MONTAÑA RUSA

Como el Estado no nos cuida hoy, no queda otra que cuidarnos los unos a los otros

 

De un tiempo a esta parte, transitamos la vida como pasajeros de una montaña rusa de cuyo mantenimiento nadie se encarga.

Había arrancado la semana con la idea de celebrar algo, los 25 años de una película: Alta fidelidad (High Fidelity), protagonizada por John Cusack y dirigida por Stephen Frears, a partir de la novela de Nick Hornby. Una comedia romántica inusual, dado que no cuenta una seducción, sino el proceso por el cual un hombre decide cortar amarras con una adolescencia que había estirado hasta lo imposible y crecer de una vez, para no perder a la mujer que ama. Es de esas que vi tantas veces, que juego a anticipar sus parlamentos antes de que suenen en la pantalla. De todos modos sospechaba que reflexionar sobre Alta fidelidad no iba a ser moco de pavo, porque ¿cómo hablar de amor en un mundo como el actual, cada vez más cínico y egoísta? ¿Cómo hacerme entender, cuando el amor se está convirtiendo en un idioma en desuso, como el latín, y todas sus declinaciones se tornan incomprensibles primero e impracticables después?

 

Rob Gordon (John Cusack) en "Alta fidelidad".

 

Pero el miércoles, al llegar a casa después de visitar al Indio, me recibió un baldazo de agua fría. "Estamos en medio de una desgracia", dijo mi compañera. Pensé que era una joda, o una exageración. Pero no. Se refería a la noticia que conversaba con mi hijo de 16 años. Un pibe de su edad —no relación directa, pero sí vinculado a una gran amistad suya— se había suicidado. En el contexto de esta reflexión no importa cómo lo hizo ni la razón aducida, porque cualquier referencia a su condición o circunstancia sería usada como justificativo, para explicar por qué el asunto nos es ajeno.

Eran días en los que veníamos sensibilizados con la cuestión de los pibes, a partir de la visión de la serie de Netflix que se llama Adolescencia. Se trata —ya la habrán oído mencionar mil veces, imagino— de una producción inglesa que cuenta la historia de un pibito de 13 años, a todas luces normal y adaptado, que asesina a cuchilladas a una compañerita de la escuela. De hecho la estábamos revisitando con los pibes, porque nos pareció conveniente que la viesen y quedar atentos a la charla que surgiese de la experiencia. (Esta misma semana, el gobierno inglés habilitó que se la exhibiese en todas las secundarias, por la misma razón.) Me pareció una buena serie en términos formales, pero además oportunísima, lo cual quedó demostrado por el revuelo que armó. Es alentador que se debata la situación del piberío, porque es un tema que urge traer el primer plano. Me importa poco que el disparador del debate sea una serie de Netflix, del mismo modo en que no me molesta que Netflix produzca El Eternauta si eso sirve para que una nueva generación conozca a Oesterheld. Yo no soy sommelier de temas importantes, no antepongo peros ni condiciono la discusión. En este mundo de mierda, agradezco cualquier circunstancia que encienda una conversación necesaria.

 

 

El crimen del que habla Adolescencia es atroz como todo crimen, pero además funciona como signo de los tiempos que habitamos. Habla de dos criaturas —apenas adolescentes, a los 13 años— cuyas inseguridades han sido explotadas por el impiadoso ecosistema de las redes sociales, y se persuadieron de que la mejor manera de dejar de ser agredidas es convertirse en agresoras. Aclaro que bajo ningún concepto equiparo a la muchachita con el muchachito. Acá hay un único victimario, y es el pibe que funciona como absceso de pus de una masculinidad en crisis. Lo que me gustaría que se entienda es que ningún género está a salvo de la mierda que las redes sociales y los medios electrónicos vomitan a cada segundo.

Que un crío sienta que para auto-afirmarse debe agredir, como el personaje de Adolescencia, es lamentable. Pero la noticia que me compartieron al volver a casa era trágica. Porque el pibe que agrede para sentirse entero o congraciarse con otros está apelando a su sentido de auto-preservación, aunque sea de la peor manera, de la más descaminada. Pero el pibe que decide poner fin a su vida ya no tiene ni eso, perdió hasta el instinto de supervivencia que caracteriza a todos, pero TODOS los seres vivos, hasta el más elemental. No existe nada más antinatural que un ser humano que, en la edad del desarrollo — cuando todo debería ser posibilidad, cuando su vida es puro futuro—, decide adelantar el punto final. Va en contra de las leyes esenciales de la existencia, como si un día el sol decidiese no ponerse o en vez de agua lloviese aceite. Está claro que para la criatura que se lanzó al vacío ya no queda alternativa, pero la misma muerte que silenció su voz queda resonando entre nosotros como un escándalo. Es una sirena de alarma, que interpela a la sociedad que lo empujó a esa encrucijada.

 

 

Un pibe que se mata es un aviso de que está todo mal. Habrá quienes pretendan circunscribir la noticia a un círculo acotado: la familia, la escuela, su círculo de amistades en caso de haber existido. Pero eso sería una tontería, como pretender que la responsable de un homicidio es la bala y no quien la disparó. Ninguna familia y ninguna escuela existen ni funcionan en el vacío. En términos musicales, son sólo variaciones sobre el tema melódico que les presentó su sociedad, su país, su tiempo. Ni las familias ni las escuelas inventan nada, sólo juegan con las notas de las que disponen. Son recreaciones micro de lo que ocurre en la macro. Por eso un suicidio adolescente no constituye una excepción. Es un hecho que, lo asumamos o no, sacude a todos los que formamos parte de la sociedad, como la piedra que perturba la calma de un estanque. Aunque estemos lejos del punto en que la piedra cayó, las ondas que generó nos sacudirán igual. Así como dice verdad el refrán según el cual hace falta un pueblo entero para educar a un niño, también hace falta un pueblo —o sea, una sociedad— para empujar a un adolescente a la muerte.

Y en momentos en los cuales la entera realidad grita la inminencia de una catástrofe, el suicidio de un pibe no es un hecho aislado. Es un infarto social, un ACV colectivo, que empuja a una comunidad entera a la sala de guardia, a un tratamiento de emergencia.

Cualquiera que pretenda que la circunstancia es distinta, es porque su conexión con la realidad del llano es tenue, o porque vive en negación.

"Así es como nos las arreglamos en la vida, básicamente", dice Chuck Palahniuk, el autor de Fight Club, en su novela Choke. "Mirando la tele. Fumando porquerías. Auto-medicándonos. Redirigiendo nuestra atención. Haciéndonos la paja. En negación". El problema es que hacerse los boludos tiene límites. Porque llega un momento en que la realidad no respeta las fronteras de tu casa, se te mete adentro y lo arrasa todo.

Y en este momento, la realidad está pateando nuestras puertas.

 

 

 

 

Riesgo país

Creo que no tenemos noción de cuán precaria es nuestra posición en este momento. Las vidas de millones de personas penden de un hilo. (Entre ellas, si de puro pedo no estamos nosotros mismos, por ley de probabilidad matemática habrá mucha de la gente que amamos, o que nos importa.) Y ese hilo es delgadísimo, y además se está deshilachando.

La Tierra va a marcha redoblada a convertirse en un planeta lleno de zonas inhabitables, lo cual detonará impredecibles reacciones en cadena. La economía mundial, que ya venía mal, permitió esta semana que el elefante loco de Donald Trump entrase en su bazar. Nuestra propia economía agoniza, las únicas opciones de las que disponemos como nación oscilan entre lo malísimo y lo terrible. (No hablo del Riesgo País rozando los 1000 puntos, hablo de la gente que vive en condiciones dramáticas. No recuerdo ver algo así desde el 2001. Aunque en aquel momento hubo gente que se disputaba huesos caídos de un camión, restos de vacas argentinas. Hoy soñamos con asado de búfalo importado del Brasil.)

Nuestras instituciones no sirven de mucho. Empezando por las de arriba: el Poder Judicial sufrió merecida humillación esta semana, terminó lijado y mancillado. Pero las del llano, como las escuelas, tampoco están mejor. Cuando los y las docentes logran salvar a un pibe o piba de una situación aciaga, se debe más a su iniciativa personal —que a menudo incluye poner guita de sus bolsillos— que al adecuado funcionamiento del sistema. Trabajan más como bomberos que como maestros.

 

"Adolescencia".

 

El contrato social da pena, porque lo han reducido a jirones. La pandemia hizo estragos en la salud mental, esto ya es una verdad de Perogrullo. En los últimos cuarenta y pico de años, no ha existido una situación de mayor disolución de los lazos que ordenaban la convivencia. La desorientación es rampante. Nadie sabe qué hacer, más allá de atinar a proteger el propio culo, aun al precio de cagarse en todos los demás.

Y en este contexto, la falta de reacción es desoladora. Todo el mundo finge normalidad, aun cuando es evidente que lo que parecía normal hasta hace poco ya estalló en pedazos. La mayoría de la gente actúa como el tipo al que despidieron después de 30 años y sigue levantándose a la misma hora, bañándose, emperifollándose, desayunando y saliendo de casa maletín en mano, a pesar de que ya no tiene dónde ir. Estamos actuando un guión viejo en un escenario nuevo, tan incomprensible, tan abstruso, tan inverosímil que, en vez de asumirlo, decidimos ignorarlo. En lugar de deprimirnos como Dios manda, llorar y desgañitarnos hasta llegar al otro lado de nuestra decepción, elegimos negar. Acá no ha pasado nada, decimos y nos decimos. Con un poquito de suerte acá y un reacomodamiento allá, la vida que conocemos debería seguir su curso.

Pero no. Ya no. Lo que vaya a ocurrir, ocurrirá antes de lo pensado.

 

 

Es que la situación es intolerable. Y al mismo tiempo, con deliberada perversidad, no interfiere expresamente con nuestros movimientos. Nos deja en libertad para que sigamos adelante con nuestras vidas, o al menos con nuestras conductas inerciales. Continuamos trabajando si es que no nos han echado, cada vez más y en peores condiciones, para obtener una retribución siempre decreciente. Podemos comprar cada vez menos alimentos, y de dudosa calidad. (Argentina debe ser hoy uno de los países de América donde peor se come.) Nuestras posibilidades recreativas se agostan, en materia de vacaciones y de entretenimiento. (Sin embargo, las redes y los medios están siempre allí, las 24 horas de cada día, para que nunca falte basura en el vertedero de nuestros cerebros.) Las perspectivas de futuro de nuestros hijos se complican, al punto de que a menudo el mejor plan con que cuentan (¡cuando no el único!) es prolongar su adolescencia más allá de los 19, como el protagonista de High Fidelity, y seguir viviendo con nosotros en espera de que cambien las cosas por sí mismas, o muramos de una vez y les leguemos la casa o el contrato.

Mientras tanto, convivimos con policías que fajan a los viejos y abusan de manteros, con jueces que hacen lo que dijeron que ningún juez debía hacer y con legisladores que cacarean una cosa y después, cheque mediante, votan la contraria. Esto es —literalmente— invivible. Ninguna existencia sana y productiva puede prosperar en un marco semejante.

Pero tampoco corresponde que juguemos la carta de la inocencia. Parte de nuestro pueblo consintió o no pudo evitar, y otra parte participó gozosamente, de la transformación del proceso político en una temporada más de Gran hermano. Votaron al personaje más peculiar, la variante masculina de Furia, porque entretenía de forma sostenida y hablaba mal de la misma gente que a ellos les caía mal. Ya era una persona impresentable, sí, pero avalarla era concederse un auto-permiso para serlo también y dejar de pretenderse gente decente. Y así lo consagraron, sin darse cuenta de que esta vez la cosa no se limitaba a un premio en dinero.

 

 

Lo sentaron en la Casa Rosada. Desde donde está haciendo lo que prometió. Pulverizando la economía y extranjerizando recursos. Aniquilando la discusión política, convirtiéndola en polémicas de albañal y consagrando el mal gusto, la prepotencia y la ignorancia como estilo de vida. Legitimando violencias que deberían seguir siendo ilegales. Devaluando la verdad y despojando a las palabras esenciales de su sentido. (Días atrás dijo que había sacado a 10 millones de argentinos de la pobreza, sin que se le despeinara la peluca. Como añadió alguien que ahora no recuerdo, los sacó de la pobreza para arrojarlos a la indigencia.) También arrasa con las instituciones, comportándose no como un funcionario cuyo deber es hacer valer la Constitución y sostener políticas que la Nación ha consensuado —las que se refieren a las Malvinas, por ejemplo—, sino como un pendejo descerebrado, para quien un triunfo electoral significa carta libre para hacer lo que se le canta, en barra con sus amigos drogones, caprichosos y sádicos. Pocas postales más patéticas que las de su último viaje a Trumplandia, bailoteando en un salón, retratándose con rubias oxigenadas y recibiendo un premio robado a una maquinita de Sacoa.

Cada segundo que sigue siendo Presidente profundiza la afrenta a la Constitución, a la historia argentina y a cada una y uno de quienes, durante siglos, expusieron el cuero para hacer de este país un lugar digno. Es un insulto a nuestra cultura, la negación de todos los méritos por los cuales le concedimos a nuestros ídolos la condición de tales. Una aberración, en tanto pretende acabar con la Argentina para reemplazarla por la anti-Argentina, la perfecta inversión de todo lo que hemos sido y soñado: del país vergel al país fundido y rematado por chirolas, del país culto y creativo al país bruto y estéril, del país que amplía derechos al país que no reconoce otro principio ordenador que la fuerza que concede el dinero.

 

 

¿Cómo no va a querer matarse un pibito, ante la perspectiva de pasar décadas en el mundo desangelado y zafio que esta gente impone? ¿Quién querría seguir adelante en una sociedad que no te ofrece posibilidad de mejorar, a no ser que decidas entrar por la variante que proponen y convertirte, como ellos, en un hijo de puta? (Todavía quiero creer que el video de los pibitos libertarios que se ufanaban de haber choreado donaciones para los inundados de Bahía Blanca es fake. Pero temo lo peor. Por lo pronto, es consistente con la apología del ventajismo que es el credo de Milei. Del mismo modo, me pregunto si la adoración incondicional que Milei expresa por Trump no conecta con los pibitos de Maschwitz que aparentemente planeaban entrar en su escuela a los tiros. Con las nuevas tarifas impuestas por el señor de color naranja, vamos a exportarle menos, importando en cambio prácticas criminales made in USA.)

Pero para decidir poner fin a tu vida deberías estar solo de verdad, espantosamente solo, desconectado por completo de la humanidad. Porque si en tu pequeño mundo existe aunque más no sea una persona a la que amás o que te ama y a la que ya no podrías ayudar desde tu ausencia, rendirse deja de ser una opción.

 

 

 

Remendar la red

Poner fin a esta experiencia nefasta, obturar el drenaje mefítico por el cual se está yendo lo que millones construyeron arduamente durante siglos, es un imperativo categórico. Y no sólo de naturaleza política: ante todo, es de carácter existencial.

Para no perder a nuestra amada Argentina en brazos de otro, hay que superar esa forma de la pendejada adolescente que es el gorilismo. En las últimas décadas fuimos testigos de la acelerada degradación del antiperonismo, que a esta altura es poco más que otra forma del racismo, un mero instinto de muerte. Macri ya representaba una versión for dummies, pero Milei encarna el antiperonismo en su versión más brutal e imbécil, asesina y suicida a la vez. Donde alguna vez hubo argumentos, todo lo que puede ofrecer ahora es compulsión.

 

"Alta fidelidad".

 

Hasta que no surja otra fuerza política que renuncie al deseo de destruir al peronismo, para limitarse a competir por el voto popular limpia y democráticamente, no habrá final feliz para este país. Porque el anti-peronismo es la condición sine qua non de nuestro sometimiento. ¿Cuántas personas votaron de forma que terminó llevando a sus propias familias a la ruina, porque las convencieron de que el peronismo era el cuco? Los estragos a que induce la incesante propaganda gorila no cesan de ahondarse. Pienso en el ex combatiente de Malvinas de Ushuaia que, días atrás, espantado por la actitud pro-inglesa del Presidente, se lamentó diciendo: "Yo a Milei lo voté con mucha ilusión". ¿Cómo pudo un ex combatiente votar a un tipo que ya antes de las elecciones se reivindicaba fan de la Thatcher? Y sin embargo, hay millones de argentinos que perdieron la capacidad de distinguir entre lo que los beneficia y lo que los perjudica. Les quemaron tanto el seso que actúan como miembros de una secta, los émulos políticos y mediáticos de Jim Jones los han convencido de que beber gaseosa con cianuro acelera la llegada de un país mejor.

De todos modos los problemas no cesarán cuando Milei deje de ser Presidente, porque la matriz de la crisis excede las fronteras del país. Somos contemporáneos de un capitalismo que acelera a una velocidad que lo aproxima a su desintegración. Los dueños del mundo se cansaron de fingir cordialidad, ahora quieren obediencia ciega y sumisión. Recuerdo algo que dijo Frank Zappa, que además de musicazo era un tipo lúcido: "La ilusión de (nuestra) libertad continuará mientras (a los dueños del mundo) les resulte redituable. Cuando esa ilusión se vuelva demasiado cara de mantener, se limitarán a llevarse la escenografía, descorrer el telón, quitar las mesas y sillas del camino y a dejarnos frente al muro de ladrillos del fondo del teatro".

 

Frank Zappa.

 

También en estos días resurgió un estudio del grupo internacional de inversiones Goldman Sachs que data de 2018, pero revela la forma en la que vienen pensando. En aquel entonces, comentando un reporte de investigación bío-tecnológica, se preguntaban: "¿Curar pacientes es un modelo empresarial sustentable?" Puesto en criollo: ¿tiene sentido gastar guita en curar a un ñato, si no arroja ganancias?" La admonición de Macri en plena pandemia, recomendando que se dejase morir a los que tuviesen que morir, no nació de un repollo. Fue apenas otra evidencia de que los mega-ricos tienen un objetivo excluyente, que es el de ganar más, aunque eso signifique dejar morir —o incluso asesinar— a millones. Excel mata Bienestar Común. Billetera mata Defensa de la Vida y del Planeta.

Todo esto —el Capitalismo Asesino y Suicida y su versión local, de la cual Milei funge como embajador— está más allá de nuestro alcance, al menos en principio. Quiero decir: no hay nada que vayamos a lograr al respecto hoy, ahora. Se trata de un proceso histórico a gran escala, en el que llegado el momento jugaremos nuestra parte, como otros miles de millones de hormiguitas. Pero hay algo que sí está a nuestro alcance hoy, ahora, acá. Y eso es, primero, tomar conciencia de que nuestra sociedad está en estado de emergencia generalizada: económica, social, política, educativa, sanitaria. Lo cual significa, entre otras cosas, que estamos rodeados de gente que está a esto de estallar, de sufrir un brote, de entregarse a la locura o la violencia, de hacer y hacerse daño. (Más daño aún del que ya vienen sufriendo por el simple hecho de vivir hoy, ahora, acá.) Miles y miles de personas cuya alma está asomada al abismo, porque no logran desembarazarse de la desesperación que les impone su circunstancia.

Los más jodidos son los ancianos, por razones que no necesito explicar, pero también los más chicos: niños, adolescentes, jóvenes. Desde la pandemia en adelante, viven con un cable coaxil conectado a la cabeza que alimenta en simultáneo su hedonismo y su agresividad, el pensamiento random, la incapacidad de concentrarse. Y las instituciones que deberían contenerlos y formarlos ya no lo hacen. El segundo capítulo de Adolescencia es la pintura más realista del sistema educativo que vi en mucho tiempo: pibes perdidos, docentes perdidos, autoridades perdidas, padres y madres perdidos. Y eso que habla de una escuela inglesa de clase media. Pero las nuestras son iguales. Se convirtieron en meros depósitos de pibes rotos con los que nadie sabe cómo lidiar. Por eso se limitan a hacer mero control de daños, expulsando del sistema a los que están más rotos, para que los papis y mamis de los pibes menos rotos dejen de quejarse.

 

"Adolescencia".

 

Y aquí viene lo segundo que está a nuestro alcance, lo que deberíamos hacer si de verdad queremos salir más o menos enteros de esta catástrofe. Tenemos que reforzar cada lazo de los que entran en el radio de la vida cotidiana. Empezando por la propia familia, claro. En este mundo híper-conectado, la intimidad de quienes tenemos más cerca puede ser el más perfecto de los misterios. Perforar el blindaje del que todos nos munimos, entre pantallas y telefonitos, no es fácil ni cosa de un día. Requiere de inteligencia emocional y de perseverancia. Lo mismo corre para nuestros afectos, y para la gente que frecuentamos —por ejemplo, en el laburo—, pero también para los desconocidos que se nos cruzan. Porque, más allá de la apariencia que presentemos al mundo, hoy no existe casi nadie que no esté llagado y gritando por dentro.

Sedientos de humanidad, reclamamos un signo que nos confirme que no todo es una mierda y que no todos se han convertido en hijos de puta. Hay que salir de la grieta de la rotura personal, abrir bien ojos y oídos, tender la mano, descruzar los brazos. Porque aun rotos podemos salvar el día de quienes están más rotos que uno. Y porque en esta emergencia, que entre tantas otras cosas es también una emergencia comunicacional, necesitamos mantener vivos los idiomas que quieren jubilar: la misericordia, la generosidad, la solidaridad. Si no volvemos a practicarlos, si no restablecemos su vitalidad, cuando este orden implosione, ¿qué tendremos para ofrecer en lugar de la codicia y la violencia?

Yo sé que todo esto suena a mezcla de sermón y sarasa new age. Pero no lo estoy proponiendo para que nos sintamos mejor con nosotros mismos. Lo propongo como práctica política. Velar por la propia comunidad no es un emprendimiento religioso, es hacer política en su sentido más virtuoso. Si no lo llevamos a cabo, ocurre lo que advertía Platón en La República: cuando no te involucrás en política —en el sentido amplio que venía invocando, de responsabilizarte por la polis, la comunidad propia—, terminás gobernado por alguien que no está a la altura.

 

 

Las montañas rusas son vertiginosas y divertidas, como la vida en sus mejores momentos. (Mi hijo de 16 las descubrió este verano y quedó fascinado.) Pero, para volver a disfrutarlas, toda la comunidad tiene que cumplir su parte: los que cuidan de los rieles, los que chequean el sistema, los que hacen la VTV de los carritos, los que miden la fatiga de los materiales. Si un eslabón de esta cadena evade su responsabilidad, el paseo se convertirá en un peligro, para quienes circulan pero también para quienes miran desde abajo.

Como el Estado no nos cuida hoy, debemos cuidarnos los unos a los otros. No para reemplazar al Estado, sino para sentar los cimientos a partir de los cuales lo reconstruiremos. Porque, como decía Oesterheld y la serie de Stagnaro lo rescata —al menos en el trailer, que es todo lo que hemos visto hasta ahora—, nadie se salva solo.

Esta semana mi hijo más pequeño me pidió que leyésemos juntos El Eternauta. Ya vamos por la página 54.

No todo está perdido.

 

 

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