El día después del 24 de marzo, un grupo de agentes de inmigración vestidos de civil y con los rostros cubiertos detuvo a una doctoranda turca en las afueras de Boston. Rümeysa Öztürk iba camino a cortar el ayuno de Ramadán con amigos en un barrio residencial, donde estudia en Tufts University, cuando la interceptaron. Le tomaron las manos, le sacaron el celular y, mientras gritaba aterrada, la esposaron con las manos detrás de la espalda y se la llevaron. Las autoridades alegan que su permanencia en Estados Unidos, donde estudiaba desarrollo infantil con visa de estudiante, podría tener “graves consecuencias adversas para la política exterior de Estados Unidos”. La causa, aparentemente, es una nota de opinión publicada en el diario estudiantil un año antes, donde llamaba a la universidad a desinvertir en empresas vinculadas con Israel.
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Sus abogados presentaron un habeas corpus y un juez de Massachusetts ordenó que permaneciera en el Estado. Pero para entonces ya había pasado por varios centros de detención en otras jurisdicciones, y la agencia migratoria desestimó la orden judicial.
El suyo no es un caso aislado. Varios estudiantes extranjeros han sido detenidos por su activismo pro-palestino, en una avanzada represiva que responde a las protestas en universidades estadounidenses hace un año, cuando los campuses se convirtieron en trincheras de la batalla cultural en torno a Gaza. Mahmoud Khalil, activista en la Universidad de Columbia, fue detenido en su casa. Su esposa, ciudadana estadounidense y embarazada, lloraba mientras suplicaba saber quiénes y adónde lo llevaban en una camioneta sin ninguna identificación. Estuvo desaparecido durante días.
Es apenas uno de los frentes en los que el gobierno de Donald Trump estira los límites de lo admisible en términos de libertades civiles, garantías procesales y respeto al sistema judicial. Otro ejemplo: los (por lo menos) 252 venezolanos detenidos y deportados a El Salvador bajo la vetusta Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, que otorga al Ejecutivo poderes excepcionales para arrestar y expulsar extranjeros en contexto de guerra. Trump afirma –sin pruebas, ni respaldo de expertos– que Estados Unidos está siendo invadido por el Tren de Aragua, una organización criminal que, según él, funcionaría como brazo armado del gobierno de Nicolás Maduro.
No hay evidencia que vincule a muchos de los deportados con actividades criminales. Sí emergen, en cambio, relatos de su inocencia a través de familiares y abogados: muchos escapaban justamente de la violencia que generan esos grupos que Trump califica como terroristas. Tal es el caso de Andry José Hernández Romero, venezolano de 31 años, maquillador y amante del teatro, que pedía asilo por temor a ser perseguido por su orientación sexual. Las pruebas, que por supuesto no se publican, podrían relacionarse a sus tatuajes. Agentes de migración de Estados Unidos están atentos a tatuajes de coronas como las que porta Hernández: un símbolo común en su pueblo natal de Capacho, donde hace alusión a los Reyes Magos. Según el American Civil Liberties Union, agentes migratorios utilizan un sistema de puntaje para definir si una persona es “criminal”: comunicación con un pandillero certero suma puntos, igual que ciertos tatuajes o ropa deportiva. Como se trata de un proceso sumario, no hay posibilidad de apelar ni presentar evidencia en contrario.
Kilmar Abrego García, salvadoreño, residente legal, casado con una ciudadana estadounidense y padre de un hijo de cinco años, fue deportado por “error administrativo”. Así lo admitieron funcionarios del propio gobierno, que ahora alegan no poder recuperarlo de las autoridades salvadoreñas y advierten que insistir podría provocar un conflicto diplomático con un aliado. Como tantos familiares de los nuevos deportados, la esposa se enteró que estaba en El Salvador por un video de propaganda en redes sociales.
En El Salvador los deportados fueron recibidos por el gobierno del Presidente Nayib Bukele, fiel aliado de Trump. A cambio de seis millones de dólares, Bukele prometió retener 300 supuestos criminales venezolanos en una megaprisión: el Centro de Confinamiento del Terrorismo. Desde su inauguración el 2023, esa cárcel se volvió objeto de anhelo de gobiernos en toda la región, deseosos de imitar la política de seguridad del autoproclamado “dictador más cool del mundo”. Ahí, los venezolanos viven en un limbo jurídico: no se encuentran bajo jurisdicción estadounidense pero tampoco bajo el amparo del sistema judicial salvadoreño (lo que queda). No tienen condena, ni camino legal de salida. Son extras en el reality del trumpismo, como se evidenció en la visita de la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, que los usó como escenografía de una advertencia: esto les espera a los migrantes.

No es casualidad que los deportados sin proceso hayan sido enviados a El Salvador. El estado de excepción que Trump impone a los extranjeros tiene raíces ideológicas en la arquitectura de emergencia que construyó Bukele.
La opinión experta, tres años después de su implementación, es que el modelo salvadoreño no se exporta. Nadie –ni siquiera Patricia Bullrich– logró trasladar con éxito el “método Bukele”. Un estado de excepción que encarcela al dos por ciento de la población en cárceles donde se violan sistemáticamente los derechos humanos no es fácil de sostener. Bukele supo aprovechar el envión de popularidad avasallante para arrasar con el sistema institucional salvadoreño, ya debilitado, y con una Asamblea Legislativa propia reemplazó a los jueces relevantes. Los resultados en seguridad son concretos y su éxito se apoya tanto en eso como en el profundo rechazo al establishment político anterior. Trump comparte esa ventaja.
Y es Estados Unidos el país al que Bukele al fin logró exportar su modelo. El objetivo es el mismo: aplicar medidas extremas que generan efectos inmediatos sobre problemas visibles –la migración en un caso, la inseguridad en el otro–. El costo en derechos humanos es desestimado por su electorado. Más aún en el caso de Trump, que dirige la represión hacia sectores sin poder de voto.
El frente judicial se perfila como un posible límite a la deriva draconiana de Trump 2.0. Era esperable que los casos llegaran a los tribunales: organizaciones como la ACLU ya litigan contra las órdenes ejecutivas. Trump, por su parte, denuncia a los jueces que buscan ponerle freno y pide que sean destituidos. Sigue el libreto bukelista, solo le faltan los números en el Congreso para reemplazar los jueces.
El viernes una jueza federal le ordenó al gobierno de Trump que obtenga la devolución de Abrego García, el salvadoreño deportado por accidente, antes del fin del lunes – el gobierno adelantó que apelará. El caso de los venezolanos está en manos de la Corte Suprema de Estados Unidos, que debe decidir si Trump se extralimitó. En los casos señalados previamente, funcionarios desobedecieron órdenes judiciales –trasladando a estudiantes extranjeros a jurisdicciones con cortes conservadoras como Luisiana– e incluso ignoran fallos directos como el del juez federal Jaes Boasberg, que prohibió las deportaciones a El Salvador bajo la Ley de Enemigos Extranjeros y ordenó que los aviones en vuelo regresaran. En lugar de acatar, se aceleraron los traslados y los funcionarios se hicieron los distraídos. “Oopsie… demasiado tarde”, puso Bukele en sus redes al recibir los aviones a los que Boasberg había ordenado volver a Estados Unidos. El juez evalúa declarar al gobierno en desacato. Se habla ya de crisis constitucional, un choque de fuerzas de gobierno sin una solución clara en la Carta Magna, que podría materializarse si la Corte Suprema intenta frenar al Ejecutivo y Trump decide desobedecer.
Pero no tiene por qué llegar a eso. La misma Corte Suprema que debe fallar es la que, el año pasado, anuló el derecho al aborto, revirtiendo medio siglo de jurisprudencia. Trump se jactó que fueron sus jueces los que marcaron el cambio de paradigma.
De todas formas, en el fondo, la clave no está en las políticas concretas, sino en el efecto social. Como en El Salvador, las políticas de Trump –en la frontera, en las universidades, en las comunidades migrantes– operan sobre el miedo. Y el miedo, como se sabe, también ordena.
En otro video espeluznante de marzo, agentes detienen a una pareja venezolana radicada en Washington DC bajo un programa legal de residencia y trabajo que les permite vivir y trabajar legalmente en Estados Unidos. Sus hijos pequeños observan cómo los esposan bajo la excusa de que cruzaron la frontera ilegalmente dos años atrás. Se escucha el llanto infantil y una voz en off que dice “se lo están llevando y él no ha hecho nada”. Una niña llama a su madre.
A Öztürk la detuvieron a metros de donde viví hace veinte años, cuando estudiaba en esa misma universidad. La esquina que aparece en el video era la que yo miraba con firme convicción de que estas cosas no pasaban aquí. Era, evidentemente, una ilusión juvenil. La historia estadounidense está plagada de ejemplos. La misma Ley de Enemigos Extranjeros que hoy Trump utiliza para enviar venezolanos a un gulag centroamericano sirvió, durante la Segunda Guerra Mundial, para encerrar a 31.000 personas de origen alemán, italiano y japonés –incluyendo algunos judíos que huían del nazismo– en campos de detención en Estados Unidos y deportar a otras a países latinoamericanos. Aun sospechados nazis gozaban de mejor trato que los venezolanos enviados al CECOT, según una jueza del caso actual. También durante la Segunda Guerra, Estados Unidos detuvo a 100.000 ciudadanos estadounidenses de descendencia japonesa, familias enteras, con el pretexto de seguridad nacional.

El Secretario de Estado, Marco Rubio, ordenó revisar las redes sociales de quienes solicitan visas. Un refrito del macartismo que apunta, otra vez, a disciplinar el discurso. Hablando de cacería de brujas, se puede pensar, como Arthur Miller, en los juicios de Salem.
Bajo esa lógica, la gestión de Trump es eficaz. Hay menos personas cruzando las fronteras. Hay quienes, incluso, regresan a sus países de origen pese a la pobreza, la violencia y la persecución, antes que enfrentar la máquina del miedo. En definitiva, se consolidan dos clases de personas en Estados Unidos: los ciudadanos, que por ahora pueden hablar, y los extranjeros, que deben callar para permanecer.
Como en el caso de Bukele, la realidad es más turbia que el relato. Los logros en seguridad se construyeron también sobre pactos con las pandillas. Y a cambio de recibir deportados, Bukele obtuvo que se envíe también a figuras que podrían haber revelado las negociaciones que él niega haber tenido con líderes de MS-13. La caída de la migración bajo Trump no se explica solo por la anulación del derecho al asilo, sino por la externalización del control migratorio a México y Centroamérica, política compartida, de cierta forma, con el gobierno de Biden.
Hasta el miedo tiene límites. Como la reina malvada de Blancanieves, Bukele se sorprendió la semana pasada. Le preguntó a la inteligencia artificial de Twitter quién es el Presidente más popular del mundo. La respuesta no le gustó: Claudia Sheinbaum, la Presidenta izquierdista de México celebrada por su capacidad de negociar con Trump sin ceder la soberanía, lo había superado.
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