¿Muere la democracia en Estados Unidos?

Reflexiones sobre Trump, su conflicto con los militares y las distopías del siglo XXI

 

Bajo el seudónimo Jack Higgins, Harry Patterson –best-seller británico del género espionaje– publicó en 1978 su novela El día del Juicio. Típico producto de los años de la Guerra Fría (1947-1991), el prolífico narrador de ficción histórica se adentra en el rescate de Sean Conlin, un sacerdote irlandés que dedicó su vida a facilitar la salida de refugiados desde la Alemania Oriental a la Occidental. En la trama, muy acorde a la cosmovisión occidental, interactúan miembros del Vaticano (como Eugenio Pacelli, quien fuera Nuncio Apostólico ante la República de Weimar y el Reich Alemán, posteriormente ungido como el papa Pio XII), el Presidente estadounidense John F. Kennedy y su secretario de Estado, Dean Rusk, y encumbrados miembros del Servicio de Inteligencia de Alemania Occidental.

Higgins concluye la trama del rescate del padre Conlin haciendo un alegato en favor de la democracia liberal y en contra del socialismo real: “El 26 de junio, el Presidente Kennedy realizó una visita de ocho horas de duración a Berlín Occidental (…) Mientras bajaban la escalera [refiere al protagonista de la novela Simon Vaughan, un ex mayor del ejército inglés, y su amante Margaret Campbell], la voz del Presidente resonaba por sobre la multitud como un toque de clarín (…) ‘La libertad supone muchas dificultades y la democracia no es perfecta, pero jamás nos vimos obligados a erigir un muro para confinar a nuestro pueblo’”.

Este previsible epílogo para una novela de los tiempos del conflicto bipolar ha sido refutado por la fuerza de los hechos en la post-Guerra Fría. Los Estados Unidos desde 1993 –cuando Bill Clinton conciliaba el auge del comercio con México a través del TLCAN con la construcción de vallas fronterizas contra la inmigración ilegal bajo el auspicio de la fiscal general Janet Reno– hasta la actualidad –con el impulso decisivo que le ha dado desde 2017 Donald Trump a la construcción del muro fronterizo como principal política migratoria– han demostrado que aquello de no erigir muros para no confinar ciudadanos ha quedado limitado al plano de las novelas históricas.

Por fuera de la discusión sobre muros y confinamientos, el otro asunto que se halla en el centro del debate actual es la salud de la democracia estadounidense. Como han desarrollado Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en Cómo mueren las democracias, hasta hace algunas décadas los golpes de Estado eran el preludio natural de la caída de las democracias. Sin embargo, los profesores de Harvard describen formas novedosas de desmantelamiento de los actuales regímenes democráticos. Hoy los gobiernos constitucionales no mueren en manos de autócratas militares, sino que languidecen al calor de liderazgos electos popularmente que emplean su legitimidad de origen para subvertir los mecanismos por los que llegaron al poder.

En efecto, mientras las dictaduras militares eran el formato típico del golpismo del siglo XX, los outsiders provenientes de fuera de la actividad política expresan el “autoritarismo 3.0”. Como ha señalado a The New York Times John Kelly, ex secretario de Seguridad Nacional y ex jefe de gabinete de Trump (2017-2019): “Trump se [ajusta] a la definición de fascista, gobernaría como un dictador si se lo permitieran y [no entiende] la Constitución ni el concepto de Estado de Derecho”. El intento de autogolpe conocido como “asalto al Capitolio” del 6 de enero de 2021 expresa cabalmente aquello que Kelly transmite sobre la esencia de su ex jefe. En aquel contexto, dos meses después de su derrota en las presidenciales de 2020, una multitud de partidarios de extrema derecha del saliente Presidente Trump irrumpieron en la sede del Congreso, interrumpiendo la sesión conjunta del Poder Legislativo que procuraba contabilizar el voto del Colegio Electoral y certificar la victoria de Joe Biden.

Ahora bien, Levitsky y Ziblatt asignan gran responsabilidad por el languidecimiento contemporáneo de las democracias a uno de sus clásicos objetos de estudio: los partidos políticos. Éstos deberían –en la mirada de los expertos– evitar la proyección en su seno de figuras autoritarias, desplegando mecanismos de inhibición de potenciales autócratas. Según los autores, figuras deleznables de la historia como Hitler y Mussolini “gozaron de popularidad cuando las [estructuras políticas] establecidas les expresaron su apoyo”. El mensaje de los politólogos de Harvard, en definitiva, procura desmontar la idea arraigada de que el destino de las democracias está en manos exclusivamente de los ciudadanos. Sin menoscabar el rol fundamental de la ciudadanía, Levitsky y Ziblatt efectúan un llamado urgente a los partidos políticos a desempeñar su papel como “guardianes de la democracia”.

Está claro que el Partido Republicano no ha desplegado los mecanismos inhibitorios prescritos por Levitsky y Ziblatt para contener la deriva autoritaria que expresa Donald Trump. Algo similar podría argumentarse respecto de quienes facilitaron –desde diferentes ángulos del espectro político argentino– la proyección de Javier Milei durante la etapa electoral; y de quienes actualmente apuntalan sus políticas de derecha radical poniendo a disposición sus estructuras políticas, al extremo de diluirse al interior de La Libertad Avanza (LLA).

 

La teoría de las relaciones civiles-militares en discusión

La distopía que atravesamos, con niveles de degradación pocas veces vistos en el liderazgo político (como lo refleja el auge de personajes tan rudimentarios como Trump o Milei), debería ayudarnos a revisar algunos postulados clásicos de la sociología militar o de la ciencia política. Así como hace dos semanas pusimos en cuestión la supuesta “ola de derecha” a nivel global y la denominada “ventaja electoral de los oficialismos” (incumbency advantage), es tiempo ahora de revisar algunos principios de la teoría de las relaciones civiles-militares. Esta necesidad se desprende, justamente, de una serie de contrapuntos de enorme relevancia entre Trump y diversos jefes militares, los que podrían ser fundamentales para dilucidar las características de su nuevo mandato.

El connotado profesor Peter Feaver, de la Universidad de Duke, ha escrito largamente respecto del origen de las Fuerzas Armadas, con el foco puesto en el caso estadounidense. Según este experto, las sociedades crean organizaciones armadas para defenderse de distinto tipo de amenazas y, simultáneamente, fijan mecanismos para protegerse de la excesiva influencia que las instituciones castrenses tienden a desarrollar sobre la sociedad [1]. Como sostiene Jorge Battaglino, sobre la base de los argumentos de Feaver, “la presencia de una fuerza organizada funcionalmente para el ejercicio de la violencia, cuyo poder no puede ser disputado internamente por ningún otro grupo, incentiva el desarrollo de estrategias para su control. El control civil es una manifestación de esta paradoja de las relaciones civiles-militares” [2].

En el caso norteamericano, los padres de la independencia [3] interpretaron –en un axioma posteriormente revisado conforme la complejidad adquirida por las sociedades contemporáneas– que un Ejército permanente representaba una amenaza para la libertad. En función de ello, la Constitución de los Estados Unidos estipula un estricto control civil sobre los uniformados. La sección 8 del artículo I y la sección 2 del artículo II de la Carta Magna procuran alcanzar los equilibrios institucionales necesarios respecto de la decisión de empleo efectivo de las Fuerzas Armadas. En consecuencia, se obliga a los Poderes Ejecutivo y Legislativo a determinar en forma conjunta todo aquello relativo al empleo del Instrumento Militar en los conflictos armados [4].

Este asunto, adaptado al contexto de principios del siglo XXI, fue puesto en discusión cuando el Presidente George W. Bush (2001-2009) reformuló la grand strategy estadounidense tras los atentados terroristas de 2001 –pasando de la vieja estrategia de disuasión/contención a la entonces novel política de primacía– y lanzó las guerras de Afganistán (2001) e Irak (2003) en un contexto de unipolaridad estratégica a nivel global. En los inicios del segundo mandato de George W. Bush, la revista Harper’s lanzaba su número de abril de 2006 con el sugerente título American Coup d’Etat: Military Thinkers Discuss the Unthinkable (“Golpe de Estado en Estados Unidos: estudiosos militares discuten lo impensable”). Durante el mismo mes, el cronista de The Washington Post David Ignatius informaba –tras el pronunciamiento de seis generales retirados en favor de la renuncia del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld– que el 75% de los altos oficiales en ejercicio en aquel entonces compartían un deseo similar respecto de la dimisión del titular del Pentágono. En resumidas cuentas, el debate de hace 20 años de los intelectuales en Harper’s y el pronunciamiento de los uniformados sobre el futuro de Rumsfeld sugería uno de los momentos más álgidos de la historia reciente de las relaciones civiles-militares en los Estados Unidos.

Por entonces, el experto argentino Juan G. Tokatlian concluía en las páginas de La Nación que: “Sea en razón de una creciente autonomía corporativa de los militares frente a los civiles o en virtud de un impulso de algunos civiles a favor de un mayor rol militar en las cuestiones públicas, lo cierto es que desde el 11 de septiembre de 2001 nos hallamos ante una paulatina militarización de la política internacional estadounidense, fenómeno de imprevisibles consecuencias nacionales”.

Hoy la robustez de la democracia estadounidense se halla nuevamente tensionada por la dinámica de las relaciones civiles-militares, pero en esta ocasión no es por ninguna de las dos situaciones que la ponían en entredicho en 2006. De manera sorprendente, en lo que podría exigir un aggiornamento de los tradicionales manuales de la sociología militar, las relaciones civiles-militares experimentan en la actualidad una crisis sin precedentes a raíz del sistemático menosprecio de Donald Trump sobre el papel de los militares. El futuro del gobierno que se iniciará en enero de 2025 estará signado, sin dudas, por la evolución de este problemático vínculo; y la vigencia del régimen democrático dependerá, en buena medida, de la prudencia con que los uniformados administren su relación con Trump. Si las políticas de Trump alcanzan en los hechos el límite extremo que exhiben sus declaraciones, la democracia norteamericana enfrentará serios riesgos.

 

Trump y los generales

 

Trump intentó que militares dispararan a manifestantes tras el asesinato de George Floyd. Foto: Jim Bourg.

 

En un imperdible artículo publicado en The Atlantic, su editor en jefe, Jeffrey Goldberg, exhibe con claridad meridiana las aspiraciones dictatoriales de Trump y su desprecio por los militares. Reproducimos a continuación algunos fragmentos:

“Antiguos generales que han trabajado para Trump afirman que la única virtud militar que valora es la obediencia (…) Se ha ido interesando cada vez más en las ventajas de la dictadura y en el control absoluto sobre el ejército (…) ‘Necesito el tipo de generales que tuvo Hitler’, dijo Trump en una conversación privada en la Casa Blanca”.

“Le pregunté a Kelly sobre su intercambio. Me dijo que cuando Trump sacó el tema de los generales alemanes, Kelly respondió preguntando: ‘¿Te refieres a los generales de Bismarck?’ (…) Yo sabía que él no sabía quién era Bismarck, o sobre la Guerra Franco-Prusiana. Le dije: ‘¿Te refieres a los generales del Kaiser? ¿No te estarás refiriendo a los generales de Hitler?’ Y él respondió: ‘Sí, sí, los generales de Hitler’”.

“El deseo de obligar a los líderes militares estadounidenses a obedecerle a él y no a la Constitución es uno de los temas constantes del discurso de Trump”.

“El enfoque singularmente corrosivo de Trump hacia la tradición militar se puso de manifiesto en agosto, cuando describió la Medalla de Honor, el máximo galardón nacional al heroísmo y la abnegación en combate, como inferior a la Medalla de la Libertad, que se concede a civiles por logros profesionales. Durante un discurso de campaña, describió a los galardonados con la Medalla de Honor como ‘o en muy mal estado porque han sido alcanzados muchas veces por las balas o están muertos’, lo que llevó a los Veteranos de Guerras Extranjeras a emitir una condena.”

“Durante el angustioso periodo de agitación social que siguió a la muerte de [George] Floyd, Trump preguntó a Milley [ex jefe del Estado Mayor Conjunto] y a Esper [ex secretario de Defensa] (…) si el ejército podía disparar a los manifestantes. ‘Trump parecía incapaz de pensar con claridad y serenidad’, escribió Esper en sus memorias. ‘Las protestas y la violencia le tenían tan enfurecido que estaba dispuesto a enviar fuerzas en servicio activo para acabar con los manifestantes. Peor aún, sugirió que les disparáramos (…) ‘Llegamos a ese punto en la conversación en el que miró francamente al general Milley, y dijo: ‘¿No puedes dispararles, dispararles en las piernas o algo así?’. Cuando los oficiales de defensa argumentaron en contra del deseo de Trump, el Presidente gritó, según los testigos: ‘¡Son unos putos perdedores!’”.

“[Respecto de] su crítica obsesiva del historial bélico del difunto senador John McCain (…) Trump dijo: ‘No es un héroe de guerra. Es un héroe de guerra porque fue capturado. Me gusta la gente que no fue capturada’ (…) McCain, que había volado en 22 misiones de combate antes de ser derribado sobre Hanoi, fue torturado casi continuamente por sus captores (…) y rechazó repetidas ofertas de ser liberado anticipadamente, insistiendo en que los prisioneros fueran liberados en el orden en que habían sido capturados (…) En enero, Trump condenó a McCain —seis años después de su muerte— por haber apoyado el plan de salud del Presidente Barack Obama. ‘Obamacare es una catástrofe. Nadie habla de ello. Sin John McCain, lo habríamos conseguido. John McCain por alguna razón no pudo levantar el brazo ese día. ¿Recuerdan?’. Al parecer, se trataba de una referencia malintencionada a las heridas de guerra de McCain —incluyendo aquellas sufridas durante torturas— que limitaban la movilidad de la parte superior de su cuerpo”.

Según se aprecia, las relaciones civiles-militares estarán nuevamente en el centro de la discusión respecto del futuro de la democracia estadounidense. Sin embargo, a diferencia de lo que ha sido una regla histórica, el peligro no anida hoy —como sugieren los clásicos de la sociología militar— en una potencial proyección indebida de los uniformados sobre el sistema político sino en las impredecibles consecuencias del autoritarismo de Donald Trump, un outsider que rompió los mecanismos partidarios inhibitorios que recomiendan politólogos como Levitsky y Ziblatt. En este contexto, no podemos achacarle a los Padres Fundadores la imprevisión respecto de las distopías del siglo XXI y el auge del autoritarismo 3.0.

 

 

 

* El autor es doctor en Ciencias Sociales (UBA). Profesor de Relaciones Internacionales (UBA, UNQ, UNSAM, UTDT).

 

[1] Feaver, P. (1996). The Civil-Military Problematique: Huntington, Janowitz, and the Question of Civilian Control. Armed Forces & Society, 23(2), 149-178
[2] Battaglino, J. (2010). La política militar de Alfonsín: la implementación del control civil en un contexto desfavorable. En Gargarella, Roberto, Murillo, María y Pecheny, Mario (Comp.). Discutir Alfonsín. Siglo XXI, Buenos Aires, p. 163.
[3] El historiador Richard B. Morris identificó a John Adams, Benjamin Franklin, Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson, James Madison y George Washington como los Padres Fundadores de los Estados Unidos. Tres de estas figuras (Hamilton, Madison y Jay) fueron, a su tiempo, los autores de El Federalista.
[4] La falta de apoyo del Congreso estadounidense impidió, por ejemplo, que los militares ingresaran en las dos guerras mundiales. Washington ingresó en ambas contiendas recién tras el hundimiento del Lusitania en 1917 y del ataque a Pearl Harbor en 1941.

 

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