Nada de esto fue un error
El acuerdo con el FMI según el análisis de la Fundación de Investigaciones para el Desarrollo (FIDE)
El FMI ha ratificado su posición contraria a anclar el tipo de cambio. Desde su punto de vista, la devaluación (que hasta septiembre fue del 55,3% en términos interanuales) permite avanzar con el ajuste que consideran necesario. Por un lado, ha impulsado un fuerte cambio en la distribución del ingreso y una disminución del salario en dólares del 45% en lo que va del año. La contracara es que, de no abrirse las negociaciones paritarias, la capacidad de compra del salario sufrirá la peor caída desde el año 2002, con una reducción en torno al 11%/13%. Por otro lado, el encarecimiento del dólar debería forzar una disminución del desequilibrio del balance de pagos a través de la retracción de las importaciones y la reducción del déficit de turismo. El ajuste también ha contribuido a licuar parte de los colchones de liquidez pasibles de ser dolarizados.
En el nuevo acuerdo con el FMI anunciado a fines de septiembre se profundiza esta orientación, al tiempo que se impulsa una nueva vuelta de tuerca al torniquete monetario —a través del objetivo de crecimiento nulo para la base monetaria y la eliminación del techo para la tasa de interés— y la materialización de un ajuste fiscal con pocos precedentes. A cambio de estas condiciones, el FMI amplió a 57.100 millones de dólares su asistencia financiera a la Argentina y aceleró los desembolsos para este año y el próximo en 13.400 y 22.800 millones de dólares, respectivamente. Hacia fines de 2019, el próximo Gobierno heredará una deuda con ese organismo de casi 52.000 millones de dólares, con un saldo disponible de apenas 5.000 millones para 2020 y 2021.
El respaldo del FMI —costoso en términos de solvencia, crecimiento y equidad distributiva— alivia sensiblemente las necesidades de dólares de 2019. Ciertamente cubre el programa financiero del sector público. Sin embargo, aún en un contexto de reducción del desequilibrio de cuenta corriente puede resultar insuficiente si no se logra achicar de manera sensible la fuga de capitales doméstica y revertir la salida de los flujos externos de corto plazo. El regreso del carry trade es un componente importante en el marco de la lógica predominante. Cabe preguntarse, entonces, si este nuevo experimento de flotación entre amplias “zonas de no intervención” contribuirá a disipar las expectativas devaluatorias, imprescindibles para que los inversores financieros sigan asumiendo riesgo en colocaciones en pesos. No está garantizado. La cota superior de 44 pesos por dólar ya está fijando un nuevo recorrido del tipo de cambio y, según el cronograma de ajuste previsto por el BCRA, este límite rondaría los 48 pesos en diciembre de este año. Tampoco parece suficiente poder de fuego el que se habilite a la conducción monetaria a disponer diariamente, si el dólar volviera a salirse de madre. ¿Quizás se trate de otro guiño en el sentido de un mayor deslizamiento en el tipo de cambio?
Las dudas que despiertan las recientes medidas en términos de su eficacia para garantizar una tranquilidad cambiaria sustentable se transforman en certidumbres cuando se analizan sus impactos contractivos sobre la economía real. La proyección oficial de caída del PIB del 2,4% este año puede quedarse corta frente a los impactos fuertemente procíclicos de la política monetaria y fiscal que irán madurando en los próximos meses. Tan sólo el efecto estadístico de la caída en los niveles de actividad de este año deja para 2019 una reducción del PIB en torno al 2,5%, lo cual torna inconsistente la hipótesis de -0,5% utilizada en las proyecciones que sirvieron de base para la elaboración del Presupuesto Nacional. En tal contexto recesivo, es probable que el Gobierno logre desacelerar el ritmo de la inflación hasta alcanzar rangos en torno al 23%, como el que se proyecta para fines de 2019.
Los indicadores del mercado de trabajo ya están evidenciando el deterioro que se consolida en las condiciones de empleo, reflejando el aumento del desempleo, la precarización de los nuevos puestos de trabajo y el incremento de la informalidad laboral. La caja de resonancia de este creciente malestar social es la calle, fenómeno que quedó condensado en la masiva movilización y el paro generalizado del 24 y 25 de septiembre.
Desde que se rubricó el acuerdo con la Argentina, en junio pasado, los funcionarios del FMI se mostraron firmes en su exigencia de que el BCRA minimizara sus intervenciones y promoviera una flotación más “limpia” del tipo de cambio. Si bien las modalidades de intervención fueron cambiando a lo largo de los meses, siempre estuvieron condicionadas por requerimientos —límites a las ventas de dólares en el mercado spot y de futuros y compromisos respecto al nivel de las reservas internacionales netas— que achicaron los ya reducidos márgenes del BCRA para administrar el mercado de cambios en un contexto de liberalización plena de la cuenta capital.
Esta inflexibilidad se mantuvo indiferente a la reversión de los flujos externos de corto plazo y la acentuación de la dolarización de carteras de los argentinos. La contracara inevitable de tal decisión fue una creciente presión cambiaria que provocó un salto del dólar del 91% entre abril y septiembre pasado. Esta devaluación del peso generó efectos difundidos sobre el resto de las variables macroeconómicas. Desde la lógica que guía las recomendaciones del FMI, la mayor parte de esos efectos son deseados y subyacen detrás de su rígida postura a favor de la libre flotación, ratificada en el marco del nuevo acuerdo. La meta de llevar a “cero” la variación de la base monetaria y minimizar las intervenciones en el mercado de cambios insiste en la misma medicina, que no despeja la incertidumbre cambiaria pero sí garantiza una acentuación de la fase recesiva.
Parte de la posición de que el problema de la insuficiencia de dólares que sufre la Argentina se tiene que resolver en el mercado, es decir, dejando que la cotización se deslice a nuevos equilibrios (inestables). Esta decisión del FMI es consistente con otros objetivos estratégicos: alterar la distribución funcional del ingreso y forzar un achicamiento del déficit de la cuenta corriente externa. Veamos:
A diferencia de lo ocurrido en 2016, cuando la negociación paritaria implicó ajustes salariales (en torno al 33%) que posibilitaron que la pérdida inicial en su poder adquisitivo se fuera recomponiendo progresivamente, esta vez el salto cambiario fue muy superior (del 118% en lo que va del año), al tiempo que los aumentos en las remuneraciones promediarían —de acuerdo con los datos del CETyD— un incremento del 25% para todo el año. Esto significa que esta vez la devaluación alterará de manera sensible la distribución del ingreso, es decir, la participación relativa del capital y el trabajo. De no verificarse una reapertura de las paritarias, el salario en dólares registraría en 2018 una fuerte disminución que a septiembre ya asciende al 45%, materializándose un objetivo buscado por la estrategia oficial: mejorar la “competitividad” por la vía de una reducción considerable en el costo salarial. Dado el elevado pass through (traslado a precios) que caracteriza al proceso de formación de precios doméstico, la licuación de la capacidad de compra de las remuneraciones ya se proyecta en rangos del 11%-15%, lo que representa la contracción real más profunda después de la verificada durante la crisis de la convertibilidad.
El drástico encarecimiento del dólar también viene haciendo su aporte a la mejora del desequilibrio de la cuenta corriente, por la doble vía de la baja en las importaciones y la reducción del déficit de turismo. Los datos del comercio exterior correspondientes a agosto ponen en evidencia una desaceleración en las compras externas (la tasa interanual de crecimiento pasó del 32% en enero al 9,6% en agosto). Sin embargo, dado el bajo dinamismo de las exportaciones, muy afectadas por la sequía, la desaceleración en las importaciones no alcanza para corregir un desequilibrio comercial que continúa siendo un 58% más alto que el del año pasado. La información del BCRA, por su parte, pone en evidencia el impacto de la devaluación sobre los gastos de turismo en el exterior que, en los últimos meses, han venido retrayéndose a ritmos del 30% mensual.
Desde nuestro punto de vista, el overshooting o sobre reacción cambiaria de los últimos meses debe interpretarse como un objetivo impulsado por el staff del FMI, actualmente a cargo de la gestión diaria de la política económica en la Argentina. Siguiendo las prescripciones del recetario ortodoxo, las decisiones en torno al mercado cambiario fueron acompañadas por una vuelta de tuerca en el torniquete monetario. Así, desde la firma del acuerdo (en junio) la tasa de interés de referencia del BCRA pasó del 40% al 60%, la circulación monetaria se redujo en términos reales y los encajes bancarios sobre los depósitos aumentaron en 16 puntos porcentuales. El desarme de las Lebacs, y su reemplazo por deuda del Tesoro a plazos algo más largos, constituye otro de los requerimientos planteados por el organismo. A ese paquete se suma ahora el objetivo de variación de base monetaria “cero”. En este nuevo experimento monetarista la tasa de interés, que se ira acomodando a esta meta, deja de tener techo.
El drástico recorte del gasto primario, reconocido como uno de los más severos en su largo historial de programas de ajuste, corona la estrategia del FMI. Como no podía ser de otra manera, la contracara de esta combinación de políticas es el ingreso en una fase recesiva sin horizonte de reversión a la vista. Desde la lógica ortodoxa, la contracción de la actividad económica resulta funcional al objetivo de forzar un cambio de signo en el resultado de la balanza comercial y desinflar las presiones inflacionarias. Ambas “desgracias con suerte” están descriptas en el informe elaborado por el FMI.
Lo cierto es que, en tan solo tres meses, se pasó de un escenario base que proyectaba tasas de crecimiento del PIB del 0,4% y 1,5% en 2018 y 2019, respectivamente, a las hipótesis recientemente planteadas en el proyecto de Presupuesto 2019 que pronostican una contracción del nivel de actividad del 2,4% para este año y del 0,5% para el próximo. Las estimaciones, una vez más, lucen optimistas. En particular la proyección para el año 2019, dado que solo el efecto estadístico de arrastre de 2018 dejaría inercialmente una variación negativa superior al 2%. Como es habitual en el pensamiento mágico que caracteriza a los enfoques ortodoxos, la vuelta del crecimiento estaría fundamentalmente cimentada en la recuperación de la confianza de los mercados frente a la buena letra del Gobierno argentino.
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