Motos y fantasmas

Salir disparando: pibes rápidos, furiosos y llamativos

 

En los últimos años, diversas prácticas se fueron ganando la atención y la indignación de los presentadores de noticias y sus seguidores, pero también de los vecinos de la ciudad: las caravanas de motos conducidas por jóvenes en las autopistas; las carreras o picadas de motos en las avenidas principales; la reunión de jóvenes en parques o plazas para después atravesar la ciudad metiendo alboroto, amedrentando a los comerciantes, bardeando a los vecinos; jóvenes emprendedores de servicios de repartición (“los delivery”) pasando semáforos en rojo, andando en contramano y sin casco, emputeciendo el tránsito de la ciudad; el robo de motos para después ser abandonadas e incendiadas; y, por supuesto, los “motochorros”. Todos estos eventos tienen puntos en común. Por un lado, las motos y la juventud: jóvenes conduciendo de manera rápida, furiosa y llamativa. Por el otro, la persecución policial o municipal, la indignación vecinal y el enojo del resto de los conductores y transeúntes. Son dos caras de la misma moneda: el coraje de los jóvenes y la irritación general son partes constitutivas del mismo ritual urbano.

Cuando se miran estas prácticas por el ojo de la cerradura, no solo tendemos a exagerar los problemas sino a convertir a los jóvenes en chivos expiatorios. Por el contrario, si se enfoca en las vivencias de sus protagonistas, no sólo es posible comprender lo que está sucediendo sino entender lo que están haciendo.

 

Compartimentación y reconocimiento

Los jóvenes que viven en barrios plebeyos se miden con una ciudad cada vez más hostil. No solo más fragmentada, sino más compartimentada. Jóvenes que tienen cada vez dificultades para salir del barrio y pasear o deambular por el resto de la ciudad.

En efecto, el uso furtivo de las motos en la gran ciudad tiene una historia oculta: la compartimentación juvenil. No la segregación espacial sino la compartimentación barrial. Se trata de reconocer el papel que juega la segregación pero también los efectos de la misma sobre la vida de los jóvenes cuando esta se organiza a través de agencias que bloquean o dificultan la circulación y el desplazamiento de personas por la ciudad. Aquello que se segrega o aparta hay que contenerlo, neutralizarlo, ralentizarlo, no dejarlo salir, ni circular.

Se trata no sólo de jóvenes separados (segregados) sino de jóvenes separables (compartimentados), con un acceso desigual a la ciudad. La compartimentación territorial profundiza la brecha espacial (la segregación espacial) y duplica los esfuerzos que tienen que ensayar los jóvenes para acceder a la ciudad.

Dicho en otras palabras, la circulación veloz y pomposa a través de las moto-vehículos constituye una de las tácticas que despliegan estos jóvenes para surcar la ciudad, resistir el encierro y reivindicar el derecho a la ciudad. Y lo hacen de manera bullanguera, metiendo ruido y tirando cortes y mucha facha. No solo para que su circulación no pase desapercibida sino para decir “yo existo”, “acá estoy”.

 

Juegos furtivos y ostentosos

La diferencia entre tener y no tener una moto puede ser la diferencia entre tener o no tener trabajo, pero también entre tener o no tener acceso al ocio recreativo que tiene lugar durante la noche.

La moto es el sistema de transporte más barato para surcar el paisaje urbano, recorrer largas distancias por la ciudad y hacerlo de manera rápida. Cuando el sistema de transporte público es caro y deficiente, si el colectivo no pasa o tarda en llegar o, lo que es peor, sigue de largo, no se detiene en la parada o ya no pasa después de determinada hora, entonces la moto se transforma en un aliado, en la mejor –si no la única– alternativa. No solo es una herramienta de trabajo o la manera de llegar puntual al trabajo, sino una táctica para abrir el día y acceder a la noche.

Cuando en la ciudad rige –de facto– el estado de sitio o por la noche cunde el toque de queda, desplazarse de manera furtiva y ostentosa puede ser la oportunidad de recobrar la libertad para circular. La moto les permite desplazarse velozmente, y en zigzag, burlando todos los controles. Más aún cuando lo hacen en grupo, cuando son decenas las motos que se desplazan en manada, metiendo ruido.

 

Burlar a la autoridad

La moto es el sistema de transporte preferido de los jóvenes que viven en barrios plebeyos para salir disparando sin ser delatados por los vecinos alertas o molestados por las policías, para quienes uno de los deportes preferidos consiste en detenerlos y cachearlos de manera “preventiva”. Se sabe que las detenciones policiales no siempre llegan con buenos modales, sino con mucho destrato y maltrato verbal y corporal. Detenciones que llegan con risas, burlas y gritos, vienen con provocaciones e imputaciones falsas, comentarios misóginos, amenazas, etc. Hostigamientos menores que se viven con humillación, generan vergüenza, agreden la dignidad de estos jóvenes y cuestionan su identidad. Sobre todo, cuando los jóvenes en cuestión son morochos y comparten determinados estilos de vida y pautas de consumo: andan con ropa deportiva, usan gorrita o capucha, llevan tatuajes. Saben que si patean la ciudad se están “regalando”, tienen muchas probabilidades de pasar un mal momento. En cambio, arriba de sus motos no solo tienen menos chances de ser detenidos y pueden eludir los controles que disponen las patrullas municipales, sino que también pueden divertirse un rato a costa de la impotencia de las autoridades. Burlar todos esos controles forma parte de la apuesta de estos jóvenes.

Los policías, agentes municipales, fiscales y jueces de paz cuestionan el uso improductivo de la moto, pero no se dan cuenta que para los jóvenes constituye mucho más que una herramienta de trabajo: es la oportunidad de alcanzar el resto de la ciudad y recuperar la noche que tienen proscriptas. De modo que el acto de andar en moto no solo tiene una dimensión funcional (salir a trabajar o llegar puntualmente al trabajo) sino también otra estética o identitaria. Esta última dimensión es la que resulta sospechada e impugnada, perseguida, multada y confiscada.

Por eso cuando las autoridades persiguen a los motoqueros, cuando las patrullas municipales disponen operativos sorpresivos o controles vehiculares rotativos en las arterias principales de la ciudad, no se dan cuenta que están formando parte de un juego que se les escapa y no les interesa comprender. Salir en moto es rajar de la yuta, desafiar a la autoridad. Por eso atraviesan la ciudad dejando huellas, llamando la atención, haciéndose sentir.

 

Tácticas pícaras

Michel de Certeau decía que la táctica es una acción más o menos calculada que determina la ausencia de un lugar. Calculada no quiere decir planificada de antemano y, mucho menos, organizada. La táctica, dice De Certeau, “es el arte del débil”. Exige astucia e improvisación, dos alicientes extras que transforman al robo, el emprendimiento, la carrera o el paseo en una aventura. Sus protagonistas no tienen más lugar que el del otro, el que puedan arrebatar al otro. Por eso, salir a andar en moto es invadir el espacio del otro. Son jóvenes que no tienen lugar o están fuera de su lugar, pero les sobra tiempo. Tienen que poner al tiempo de su lado si no quieren regalarse. “Este no lugar –continua De Certeau– les permite, sin duda, la movilidad, pero con una docilidad respecto de los azares del tiempo, para tomar al vuelo las posibilidades que ofrece el instante”. Cuando los pibes salen en moto se mueven como cazadores furtivos, aprovechando las oportunidades que se les presentan a medida que se desplazan por una ciudad que se ofrece como una selva sembrada de trampas, obstáculos y peligros, llena de lugares oscuros y encrucijadas. “Necesitan utilizar vigilantes, las fallas que las coyunturas particulares abren en la vigilancia del poder propietario”. La caza furtiva crea sorpresas, les permite estar allí donde menos se los espera.

Salir a andar en moto es salir disparando por la ciudad. No hay aventura sin fuga. Se circula sigilosamente, pero se huye furtivamente, metiendo ruido, tirando cortes, lidiando con el vértigo, dejando atrás la indignación y las sirenas, esquivando autos, cruzando los dedos para que en el próximo semáforo en rojo no se cruce nadie. No saben qué les produce más placer: si salir a andar en moto o la indignación que reclutan a su alrededor. Hay que atravesar la ciudad y rajar, robar y salir picando, sorteando los controles, y sin prestar atención a las cámaras que van a ir balizando su vía de escape. Saben también por experiencia propia que una vez que alcanzaron las fronteras del barrio estarán a resguardo, no habrá por lo menos imágenes que delaten ya sus movimientos, ni patrulleros que vayan por ellos.

 

Hogueras distópicas

Meses atrás, durante una entrevista, un viejo pibe chorro me manifestaba algunas transformaciones de las rutinas criminales plebeyas: “Son raros los rastreros modernos”. “Moto que se robaba, moto que se reducía”. La moto recién robada iba derecho al desarmadero, a los “corta-truchos”. Sobre todo, cuando era de alta gama. A nadie se le ocurría pasearse por la ciudad, mucho menos subir una selfie a las redes sociales. Tal vez se hacía una posta en la esquina donde paraban los amigos, pero nadie salía a tirar facha por el resto de la ciudad. “Ahora se pasean con ella y después la prenden fuego”. O se sacan una foto para subirla enseguida a las redes y después la dejan tirada en una zanja o la queman en un descampado.

Hasta hace muy poco, el sueño de un joven que vive en los barrios plebeyos era jugar al fútbol en algún equipo de primera, ser cantante de una banda de cumbia, tirar rimas de rap, ser boxeador, tal vez conseguir un laburo piola. Hoy ese sueño se reduce a tener una moto. La moto es la oportunidad de trabajar por cuenta propia, en el horario que les pinte, pero también es una fuente de reconocimiento, objeto de lujo y admiración, de identidad y distinción.

Los pibes se las compran y venden entre ellos, con mucha facilidad, casi siempre sin intermediación de los adultos, que los miran impotentes y desde lejos. Sus reparos y temores no tienen mucho eco entre sus hijos. Los pibes intercambian tips entre ellos para tunear las motos y desarrollar trucos que les permitan demostrar sus habilidades.

La moto no se dispone para hacerla guita. No hay una motivación económica sino lúdica. No buscan plata sino diversión, y de paso desquitarse un rato. Porque detrás del robo rastrero hay resentimiento y envidia. No hay que subestimar la dimensión emotiva si se quiere entender esas hogueras distópicas.

 

Aventuras riesgosas pero encantadas

Como en todo juego, la circulación rápida, furiosa y llamativa está llena de peligros. Los jóvenes toman muchos riesgos que forman parte de la performance. Saben que pueden ser alcanzados en algún control y perder la moto para siempre. Pero también puede costarles un accidente, con todo lo que eso implica. De hecho cuando se visitan los barrios plebeyos llama la atención la cantidad de murales dedicados a los jóvenes que perdieron la vida arriba de una moto. Ya lo dijo Paul Virilio: las técnicas siempre se adelantan a la mentalidad de los usuarios. Inventar el barco es inventar el naufragio, inventar el automóvil es producir el choque en cadena en la autopista. Inventar la moto es acelerar el tránsito, tentar a los motoqueros a estrellarse en el próximo cruce de calles. Cada accidente tiene su pared y su caja negra. Pero siempre resulta más fácil mirar para otro lado y echarle la culpa a los usuarios.

Así y todo, estos jóvenes seguirán dispuestos a tomar los riesgos que implica conducir de manera veloz y desprevenida. Todo esto no resta, suma, promete un buen chute de adrenalina. La persecución policial, pasar un semáforo en rojo, poner la moto a más de 70 kilómetros en una avenida o en una rueda, haciendo willy, es una tentación, un atractivo que no puede dejarse escapar. Lo mismo cuando arrebatan a un transeúnte para salir disparando, o practican el robo piraña, asustan a los vecinos que confunden los “cortes” con disparos de armas de fuego, todo eso convierte el “andar en moto” en una práctica atractiva, encantadora.

La moto transforma a los jóvenes en fantasmas: centellean, irrumpen y salen disparando. Aparecen intempestivamente y desaparecen más rápido todavía. Están y no están, pero cuando están lo hacen improvisando coreografías y metiendo miedo. Cada uno debe demostrar su destreza para ganarse la atención y el respeto de los pares, de las chicas que están cortejando, pero también la admiración o la ovación de sus contertulios y testigos incómodos.

En definitiva, salir a andar en moto es llenar el tiempo muerto, pero también la mejor forma de averiguar lo que puede un cuerpo, hasta dónde pueden llegar con sus fierros. Cuando se es joven una moto abre un campo de experiencias que no siempre se puede dejar pasar, puesto que se les presenta como una oportunidad virtuosa, y promete emociones atractivas.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

 

 

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