Puede que metodológicamente sea desacertado, pero decidí empezar esta nota con una salvedad. Porque la creo imprescindible. Es simple: creo y sostengo sin excepciones ni rincones grises ni medias tintas ni duda alguna que la presunción de inocencia es una garantía innegociable del Estado de Derecho. Y que defenderla y afirmarla es una obligación legal y ética. Por eso mismo, lo que voy decir de aquí en adelante solo tiene por objeto analizar las formas en que el Poder Judicial construye sus sentencias.
Necesitaba hacer la salvedad porque voy a cuestionar el razonamiento de dos sentencias que declaran la inocencia de personas.
El 8 de octubre de 2016, en un centro de atención médica comunitaria, llego muerta Lucía Pérez, de apenas 16 años. Recuerdo la mañana en que leí la noticia. Y el horror. Los detalles de su muerte. Mi empatía con la familia de Lucía, que además de la certeza irremediable y dolorosa de su muerte debía afrontar el espanto de imaginar cómo había sucedido. Las terroríficas circunstancias que describía la nota me conmovieron y me espantaron. Por Lucía, por su familia, por sus amigos, por mis amigas y por mí misma.
Como señaló magistralmente Ileana Arduino [1], lo que le pasó a Lucia podría haberle pasado a cualquiera de mis amigas. Podría haberme pasado a mí misma. Crecí en una sociedad conservadora, al menos en su epidermis. Las chicas de "familias bien" no teníamos sexo en la adolescencia. Pero... ¿No teníamos sexo? La respuesta es bien distinta porque sí, teníamos sexo. A escondidas de nuestros padres. Mintiendo destinos y horas de llegada. Las que teníamos un poco de suerte, contábamos con algún recurso para consultar a una ginecóloga a escondidas por anticoncepción. A las que tenían más suerte la madre las llevaba a la consulta y hasta les compraba anticonceptivos. Y puertas adentro, en ese colectivo de chicas de clase media y media alta unidas por lazos de afecto y complicidad que perdura a pesar de los más de 20 años transcurridos, socializábamos nuestros recientes conocimientos. E intentábamos mantenernos a salvo entre nosotras. En esos días nuestro mayor fantasma era quedarnos embarazadas. Apenas éramos consientes de las Enfermedades de Transmisión Sexual y, al menos en mi caso, asumo que sin mucha noción de sus riesgos. Jamás se me cruzó por la cabeza que podía morir.
Lucía Pérez sí murió. Por hacer las mismas cosas que hacíamos con mis amigas 20 años antes. Los peritajes parecen haber desdibujado las hipótesis más horribles. Lucía no fue empalada. Lucía no murió de dolor. Lucía tal vez no fue violada, sino que habría prestado su consentimiento para tener sexo. Porque Lucía, como muchas de nosotras, tenía sexo.
No pretendo detenerme en las hipótesis de autopsias y detalles escabrosos. Sí quiero analizar y debatir con ustedes las condiciones del consentimiento que, sostiene la sentencia, dio Lucía a las relaciones sexuales que tuvo antes de morir.
Y es en referencia al consentimiento de Lucía donde la sentencia se vuelve irracional y prejuiciosa. Es extraña la ley argentina. Con 16 años una mujer puede contraer matrimonio con la autorización de sus representantes legales o con dispensa judicial. Es decir que el matrimonio, como institucionalización de las relaciones sexuales entre personas, a los 16 años requiere de un adulto que lo autorice. Algo similar ocurre respecto a los actos de disposición sobre bienes que no fuesen resultantes del fruto de su trabajo. Siempre me resultó llamativo el cuidado que las leyes civiles y comerciales le brindan a los bienes de las personas. Pero más allá de eso, que merecería otra discusión, la ley argentina establece que el menor de 18 años no podría brindar válida y legalmente su consentimiento sin supervisión de un adulto para casarse o para vender la casa que heredó de su abuelita. Ahora bien, para el Código Penal un chica/o de 16 es completamente libre para dar su consentimiento al acto sexual, salvo que medien determinadas circunstancias que la ley considera que vician dicho consentimiento.
La pregunta entonces es si Lucía dio libremente su consentimiento. ¿Puede una piba de 16 años dar libremente su consentimiento a una relación sexual con quien le provee de drogas? La sentencia afirma que sí, basándose en un análisis de las conductas respecto al sexo que tenía Lucía. Y basándose además en que "también fue acreditado que solo mantenía relaciones sexuales con quién ella quería".
Y en tercer lugar porque Lucía tenía 16 años y Farías 23, por lo que sería muy forzado hablar de una situación de desigualdad o superioridad. Sobre todo teniendo en cuenta la personalidad de Lucía, que no se mostraba como una chica de su edad y que además había declarado mantener relaciones con hombres de hasta 29 años.
No encuentro ningún elemento objetivo, aparte de las conjeturas de la parte acusadora, que me permita sostener que Lucía no fue a encontrarse con Farías de forma voluntaria y con la intención de tener algún tipo de intimidad.
Vuelvo a mi pasado y pienso si yo di libremente mi consentimiento para tener relaciones sexuales en mi adolescencia. Supongo que la mayoría de las veces sí, pero otras no. Eso no significa que me atasen. Significa que para la adolescente muerta de miedo, que cargaba con la inseguridad del sobrepeso, a veces simplemente no me encontraba en la posición subjetiva de decir que no. El deseo del otro, de alguna forma calmaba la herida siempre abierta, siempre sangrante de mi autoestima adolescente. Miro en retrospectiva y un poco me espanto de los adultos que vieron eso y lo utilizaron con prescindencia de mi deseo. Y por supuesto que jamás hubiese asumido eso en la adolescencia. Entre otras cosas porque no era consciente del mecanismo. Me llevó mucho tiempo de terapia darme cuenta y poder ponerlo en palabras. Tanto tiempo como me llevó saber que podía elegir cuando decir que sí desde mi propio deseo. Pero si alguna amiga me preguntaba en esos días, habría dicho como dijo Lucia que el mundo estaba "lleno de violadores y pitos duros, pero no le paso cabida a nadie". Aunque no era necesariamente cierto. Y no creo que nadie me hubiese descripto como una adolescente tímida o miedosa, sino más bien lo contrario. Pero tenía 16 años, como Lucía, y no siempre era soberana de mí misma.
Detectar la violencia y rechazarla es algo que a los 16 años yo podía hacer. Lucía también. Ahí, en esas circunstancias, el no surge en defensa propia. Y no siempre surge de inmediato. El violento muchas veces conduce a la situación de violencia como resultado del fracaso de la seducción torpe que intenta primero. El problema es cuando decís que no. No antes. Podés haber salido con el señor, haber tomado una coca, incluso haberlo besado. Y de pronto hay algo que te hace ruido. Una mano que te incomoda, una expresión que te choca. Algo que anula tu deseo. Ahí es donde sobreviene la reacción del violento. No antes. Recuerdo haber estado en situaciones así y haber salido corriendo, porque la violencia explicita es fácil de detectar. Pero no hay que desconocer las otras formas de violencia y de manipulación a las que están sometidas las pibas cuando interactúan con personas más grandes y con más experiencia. Esas formas de manipulación de las y los jóvenes que la ley intenta evitar al requerir ciertas exigencias para ciertos actos. Si Lucía hubiese querido casarse con el hombre de 23 años hubiese requerido autorización. Si Lucía hubiese querido venderle la casa heredada de su abuelita al hombre con el que mantuvo relaciones sexuales hubiese requerido autorización.
La sentencia mira tanto la conducta de Lucia que casi no indaga en la conducta del señor con el que mantuvo relaciones sexuales. Un señor que por cierto tenía algún nivel de experiencia en manipulación y seducción de adolescentes a quienes les vendía drogas. Y Lucia consumía drogas. Y el señor con quien mantuvo relaciones sexuales antes de morir vendía drogas. No era un compañero de colegio ni un par. Era un señor que vendía drogas. Y a quien Lucía contactó para adquirir drogas.
Hago mías las palabras de Ileana Arduino y Leticia Lorenzo [2]: "Cuando la decisión se salda centralmente a fuerza de prejuicios, cuando los jueces se atajan con expresiones del tipo 'sin ánimo de juzgar la vida privada de la víctima' para acto seguido afirmar que le gustaba coger —sí, además la sentencia confunde sencillez con vulgaridad— con personas de 26, 27, 28 y hasta 30 años, y por lo tanto dar por sentado que consintió una relación con una persona de 23 años (la versión sexista de la máxima 'quien puede lo más, puede lo menos'), hacen a la decisión en sí misma violenta; se deja de hablar de los hechos para hablar de la víctima".
"Una sentencia de jueces técnicos basada en prejuicios, sea de condena o absolución, es arbitraria. Una exigencia elemental para la justicia en manos de jueces abogados es que deben dar razones legítimas y los prejuicios sexistas no lo son. Nos hablan de la opinión de los jueces sobre Lucía, pero no del hecho".
Con esto no quiero afirmar ninguna culpabilidad. Solo quiero señalar que la sentencia carece por completo de una perspectiva de género que reconstruya la real posición de una chica de 16 años que murió luego de tener relaciones sexuales. Porque las chicas de 16 años no mueren por tener relaciones sexuales. No en forma habitual. Y que los jueces no indaguen por qué, cómo y en qué condiciones Lucía Pérez murió, teniendo en cuenta que era una chica de 16 años haciendo algo normal para una chica de 16 años, resulta inaceptable. Para las chicas de 16 años que vendrán en el futuro y para las chicas de 16 años que tuvimos más suerte que Lucía y seguimos vivas, pedimos un Poder Judicial sin prejuicios machistas ni moralinas encubiertas en lenguaje técnico, que haga justicia.
No terminábamos de leer la sentencia de Lucía Pérez y como un mazazo recibimos la sentencia que pretende dar por concluida la investigación sobre la desaparición de Santiago Maldonado. Sostiene que "la desesperación, la adrenalina y la excitación naturalmente provocadas por la huida; la profundidad del pozo, el espeso ramaje y raíces cruzadas en el fondo; el agua fría, helada, humedeció su ropa y su calzado hasta llegar a su cuerpo. Esa sumatoria de incidencias contribuyó a que se hundiera y a que le fuera imposible flotar, a que ni siquiera pudiera emerger para tomar alguna bocanada de oxígeno. Por la confluencia de esas simples y naturales realidades, inevitables en ese preciso y fatídico instante de soledad, sus funciones vitales esenciales se paralizaron".
A Santiago lo mató la muerte, seria la conclusión tautológica de una sentencia sin poesía y sin justicia.
Santiago Maldonado huía de las balas, señor juez. Balas que compró el Estado, señor juez. Balas que disparó el Estado, señor juez. Y no sabemos qué más sucedió después de las balas porque curiosamente —y digo curiosamente con un sarcasmo amargo y difícil de digerir— porque dejaron de filmar lo que paso después de las balas. Aunque la orden judicial de su predecesor era firmar el operativo en tu totalidad. Después de las balas murió Santiago Maldonado, señor juez.
Le pregunto con honestidad, Su Señoría, y no para que me conteste a mí sino para que se conteste a usted mismo: ¿no le hace ni un poquito de ruido que durante tantos días el Estado Nacional y sus medios afines hayan montado un fenomenal y vergonzoso operativo de encubrimiento sobre la muerte de Santiago? ¿Sabe usted que el gobierno y los medios sostuvieron que Santiago había cruzado a Chile, que había pasado a la clandestinidad, que una pareja lo había llevado más al sur y que un camionero lo había llevado al norte? ¿Que se había cortado el pelo en San Luis? ¿Que había un pueblo en Entre Ríos donde todos se le parecían, como si se hubiese replicado como un grupo de épsilon imaginado por Huxley?
¿No lo asaltó la duda en la almohada sugiriéndole procurar las pruebas que pidió Sergio, el hermano de Santiago? ¿No se pregunta qué fue esa llamada atendida por un teléfono que pertenecía a Santiago, luego de su desaparición? Cuando se queda solo, señor juez, ¿la certeza de la muerte reemplaza cualquier duda que pudiese tener?
Realmente, S. S.: ¿usted no se hace preguntas? Porque nosotros, doctor, los que exigimos justicia por Santiago Maldonado, sí las formulamos. Miles de preguntas. A las que su sentencia no responde. Y apenas puedo imaginar las preguntas estranguladas de dolor de la mamá de Santiago, de sus hermanos, de quienes lo conocieron y quisieron. Su sentencia tampoco las responde.
Si usted recibió un peritaje y veinticuatro horas después cerró el caso, intuyo que no lo consideraba necesario porque la suerte de esa investigación ya estaba sellada. Y a veces creo que la suerte de esa investigación estaba sellada desde el momento que se dispararon las balas y se apagó la cámara. Y que usted no supo, no pudo, no quiso investigar las preguntas incómodas. Esas que el poder le hizo saber que no podían ni debían ser contestadas. Esas preguntas que su sentencia pretendió cubrir con la verdad de Perogrullo de la muerte. Esas preguntas que motivaron su llamada a la mamá de Santiago y ese intento de explicar lo inexplicable. ¿Fue remordimiento acaso, doctor?
¿Usted cree en Dios? Yo sí, aun cuando tengo mis diferencias con el mismísimo. La muerte absurda y fuera de tiempo de Santiago es una de esas diferencias. Simplemente no puedo entender cómo Dios permite que pasen esas cosas. Pero tengo claro que el Dios también terrible en el que creo no acostumbra a dar explicaciones. Pero que al final de los tiempos, ante ese Dios terrible me va a tocar dar explicaciones sobre todo lo que hice y sobre todo lo que dejé de hacer. Cuando me llegue el momento sé que asumiré ante ese Dios que no fui ni todo lo buena que debería haber sido ni todo la mala que podría haber sido. Pero mi mejor defensa —deformación profesional de abogada—, será explicarle que jamás toleré la injusticia, que me rebelé contra ella cada vez que tuve oportunidad. Y cuando no la tuve también, como pude, como me salió. Y que sobre todas las cosas, jamás permanecí indiferente.
El día que le toque dar explicaciones, ¿sabrá qué decirle a ese, mi Dios terrible? Cuando lo enfrente a las caras de los padres de Santiago y del propio Santiago, ¿tendrá una respuesta para darles? Espero que sí, doctor, se lo digo con sinceridad. Y con dolor.
Porque en este mundo, en este universo de preguntas como cuchillas, aquí, ahora, solo hay dolor. Y necesito que sepa que a Santiago, a sus padres, a sus hermanos, a todos quienes lo quisieron en vida y a quienes lo quisimos cuando ya no estaba, su sentencia no les trae la reparación de la Justicia. Ni nos acerca a la Verdad. Esa que no filmaron después de las balas.
Necesito decirle, doctor, aunque tal vez ya lo sepa, que su sentencia no da respuesta alguna. Lo único que aporta es más dolor.
[1] http://revistaanfibia.com/ensayo/no-son-monstruos/ [2] https://revistaanfibia.com/ensayo/imposible-violar-a-una-mujer-tan-viciosa/--------------------------------
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