Nadie me hiere impunemente

Trump y los gigantes de las redes que ponen a la democracia como centro de discusión.

 

Seamos honestos, a muchos de nosotros nos cae pésimo Donald Trump. Añado, en mi caso, desde que condujo un reality hace años que se llamaba El aprendiz, y era una oda a lo peor del sistema. Una verdadera exacerbación de todo cuanto -me- resulta desagradable. Recuerdo una temporada –creo que fueron varias- donde los miembros del equipo “ganador” vivían en una mansión… y los del equipo “perdedor”, en un campamento montado en el jardín de la mansión. Algo así como las villas montadas sobre el paredón del country, pero versión norteamericana. Y metáfora feroz de cómo funciona el sistema. La desigualdad como espectáculo. Y el maltrato como lógica admisible.

Ya entonces tenía el mismo color naranja artificial, la misma melena rubia también plástica y los mismos modos de grosero con dinero que conoceríamos después.

Varios años antes del programa, la adolescente que fui había celebrado la pelea de la que resultó victoriosa la primera esposa de Donald, que logró un muy ventajoso acuerdo de divorcio. Y me reí fuerte cuando en la película El club de las primeras esposas, Ivana hace una breve intervención para decirles a las protagonistas: “No hay que enojarse con ellos, hay que sacarles todo”. Lección que no olvidé, por cierto, y que me ha resultado de lo más inspiradora. El concepto de indemnización por el daño moral en los vínculos sexoafectivos, resulta a veces la única reparación posible -y palpable- de situaciones dolorosas que no tienen remedio. El amor es el amor y no se indemniza. El dinero es el dinero, y si bien no repara un corazón destrozado, le permite a una persona sentirse que no todo fue pérdida y humillación. “Nemo me impune lacessit” (Nadie me hiere impunemente) como aprendí de Poe en un cuento maravilloso que se llama El barril de amontillado.

Que un personaje como Donald Trump llegase a presidente de los Estados Unidos fue algo desde mi perspectiva, realmente sorprendente… y desconcertante. Que llegase de la mano del partido republicano --Grand Old Party-- tan clasista y aristocrático, me hizo acordar a las familias argentinas con dinero que casaban a sus hijas con nobles europeos empobrecidos.

Paradójicamente --o no-- Donald Trump llegó a ser presidente porque lo votaron una enorme y silenciosa multitud de “rednecks” –-blancos pobres con los cuellos enrojecidos por el trabajo rural al sol--, conservadores y con la condición de hombres blancos como activo importante en su capital simbólico. El estereotipo también los agrupa en la categoría “white trash”  --basura blanca--, son pobres, groseros y poco educados.

A ese universo conquistó Trump. Como expresó una historiadora norteamericana llamada Nancy Isenberg, “la razón por la cual a una parte de la clase trabajadora blanca le gusta Trump es la manera en que habla: como un estadounidense cansado de la política. Su grosería lo hace auténtico. Y eso nos lleva a una reflexión: lo que se quiere en muchos casos de los políticos es que se parezcan a nosotros. Trump ha adoptado la política del Sur, aunque es de Nueva York. Todo lo que pretende ser no lo es y creo que muchos de sus votantes saben que es un espectáculo, un fake, como en el wrestling (lucha libre).” Me cuesta horrores no extrapolar esto a la realidad autóctona, lograr ese logro, yendo en Subtrenmetrocleta.

El gobierno de Trump fue un reflejo de esa suma distópica de valores que encarnaba Trump, al menos discursivamente. Y sus consecuencias sociales son visibles en una sociedad que se presenta como el modelo de democracia occidental y que a la luz de los hechos más recientes, ha mostrado sus lados más oscuros y poco democráticos.

Y señalo, no sólo es la violencia racial, el abuso de las fuerzas policiales, la bravuconada como política exterior, la manipulación social a través de herramientas tecnológicas, la legitimación de discursos de odio o la reacción violenta de los seguidores de Trump en el Capitolio como epílogo lo que desnuda las falencias democráticas. También quedaron expuestas dichas fallas en los mecanismos implementados para combatirlas.

Para decirlo con claridad, la política no es como las matemáticas, de modo que conductas no democráticas por conductas no democráticas, no da un resultado positivo. Muy por el contrario en política, la ecuación “menos (–) democracia por menos (-) democracia, solo da menos (– ) democracia”. Y eso revela además un riesgo cierto para las democracias modernas, que no son métodos matemáticos sino formas de funcionamiento que adopta la sociedad. Porque las personas no son números, sino precisamente personas.

Digo esto a propósito de la censura que empresas como Facebook y Twitter impusieron a los mensajes de Donald Trump.

Vamos en orden, tanto Facebook como Twitter son empresas norteamericanas. Y están reguladas por las normas de derecho interno de EEUU. Al menos en lo que respecta a su funcionamiento allí. Ello implica que respecto a Donald Trump --norteamericano que reside en EEUU-- lo que hicieron parece en términos legales, perfectamente válido. Podremos discutir si es válido en términos democráticos y de derecho a acceso a la información, pero esa discusión es del orden político y filosófico, más no de orden legal.

Pero Facebook y Twitter son además empresas globales, es decir que brindan sus servicios en países que tienen diferentes regímenes legales. A modo de ejemplo, Argentina tiene suscrita e incorporada a su Constitución la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica para los amigos) que contiene regulaciones específicas sobre la libertad de expresión. Diferente es la situación de EEUU que, si bien ha suscripto dicha Convención en 1977, a la fecha no ha adherido ni ratificado la misma. Es decir, que la Convención Americana de Derechos Humanos no es exigible a los Estados Unidos.

Para ser claros, en materia de libertad de expresión, EEUU se rige por la primera enmienda de su propia Constitución, que en lo específico establece que “el Congreso no podrá hacer ninguna ley (…) limitando la libertad de expresión, ni de prensa”. Léase, la concepción más clásica de la garantía de libertad de expresión, esto es una garantía del ciudadano frente al Estado.

Esta limitación no es absoluta como pretenden los exegetas de su literalidad. La Corte Suprema norteamericana ha permitido excepciones cuando se trate de obscenidad (la regulación de las publicaciones obscenas, basada en regulaciones de los diferentes Estados es una historia deliciosa que algún día contaré), incitar a la violencia, hechos falsos, calumnias, injurias, pornografía infantil y de derechos de autor. Restricciones impuestas en base a las garantías civiles. Y también regulaciones en términos económicos, tales como las regulaciones antimonopólicas. Aún hoy se discute y fuerte, si la libertad de expresión es un ejercicio de la autonomía individual o por el contrario como sostienen entre otros Meiklejohn, Fiss y Sunstein “el propósito fundamental de la primera enmienda radica en promover un debate público, rico y valioso, que permita una verdadera autodeterminación colectiva. Los defensores de esta teoría argumentan que las reglamentaciones de la libertad de expresión no deben ser evaluadas en función de si restringen o no la autonomía personal de un orador determinado, sino sobre la base de si promueven mejor la deliberación democrática. Robert Post caracteriza como «colectivista» esta visión de la libertad de expresión, porque «subordina los derechos de expresión individuales a procesos colectivos de deliberación pública». Según Post, el principal problema de la teoría colectivista es que promueve la reglamentación del discurso público de acuerdo con criterios regulatorios que quedan exentos de la lógica de la autodeterminación y sujetos al control mayoritario.” (Eduardo Bertoni Julio C. Rivera (h), El Estado frente a la Libertad de Expresión Robert C. Post, Colección de Ciencias Jurídicas. Yale Law School. Facultad de Derecho- Universidad de Palermo. 2011)

Aunque el libro con los artículos de Post me hizo echar espuma por la boca, ya que claramente yo estoy enrolada con las tesis “colectivistas” no deja de ser un libro muy recomendable para aprender a pensar y argumentar.

Pero el problema al que nos enfrenta lo sucedido con Trump es de otra naturaleza. Porque en el caso de Trump no ha sido el Estado ni una regulación específica lo que ha determinado la censura. Han sido empresas privadas.

Cuando escribo esto me acuerdo de mi profesor de Derecho Internacional Público, el doctor Baquero Lazcano cuando en su libro escribió que el mayor problema del Derecho Internacional Público radica en su dificultad para ser obligatorio respecto a los involucrados –Estados- y señalaba con agudeza y más de 30 años de anticipación, que el problema se presentaba incluso respecto a corporaciones --privadas-- cuyas ganancias superaban ampliamente el presupuesto de algunos países. Es difícil concebir normas jurídicas obligatorias sin la posibilidad cierta de instar su aplicación coactiva si hiciese falta. Difícil entre los Estados naciones y más difícil aún respecto a las corporaciones privadas.

Desde la Argentina, lo que sucedió con la censura a Trump, vulnera nuestro concepto jurídico de libertad de expresión. En su faz individual, porque si en efecto los mensajes de Trump incitaban a la violencia o contenían discursos de odio, la evaluación de los mismos debería haber correspondido a un juez y no a una empresa.

Hay quienes sostienen que Twitter, Facebook y otras empresas que brindan plataformas de similar naturaleza le hacen saber a sus usuarios las reglas del contrato que suscriben. Y las sanciones que la empresa puede imponer a los usuarios por incumplir dichas reglas. Una defensa cerrada de las reglas de la empresa privada y de los contratos. Pero esta tesis desconoce que, en este tipo de contratos, la voluntad de una de las partes --quien se suscribe-- no está libremente dada. Lo que en la Argentina conocemos como contrato por adhesión, mediante el cual uno de los contratantes adhiere a cláusulas generales predispuestas unilateralmente, por la otra parte o por un tercero, sin que el adherente haya participado en su redacción. Al respecto y considerando que una de las partes sólo puede adherir al contrato, nuestro Código Civil y Comercial establece que: “en los contratos previstos en esta sección, se deben tener por no escritas:

  • las cláusulas que desnaturalizan las obligaciones del predisponente;
  • las que importan renuncia o restricción a los derechos del adherente, o amplían derechos del predisponente que resultan de normas supletorias;
  • las que, por su contenido, redacción o presentación, no son razonablemente previsibles”.

Es decir, para nuestra legislación, serían abusivas y por lo tanto no válidas, las cláusulas donde una de las partes debe renunciar a garantías derivadas de los tratados de Derechos Humanos.

Esto es, la tesis de la propiedad privada, encuentra en nuestro país ya un obstáculo. Pero esto se hace aún más notorio si analizamos la situación desde la faz colectiva de la libertad de expresión, ya no entendida como un derecho individual, sino como el derecho de todos a recibir y conocer tales puntos de vista, informaciones, opiniones, relatos y noticias, libremente y sin interferencias que las distorsionen u obstaculicen. A este respecto, se ha precisado que para el ciudadano común es tan importante el conocimiento de la opinión ajena o la información de que disponen otros, como el derecho a difundir la propia.

Pregunta: ¿Qué sucede con un historiador o un periodista que desea acceder a los mensajes de Trump en redes sociales? ¿Es válido que la sociedad no pueda acceder a esa información por decisión de una empresa privada, que tomó esa determinación sin someterla al correspondiente control judicial?

Tengo la intuición que desde ninguna de las aristas de la libertad de expresión --como derecho individual y como derecho colectivo-- la censura basada en la mera propiedad de las plataformas es válida en términos democráticos. Y en nuestro país tampoco lo sería sin intervención judicial que así lo dispusiera.

Como se pregunta Martín Becerra en un artículo maravillo, “¿cuál es el trámite adecuado, según los estándares respetuosos de la libertad de expresión que comprende tanto el derecho a decir como el derecho a recibir opiniones diversas, para proceder a una remoción, a un bloqueo de cuenta o a la reducción de su alcance?”

El problema no es nuevo, pero ahora ha tomado una dimensión mayúscula. A nadie le quedan dudas que los mensajes de un presidente tienen eminente interés público. Si esto sucediese en Argentina, es decir si se demandase por censura a empresas como Twitter o Facebook, estas interpondrían una excepción de falta de competencia, reclamando dirigir el reclamo a la jurisdicción de los Estados Unidos. Google lo hizo recientemente en una demanda que inició Cristina Fernández de Kirchner. Sin resultado, por cierto. Pero el planteo existe.

¿Pueden las corporaciones, dada su dimensión, imponer condiciones a los habitantes de todo el planeta? ¿Pueden determinar qué podemos ver, leer o acceder? ¿Pueden las plataformas privadas ejercer facultades que incluso los Estados tienen vedado ejercer? ¿Pueden las corporaciones imponerse frente a las normas protectoras de los Derechos Humanos?

Mi intuición a esta altura está gritando que no pueden hacer eso. Y que menos aún pueden hacerlo cuando a la par de arrogarse decisiones de corte editorial como en el caso Trump, en los casos que son demandadas por contenidos que publican ciertos usuarios, estas empresas se defienden señalando que no son ellas las responsables del control editorial de las publicaciones de los usuarios. El principio de no contradicción me grita desde la esquina que algo no puede ser y no ser en el mismo tiempo y lugar. Y tiene razón.

¿Cuál es la naturaleza exacta de los contenidos destinados al público en general que son transmitidos o publicados en plataformas privadas? ¿Cómo debemos articular el conflicto existente entre interés público, derechos humanos y propiedad de las plataformas?

Para ser clara, me importa un carajo Trump, pero sí me importan y me afectan las posibles respuestas a estas y otras preguntas que ponen a la democracia como centro de una discusión. Como señaló de modo magistral la Corte Interamericana de Derechos Humanos "no sería lícito invocar el derecho de la sociedad a estar informada verazmente para fundamentar un régimen de censura previa supuestamente destinado a eliminar las informaciones que serían falsas a criterio del censor. Como tampoco sería admisible que, sobre la base del derecho a difundir informaciones e ideas, se constituyeran monopolios públicos o privados sobre los medios de comunicación para intentar moldear la opinión pública según un solo punto de vista.”

Tengo las preguntas y algunas respuestas posibles para un debate apasionante que está en pleno desarrollo. Pero adelanto la premisa principal que tengo para contestarlas a todas: la libertad de expresión es un derecho sistémico de las democracias, de modo tal que no se puede hablar de sistema democrático sino está garantizado su pleno ejercicio. Y eso, señores, alcanza y tiene como sujetos obligados también a las empresas privadas, que están sujetas a las normas de orden público internacional que establece el sistema universal de Derechos Humanos. Porque a las democracias tampoco se las hiere impunemente.

 

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