Nacen once estrellas
El barrio Mugica en el Cervantes, contado por mujeres y sin concesiones
Hace siete años, en un local facilitado por los curas de la villa 31, en Retiro, Marco Canale armó un taller de teatro que alcanzó una importante convocatoria. Estrenaron inicialmente un espectáculo llamado La velocidad de la luz y luego este, nuevo, al que le pusieron una marca muy adecuada: Los nacimientos. ¿Por qué nacen? ¿Desde qué lugares renacen?
Once mujeres (nueve tienen entre 75 y 85 años, otras dos andan por los 56 y 67), argentinas, peruanas, bolivianas, paraguayas, todas vecinas del barrio Carlos Mugica, salvo dos que son de la zona norte y que se sumaron desde un taller que se hizo en el Malba. Sin aspavientos, con el maquillaje de la naturalidad, con conciencia de clase, con valentía, con sensibilidad y, en especial, con mucha gracia, estas mujeres se exponen sin exhibirse y abren las ventanas de su mundo lleno de claroscuros, al decir de los codirectores Canale –responsable de la dramaturgia– y Javier Swedzky, quien comparte que “la idea fue siempre que ‘la 31’ llegue al teatro Cervantes, con sus problemas, con su cultura y con sus saberes”. Y vaya si alcanzaron el objetivo. Adoradas y reconocidas por el personal de utilería y vestuario, todas se apropiaron de ese mundo, se sintieron distintas probándose y luciendo ropa teatral, y se divirtieron.
Todas estas mujeres actúan convincentemente, logran con sencillez lo que a otros les llevó años de estudio y de transitar escenarios. Pero quien lleva la voz cantante es María, una boliviana de 78 años que más temprano que tarde se constituye en símbolo del ramillete de deseos del grupo. Hace 60 años que no ve a su mamá, que tal vez permanezca en Bolivia, y plantea un viaje para que cada una cumpla algún sueño postergado. María provoca diciendo con desparpajo que el teatro no sirve para nada (aseveración que el público consiente con risas y aplausos) y admitiendo que lo que más quisiera es hacer una película. En el ínterin ella y sus compañeras cantan, bailan, amasan las ofrendas de pan en memoria de los que ya no están, bordan y muestran sus ricos, sorprendentes universos cotidianos. No es concesivo lo que relatan: desde el drama de las adicciones, otras consecuencias de la pobreza y las vidas perdidas por la violencia hasta el orgullo de la casa propia, que consiguieron con esfuerzo.
El pasado domingo 12, un Nacional Cervantes de bote en bote premió la obra con vítores emocionados y agradecidos, y gritos que no se terminaban nunca (este cronista no recuerda un aplauso de cinco minutos como el que presenció esa noche). Eso que se terminaba de representar en el escenario y en la pantalla gigante, con filmaciones necesarias y oportunas, podía llamárselo del modo que quisieran, pero era teatro. O sea, arte de la transformación: ninguno de los presentes salió de la sala María Guerrero igual que había entrado.
Lo único que queda para lamentar es que la temporada haya sido tan breve, solo ocho funciones.
Así se llaman estas intérpretes excepcionales: Ramona Escalante, Adelaida Franco, Marta Giménez, Marta Huarachi, Candelaria Ospina, Roberta Reloj, María Rojas, Paula Severi, Flora Solano, Beatriz Spitta, Francisca Vedia.
Gracias, Kike Iturralde.
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