En los últimos días se acrecentó la violencia discursiva de la oposición. Las causas profundas de esa efervescencia se relacionan con el porvenir post-pandemia. Existe una identificación manifiesta entre quienes desvalorizan los efectos luctuosos del Covid-19 con quienes buscan en forma desesperada recuperar una normalidad basada en el esquema existente antes de la crisis sanitaria.
Mientras las personas contagiadas alcanzan los 10 millones en todo el mundo y las muertes rondan el medio millón, diferentes actores políticos y empresariales insisten en atenuar y/o desvalorizar su efecto dramático mediante la instalación de una agenda alternativa. Para cumplimentar esa tarea recurre a un conjunto de dispositivos comunicacionales orientados a divulgar la probable ineficacia de las soluciones colectivas, con el objeto de imponer esquemas de desconfianza en relación a las decisiones estatales. Para hacer más fructífera su labor se ejercita la desinformación, se multiplican las noticias falsas (fake news) y se propagan teorías conspirativas.
El virus tiene capacidad de mutación. Las sociedades también. Y esa potencialidad de transformación empieza a ser percibida como un riesgo aterrador para quienes observan un resquebrajamiento del orden pre-pandemia. Más allá de las probabilidades ciertas o potenciales de que las medidas de emergencia obtengan modificaciones significativas a futuro, el solo hecho de conjeturar esquemas de gobernabilidad diferentes a los considerados seis meses atrás, genera intranquilidad entre quienes gozaban de privilegios naturalizados. Aquellos que detentan la comodidad de un orden social que los beneficia se sienten desconcertados frente a una calamidad epidemiológica que, en forma paralela, deja al descubierto inequidades antes solapadas detrás del velo de la normalidad y la costumbre. Su inquietud distingue un hipotético reordenamiento del mosaico social. Un orden que fue construido sobre la base de la imposición sistemática de un sentido común, funcional a los intereses de las corporaciones trasnacionales y sus tentáculos financiarizados.
A este pánico subrepticio se le suma un potencial crédito relativo –beneficioso para lxs Fernández– respecto a la forma de administrar la crisis. Si los números finales de la pandemia terminan evidenciando una adecuada política de reducción de daño, en forma comparativa con otros países análogos, el golpe sobre el macrismo residual podría ser significativo. El correlato de ambos recelos aparece como obvio: la versión local del neoliberalismo busca/necesita más contagiados y muertos. Eso fue lo que formuló una de sus operadoras de prensa, Silvia Mercado, al contestar una inquietud retórica del consultor Raúl Timerman: “¿Los cansados, estresados, aburridos y angustiados por la cuarentena, se sentirían más aliviados si en lugar de 1.000 muertos tuviéramos 20.000?” Mercado, en honor a su apellido, no dudó: “La verdad que sí. Encontraríamos más sentido a las restricciones. Así, es muy difícil”.
El negacionismo aparece como una respuesta a lo que en Ciencias Sociales se conoce como la Ventana de Overton, es decir, el rango de políticas pensables por un sistema político en un momento determinado. También se lo denomina la ventana del discurso, por su disponibilidad para hacer viable (o por lo menos debatible) una seria de ideas determinadas, sin que sus voceros sean considerados anacrónicos o delirantes. La pandemia ha entreabierto esa ventana de oportunidad a nuevas reglas del juego e innovadoras disputas. La pandemia rasgó el andamiaje inercial sobre el que se debatía. Esta ventana provoca aprensión e incluso espanto al interior de la oposición.
Del virus al cáncer
Las evidencias internacionales muestran que banalizar el riesgo del virus influye directamente en el aumento de los contagios. La negación del peligro epidemiológico conlleva una menor disponibilidad para respetar el distanciamiento social. El caso de Brasil es paradigmático en este sentido: la desatención por el aislamiento impulsada por el Presidente Jair Bolsonaro aumentó la cantidad de enfermos. A su vez, los sectores más perjudicados fueron aquellos que se vieron obligados a utilizar el transporte público o que tuvieron que continuar con sus tareas en espacios de alta aglomeración de trabajadores. La apertura indiscriminada que buscan los contratantes de Mercado, Majul, Leuco, etc., es la que implica –como sucede en Perú, Ecuador y Brasil– el acopio de cadáveres en los crematorios sin familiares capaces de despedir a sus deudos. Esa propuesta, verbalizada diariamente desde las usinas neoliberales, permitiría a los empresarios y sus acólitos –una parte de los sectores medios altos– darle continuidad a sus habituales rituales de transporte privado y teletrabajo, capaces de reducir la exposición al contagio. Esta es la razón de fondo por la que gran parte de los rechazos al cuidado mutuo se articula con posicionamientos refractarios al discurso científico: cuando los epidemiólogos convocan a mantener el aislamiento social para evitar la circulación del Covid, los voceros de los rentistas apelan a una angustia autónoma a aflicción que supone la enfermedad, la muerte y el eventual quiebre del sistema sanitario.
Quienes continúan contribuyendo a deslegitimar el aislamiento social mantienen afinidades electivas (y conexiones evidentes) con otras formas de negacionismo: están emparentados con quienes desechan las evidencias empíricas respecto al cambio climático (porque sus negocios forestales o agroindustriales empezarían a ser cuestionados); a quienes desvalorizan el efecto pernicioso de la desigualdad social (porque plantea originales formas de redistribución de la riqueza, la renta y la propiedad); a quienes consideran irrelevante la prevalencia del racismo (porque contradice su pretendido supremacismo); e invisibilizan la violencia heteropatriarcal (porque perciben a la perspectiva de género como una amenaza que postula una anarquía del deseo).
El andamiaje político-cultural neoliberal advierte que algo se mueve y que este devenir puede alterar la naturalización de su privilegio. Además toma nota del reposicionamiento –fortalecido– de un actor institucional –el Estado– al que se le atribuyen oscuras intenciones de discontinuar la acostumbrada expoliación de los sectores populares.
El odio es hijo del miedo. Por eso la versión local del neoliberalismo vuelve a edificar un enemigo al que se le puede atribuir todos los males: la destrucción de la República, el quiebre de la división de poderes y la apetencia populista-autoritaria. Para lograr congregar el odio se dispone a cosificar a sus referentes, a deshumanizarlo, a convertirlo, por ejemplo, en un tumor necesario de ser extirpado. Eso explica la apelación de Etchecopar al cáncer, la misma analogía utilizada por los genocidas en la década del '70 para hacer desaparecer activistas, militantes y combatientes sin sentir la más mínima compasión. Aniquilar un tumor nunca puede ser condenable.
La apertura de una nueva ventana de discusión y el renovado rol del Estado frente al virus producen paranoias, odios y fantasmas insospechados. Paradójicamente, el devenir político ofrece oportunidades de establecer nuevos patrones de funcionamiento social en relación con la post-pandemia. El Estado será una de las pocas instituciones colectivas que saldrá de esta catástrofe humanitaria con capacidades de ofrecer alternativas de cicatrización y proyección colectiva y comunitaria. Séneca predijo la etapa con precisión: “En la desgracia, conviene tomar algún camino atrevido”.
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