Micropolíticas de propiedad horizontal

La proyección de una película en el barrio muta y se convierte en un disparador

 

Ahí nomás de Avenida Rivadavia, por Yatay, apenas se cruza el túnel por debajo de las vías del tren, sobre la mano izquierda parecen esconderse un par de torres de veintitantos pisos. Se emplazan a pocas cuadras de donde Leopoldo Marechal supo situar el centro energético del esoterismo porteño, a tres cuadras del viejo diario El Mundo donde Roberto Arlt escribió las Aguafuertes Porteñas y frente al sindicato donde, en septiembre de 1974, la organización Montoneros anunció su retorno a la clandestinidad. Como el navegante que precisa de dos puntos fijos en la costa a fin de situarse en el medio del océano, Hernán Lucas (Buenos Aires, 1974) refiere estas dos últimas coordenadas tan distintas como congruentes al momento de ubicar simbólicamente Una película vuelve a casa, su primera novela, publicada por una pequeña editorial autogestiva al concluir el año pasado.

Un tipo, tal vez el autor o no, un treintañero o algo parecido, se muda a un departamento de dos ambientes precisamente en esas torres y pronto descubre que se trata de la mismísima locación donde treinta y tres años antes fue filmada Últimos días de la víctima, el thriller clásico del cine nacional dirigido por Adolfo Aristarain, con Federico Luppi, Soledad Silveyra, Ulises Dumont, Arturo Maly y Julio De Grazia sobre una novela de José Pablo Feinmann. Bibliófilo y cineadicto, o bibloadicto y cinéfilo —vaya a saber—, al tipo se le mete en la cabeza realizar una proyección del film en la plaza seca que se abre entre ambas edificaciones. Y llevar al director con todo el elenco sobreviviente; transformar la evocación en un acto de identidad, congregar a un colectivo disperso. Sin saberlo, apunta a concretar un acontecimiento cultural que se convierte en político allí donde requiere de cierta construcción participativa en diversos niveles.

Con ese objetivo primario —la proyección— se suma a las reuniones de consorcio en las que es atrapado como miembro del consejo de administración. Cuenta con un aliado, el arquitecto octogenario Norberto Pagoda, quien también tiene en juego sus propios intereses e ilusiones. En derredor, esa fauna vecinal identificada por piso y unidad funcional, cuando no por apodos relativamente secretos: “La Sheriff”, “Los artistas”. Tanques de agua pinchados, cucarachas, inquietantes tufos emanando de departamentos deshabitados, dimes y diretes, en fin, las sucesiones de pequeños tsunamis propios del folclore de la propiedad horizontal se intercalan a la vez que postergan el proyecto. Avatares proclives a mostrar el desfile de personajes variopintos, mezquindades, solipsismos, acciones entrañables, también inclusivas: “…incorporar al grafitero a nuestras filas le quitaba anonimato y anulaba esa fascinación que había despertado entre los vecinos. Y, de paso, aprovechábamos su excelente caligrafía”. Poco a poco transcurre un circo de varias pistas en lo que va componiendo una comunidad que se ignora endogámica y de la que varias burocracias tampoco resultan ajenas.

Hernán Lucas corre el riesgo de relatar en primera persona, como en aquella novela de Agatha Christie (El asesinato de Roger Ackroyd, 1926) donde el Yo era al final el asesino, aunque sin exigirle al lector una identificación que al menor pifio lo arroje fuera de la trama. Sale airoso merced al cuidado de en momento alguno autorreferirse mediante circunstancias subjetivas y hacer que lo que le pasa resulte más poderoso que lo que transcurre en la historia. Simple pero difícil: “En medio de esto, apareció Pagoda. Haciendo un comentario que pasó desapercibido para todos menos para mí: si logramos parar las filtraciones, nos volveremos inmortales”.

No es muy probable que en el espíritu del autor haya estado en forma explícita la prioridad de mostrar un mecanismo de construcción política. Pero se sabe que lo que los funcionarios corporativos o el chillido consignista eluden a menudo lo abarcan los poetas, y Lucas lo es. Sin ambición de toma de poder alguno, ni en el consorcio ni en el territorio, Una película vuelve a casa describe en forma más directa que tangencial el paulatino construir de una instancia comunitaria. Lo hace a través de las dificultades frecuentes que, sin ser unánimes, van afectando al conjunto por encima y por debajo de las grandes efusiones superestructurales, de una inexistente partidocracia, de la codicia del poder por el poder en sí. Lo que no quita que burbujeen los shows unipersonales, los caprichos embozados en altruismo y hasta algún delirio hawaiano, en su conjunto idóneos al instante de amenizar la velada.

Salvando las rudas distancias, la novela de Lucas y la película que homenajea circulan en vías paralelas, una durante los estertores de una dictadura cívico-militar en las postrimerías del siglo pasado y la otra en este, ahora, cuando la categoría de “vecino” licúa en un menjunje rancio toda forma organizativa. Clave de lectura que el autor hace explícita al subrayar que “el gran mérito de Últimos días es lograr decir, en plena dictadura, que el Estado es quien contrata al asesino (el personaje interpretado por Luppi). Se comenta, les dije, que para despistar el ojo del censor, Aristarain usó como señuelos escenas de sexo. El censor, entonces, se puso a tijeretear por el lado del sexo y se le pasó… ¿qué se le pasó? Sería imposible tijeretear lo que esta película dice sin decir, y por eso, en mi opinión, es tan buena”. Cuando el censor puede ser un lector tijereteado por el alud mediático proveniente de una burguesía taquillera (como la llama Diego Sztulwark), la creación artística se torna capaz de pasar a través de aquel mensaje y generar una alternativa, abrochada a la dicha de una contundente escritura.

 

FICHA TÉCNICA

Una película vuelve a casa

Hernán Lucas

Buenos Aires, 2017

110 págs.

 

  • Foto principal: Marcos Martínez
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