Mis días en Gaza
Crónica de una visita a la ciudad donde el futuro se desvanece
15 de julio 2018
Aeropuerto Ben Girón. Tel Aviv.
-Dos cafés con leches por favor.
Cogimos los cafés,
nos miramos a los ojos y
ya nunca más dejamos de llorar.
Volvíamos a casa,
parte de nuestra humanidad había muerto allí.
Aún no he regresado a Gaza
Estuve en Palestina en febrero del 2020.
Visité Ramallah, Belen y Jerusalén.
Gaza es otra realidad.
Una que duele más aún.
Difícil de imaginar y habitar.
Espacios abandonados que solo los palestinos habitan,
en los cuales el futuro se desvanece, un desierto de escombros.
Para entrar en Gaza se necesita una visa/permiso especial que lo expide el estado de Israel a médicos, periodistas y trabajadores de ONGs.
Nosotros conseguimos el nuestro a través de una ONG en Italia, pero fuimos de manera totalmente independiente.
Esta es una crónica de mis días allí:
7 de julio. Nablus, Palestina
El campo de Askar está situado en la afueras de Nablus.
Un campo de refugiados es un pequeño asentamiento,
Askar tiene una superficie de tres kilómetros y 18.000 habitantes.
La idea era hacer talleres de circo con lxs niñxs y luego una performance.
Nada fue como lo planeábamos.
El caos de 100 niñxs sobre la cancha de básquet que nos servía de escenario no se hizo esperar.
Nos dejamos llevar por esas mareas de felicidades sin destinos.
Subíamos/bajábamos por las cuerdas, trapecios y telas; corríamos de un lado a otro, arrojándonos las pelotas de malabares, peleábamos, llorábamos, reíamos.
Los silencios de la noche eran interrumpidos por mareas de pequeñas manos golpeando una contra otra.
Nadie se quería ir de allí, el tiempo se detuvo en los aires.
Y ya nada más importó.
Circo.
Las manos me sudaban, subí a por la cuerda, cerré los ojos para encontrarme allí con esos otros.
Minutos antes Oskar se me había acercado y dicho:
–Este niño soy yo. ¿Lo entiendes?
Ese otro éramos nosotros, la colonización, la violencia, y las ausencias nos unían.
Abrí los ojos, muy tarde ya, estábamos muy cansados, trepamos a las vigas que sostenían nuestros aparatos circenses.
Masticamos lo que sobró de la cena y cuando llegamos a nuestras camas ya era hora de emprender el viaje que nos llevaría a Gaza.
8 de julio. Erez/Beit Hanoun
Bajábamos del taxi arrastrando nuestras inmensas maletas, llenas de material de circo.
Ante nosotros la frontera para entrar a Gaza.
A partir de allí no más fotos, decía un cartel militar.
A partir de allí un muro.
Un muro tan grande que encierra Gaza.
La Franja de Gaza tiene 41 kilómetros de largo y entre 6 y 12 kilómetros de ancho, con un total de 360 kilómetros cuadrados.
Con una población de 2.047.969 habitantes.
Allí nadie puede entrar. Nadie, ni nada pueden salir.
En las torretas del muro están apostados los francotiradores del ejército Israelita que vigilan que nadie se acerque allí.
A partir de allí es el dead zone / zona de muerte.
En el check point de Erez periodistas, personal sanitario y colaboradores de ONGs son controlados/chequeados.
Las maletas se van por un lado y son revisadas/controladas/scaneadas.
Luego de varios minutos regresan totalmente revueltas.
No se puede ingresar alcohol, tabaco, drones, globos…
Te acercas a una ventanilla y te preguntan por tus motivos para visitar Gaza, si tienes contactos allí, amigos, cuántas veces has estado antes y sobre todo por qué quieres ir allí y no a otro sitio.
Las mismas preguntas que nos habían hecho en el aeropuerto de Berlín, en el aeropuerto de Tel Aviv y ahora una vez más aquí.
Corroborando fechas, motivos y razones.
Yo siempre digo lo mismo:
–Trabajo con niños en zonas de conflicto.
Una vez aprobado te entregan un ticket rosa con el que puedes entrar.
A partir de allí un pasillo de 2 km en la llamada dead zone.
Al llegar a Gaza el control de Hamas es otra historia.
Un puesto de control temporal. Sobre un terreno semi-destruido.
Otro puesto de comida en el cual te tomas un café, mientras revisan tus documentos.
Nuestros papeles no estaban en orden.
Fuimos a la oficina del jefe, un maltrecho container al cual le estaban reparando el techo; un soldado martillaba el techo sin parar, haciendo la conversación inaudible y más absurda aun.
El jefe hizo dos llamadas y nos dieron un papel escrito a mano y nos dijeron: “Bienvenidos a Gaza”.
Mohamed nos esperaba a la salida.
El siempre tenía problemas con Hamas y no le gustaba estar allí.
Subimos a su coche, pisó el acelerador levantando una enorme nube de polvo para esfumarnos de allí.
Fuimos a comer falafel frente al mar.
Samara nos esperaba allí, nos contó que trabajaríamos con chicos de 5 diferentes grupos de circo y parkour.
Una vez más en Gaza.
9 de julio 2018
Desayuno.
Café y humus, falafel y pita.
Mohamed siempre fuma, incluso cuando come.
Nos dirigimos al gimnasio que estaba frente a un campo de entrenamiento de Hamas.
Por lo cual tomar fotos sería un problema. Lo intenté, de inmediato un soldado de Hamas se acercó a mí y me pidió que borre las fotos.
Los chicos de la escuela de circo se acercaron y le dijeron que estábamos con ellos y que no nos molesten. El soldado pareció hacerles caso y me metí al gimnasio con mis fotos.
Montamos trapecios, cuerdas, telas y cintas.
Trabajábamos duro todo el día.
Una pequeña pausa para fumar, tomar café, comer sandia, practicar nuestro árabe.
Otra vez a entrenar.
Hacía mucho calor allí.
El agua no es potable, Oskar no sabía esto e intentó hacer un café. Era tan salado que fue imposible beberlo.
EL agua no es lo único que falta allí. La electricidad también escasea, con suerte hay 3 horas de suministro eléctrico por día.
El gimnasio en el que estábamos tenía un grupo electrógeno por lo cual aprovechábamos para cargar nuestros teléfonos, cámaras y cualquier dispositivo eléctrico.
La comunicación nunca pareció ser un problema con los chicos de las escuelas de circo, hablábamos en castellano, inglés, una pisca de árabe, cada frase la cerrábamos con un “habibi” y muchísima gesticulación corporal.
El sol bajo y volvimos felices a casa.
10 de julio 2018
Por las mañanas Mohammed nos pasaba a buscar, era nuestro contacto/responsable allí, trabajaba con la prensa internacional.
Conocía a todxs en Gaza y podía conseguir cualquier cosa que necesites, salvo alcohol.
Estaba mosqueado con nosotros porque no le habíamos traído una botella de whisky.
El alcohol está prohibido por Hamas allí.
Con los días se la pasaría el enojo.
Pero ese día nos recriminó constantemente, ya que esperaba hace 6 meses de nuestra última visita por un trago de whisky escocés.
Me sentí culpable por esto.
Pero arriesgarse a entrar una botella de alcohol era absurdo.
11 de julio de 2018
Por lo mañana se pueden ver globos de helio que llevan pequeñas mechas de gasolina.
El viento los lleva por encima del muro para que caigan sobre los campos de los colonos Israelitas y produzcan pequeños incendios.
Termine mi café.
Y regrese al entrenamiento.
12 de julio de 2018
Teníamos la mañana libre.
Jenny y Rachele entrenaban con las mujeres.
Jenny es irlandesa y trabaja con Médicos sin Fronteras en Jerusalén.
En Gaza lleva un proyecto de Yoga y Circo para mujeres. La conocí en 2016 en mi primer viaje a Palestina, yo estaba de gira con el Primer Festival de Circo Palestino y vino a vernos.
Discutíamos bastante, pero más allá de todas nuestras diferencias nos queríamos porque éramos lxs únicos que seguíamos yendo una y otra vez a Gaza para dar apoyo a las escuelas de circo, ya que veíamos una alternativa y otra forma de relacionarse para lxs jóvenes allí.
Por las tardes nosotros entrenábamos con los muchachos.
Hombres y mujeres no entrenan juntos.
Yo tampoco podía dar clases a las mujeres, sin embargo a veces Jenny venía a las clases de los muchachos y esto era un gran revuelo.
13 de julio de 2018
El entrenamiento se suspendió por los bombardeos.
Mohamed y Samara nos pasaron a buscar para visitar a familiares que vivían en las afueras, cerca de la frontera con Egipto.
El paso de Rafah está cerrado desde 2015.
El ocio en Gaza es abyecto.
La culpa de estar allí, saberse ajeno y extraño.
Yo puedo irme y volver a casa.
Unos niñxs se nos acercan, yo intento comunicarme con mi pésimo árabe.
Tienen unos burros y nos ofrecen un paseo.
Nunca me gustó montarme sobre animales, pero insistieron, tenían un camello también, paseamos en camello.
Muchas de estas cosas suenan absurdas en Gaza, pero como me dijeron: Gaza es mucho más que las bombas, las guerras y la lucha colonial.
14 de julio 2018
Nos encontrábamos en el mercado, ya que los entrenamientos seguían suspendidos por los ataques aéreos de la noche anterior que se habían intensificado.
En Gaza esto es cotidiano.
Incluso desde el mercado, entre los gritos de los vendedores, los burros y los ruidos de las motocicletas que nos atravesaban, se escuchaban, aunque distantes, los bombardeos.
Eran en los límites de Gaza. Sin embargo el sonido de las explosiones se hacía cada vez más cercano, a lo lejos se veía el humo. Incluso uno podía sentir la tierra temblar, el olor.
El mercado seguía abierto, yo no me preocupaba.
“Normalicé” los ataques, la muerte y el horror por la distancia, la falta de conciencia y la calma de todxs los demás.
De repente Mohammed, que estaba a cargo de nuestra seguridad, se acercó a nosotros y dijo que teníamos que salir de allí, que era peligroso. Le pregunté por qué era peligroso para “nosotros” y no para ellos. Lamentablemente, me contestó: “Si muere unx de ustedes es un conflicto internacional, y nosotros en Gaza morimos todos los días”.
Trague saliva, sentí vergüenza de mi derecho a sobrevivir y me metí en el coche, mientras Mohamed hacía sonar una vez más una canción de Back Street Boys:
“Everybody
Rock your body
Everybody
Rock your body right
Backstreet’s back “
Una casa segura es un edificio donde viven los colaboradores (personal sanitario, funcionarios de ONGs, y funcionarios de Naciones Unidas). Esos edificios no pueden ser bombardeados.
El resto sí.
Nos encerramos. Los teléfonos no paraban de sonar, las explosiones tampoco, cada vez más cercanas, algunxs gritaban, otrxs lloraban pensando en que no verían más a sus hijxs.
Una nueva explosión y el edificio tembló.
Oskar se sentó en el piso y ya no dijo más nada.
Yo corría por la casa poniendo colchones en las ventanas, que se destruían a cada nueva explosión.
Teníamos las mochilas listas para irnos pero no había adónde escapar. No quería quedarme dentro del edificio por si se derrumbaba, pero la calle se veía peor.
Ya nada podíamos hacer.
Y de repente una explosión más que nos dejó sordos a todos.
Silencio.
Contar los segundos.
Nos informaron que nos tenían que evacuar.
Que no podíamos seguir en Gaza.
El teléfono sonó una vez más, nos informaron que dos de los chicos del grupo que trabajaban con nosotros estaban entrenando parkour y fueron alcanzados por el ataque.
Esos dos chicos fueron asesinados porque estaban entrenado parkour en ese edificio abandonado donde solíamos ir cada tarde a ejercitarnos, conversar y comer cuando bajaba el sol.
La prensa el día siguiente diría que era un centro de entrenamiento de Hamas, que había túneles allí.
El sonido de las bombas por fin se detiene.
Nos confirman que mañana salimos de Gaza.
“Empty spaces fill me up with holes
Distant faces with no place left to go”
Without you within me I can’t find no rest
Where I’m going is anybody’s guess”.
15 de julio 2018
Aeropuerto Ben Girón. Tel Aviv.
Entregó mi pasaporte y ya sé que el interrogatorio será más largo esta vez, sólo espero que no me hagan perder el vuelo.
Después de unas cuantas preguntas me devuelven mi pasaporte con un sticker.
Los stickers sirven para identificarte, contienen un código barras y varios números, los números finales van del 1 al 6.
1 es “bueno”, 6 “muy malo”.
Mi número es 6.
Me llevaron al cuarto de interrogatorios.
Allí te sientan por un tiempo indeterminado
y te preguntan una y otra vez las mismas cosas,
uno está tan cansado de repetirse que todo empieza a perder sentido.
No hay forma de razonar, ni siquiera un diálogo.
Sólo preguntas, ninguna respuesta es satisfactoria.
Una y otra vez:
¿Por qué fuiste a Gaza?
¿Tienes amigos allí?
¿Cuánto tiempo estuviste?
¿Te dieron algo allí?
Saliendo de allí escanearon cada objeto que había en la mochila.
Volviéndome a preguntar por qué había ido a Gaza, si tenía amigos allí, cuanto tiempo estuve y si me dieron algo.
Cada objeto del mundo palestino que salía de mi mochila recibía el control más minucioso. Un pañuelo, un libro, una bolsa de café que tiraron a la basura.
Luego me escanearon a mí.
Mis zapatos,
la chaqueta.
Mi cuerpo.
Me llevaron a un pequeñísimo cuarto,
para que me desvista
y me escanearon otra vez.
Por fin me dejaron ir.
Cada objeto de mi maleta, cada parte de mí habían sido escaneados.
Caminé hasta la cafetería.
Allí me esperaba Oskar.
A pesar de todo me regaló una tímida sonrisa,
y me dijo:
–Tenemos que volver a Gaza.
Pedimos dos cafés con leche y el mundo siguió como si nada hubiese ocurrido. Nosotros no.
* El artículo se publicó en el blog Lobo Suelto.
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