gran Garrote con el que se debía disciplinar a los salvajes del hemisferio occidental. El representante de Florida se encuentra desde hace unos años bajo investigación de la fiscalía general por denuncias de abuso sexual y prostitución de menores.
Los republicanos vernáculos insisten en que la Argentina “se cierra al mundo” cuando diversifica y amplía sus vínculos internacionales. En forma paralela, sin sonrojarse, consideran que es aperturista toda vinculación con Washington o con sus socios geopolíticos. Funcionan casi como defensores acérrimos de los intereses del Departamento de Estado.
En términos estructurales sucede que su identidad colonial los articula y les brinda seguridad. Los asocia en una afinidad basada en genealogías distantes y banderas que no son las suyas. Sueñan con vivir en un país que no es el suyo y al mismo tiempo desprecian aquel en el que acumulan sus riquezas. En ese intersticio nace el espanto que los convoca, de forma inquieta, a sentir una profunda desconfianza con todo vínculo bilateral o multilateral que no sea avalado por la sede central de su consciencia, con sede precisa en el norte de América.
Los une la empatía por una tierra que les ofrece guaridas fiscales. Pero más aún los une un sentimiento mucho más encarnado y violento: el espanto por toda reminiscencia, por pequeña que sea, de lo popular, lo soberano y/o latinoamericano.
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