Ha sido una feliz coincidencia para el Presidente Alberto Fernández que su referencia al valor del mérito haya coincidido con el lanzamiento de la edición en castellano del ensayo del profesor de filosofía de Estados Unidos Michael J. Sandel, titulado La tiranía del mérito. En esta obra, el profesor Sandel desmonta el mito norteamericano del ascenso social alcanzado a través del mérito. Un mito que también ha alcanzado enorme respaldo en países de inmigración como el nuestro. En la revista Babelia del diario El País se puede leer una interesante reflexión del profesor Sandel sobre el tema de su ensayo (1). Allí explica el avance de la desigualdad como consecuencia de la globalización y añade que en las décadas recientes no se ha acelerado la movilidad ascendente sino todo lo contrario, lo que ha permitido que quienes ya estaban en la cúspide consoliden sus ventajas y la transmitan a sus hijos. Añade que “la meritocracia actual ha fraguado en una especie de aristocracia hereditaria”.
Antes de avanzar en el análisis del tema, conviene formular algunas precisiones terminológicas. Debemos distinguir el mérito, que según el diccionario de la RAE es “el derecho al reconocimiento por las acciones o cualidades de una persona”, de la meritocracia, que es “el sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales”. Por extensión, se utiliza la expresión “modelo meritocrático” para hacer referencia a un principio o ideal de organización social que tiende a promover a los individuos en los diferentes cuerpos sociales según su mérito (aptitud, trabajo, esfuerzo, habilidades, inteligencia, virtud) y no según su origen social (sistema de clases), riqueza o relaciones individuales (“amiguismo”). Finalmente, cabe relacionar también la idea del mérito con una suerte de mito no comprobado según el cual los sistemas que se organizan alrededor del mérito, como acontece en las modernas economías capitalistas, brindan iguales oportunidades de ascenso social para todos los participantes.
La polémica entre el Presidente Alberto Fernández y los dirigentes de la oposición ha versado sobre el último significado atribuido a la palabra mérito. Según el jefe del interbloque de diputados de Juntos por el Cambio, Mario Negri, “en la Argentina nació la patria con la inmigración. Aquí vinieron a trabajar nuestros bisabuelos porque en sus países no había futuro. En Europa había nobleza, había ricos y había guerras. Ellos querían cambiar y progresar. No hay progreso sin la idea del mérito. Mérito es buscar valores”. En respuesta, el Presidente Alberto Fernández ha señalado que “hay argentinos que todos los días luchan en condiciones muy adversas. Son argentinos a los que el sentido de la meritocracia dejó de lado. Les hicieron creer que no tenían mérito, pero lo que no tenían era oportunidades”. Si queremos interpretar honestamente al Presidente, sus críticas han sido dirigidas al mito del ascenso social a través del mérito sin otra connotación. Es decir que es perfectamente posible defender un sistema de acceso a la función pública o a la judicatura a través del mérito –lo que representa un avance en relación con los criterios de selección por amistad o parentesco—, y al mismo tiempo ser crítico con la visión ideológica que atribuye al mérito, en las modernas sociedades capitalistas, la capacidad para romper con las barreras que limitan la igualdad de oportunidades.
En general existe consenso entre los filósofos sociales que, desde una perspectiva política, toda sociedad debe garantizar la “igualdad de oportunidades”. Se supone que de esta forma se alcanzaría una sociedad en la que cada persona disfrutaría de una vida más plena. Esta condición obliga, como señala Michael Sandel, a preguntarse cómo distribuye la sociedad las cosas que permiten esa igualación en los puntos de partida: ingresos económicos, educación, acceso a la salud y a la vivienda, participación política y acceso a los bienes simbólicos que permiten el reconocimiento social. En el mundo actual sólo las sociedades que han construido poderosos Estados del bienestar, financiadas con fuertes impuestos, como acontece en las sociedades nórdicas de Europa, se aproximan a ese ideal. Ahora bien, como es comprensible, los ciudadanos que pagan elevados impuestos desean obtener a cambio servicios públicos de calidad. Esto obliga a esos países a esmerarse en la gestión pública, para lo cual deben contar con personal reclutado a través de sistemas de selección objetivos e imparciales, que dan relevancia a la formación y a la experiencia –lo que algunos llaman mérito— junto con las condiciones humanas de empatía y buen hacer.
Según nos informa el profesor Sandel, la situación de la educación superior en Estados Unidos es el fiel reflejo del fracaso de la ilusión meritocrática. Dos tercios del alumnado de Harvard y Stanford proceden del quintil superior de la escala de renta. En estos centros de excelencia universitaria abundan los hijos de familias que pertenecen al uno por ciento más rico del país. Añade que “la fe estadounidense en que, si trabaja y tiene talento, cualquiera puede ascender socialmente, ya no encaja con los hechos observados sobre el terreno. Esto tal vez explica por qué la retórica de las oportunidades ha dejado de tener la fuerza inspiradora de antaño. La movilidad ya no puede compensar la desigualdad. Toda respuesta seria a la brecha entre ricos y pobres debe tener muy en cuenta las desigualdades de poder y riqueza, y no conformarse simplemente con el proyecto de ayudar a las personas a luchar por subir una escalera cuyos peldaños están cada vez más separados entre sí”.
Por otra parte, debe tenerse en cuenta que la igualdad de oportunidades es una condición necesaria pero no suficiente para alcanzar una sociedad más justa. Sin una fuerte intervención del Estado que corrija las desigualdades que genera el subsistema económico, es difícil alcanzar algún grado de igualdad, que es un objetivo superior al que ofrece la igualdad de oportunidades. Un orden justo no se consigue garantizando solamente educación y sanidad en condiciones de igualdad, sino que exige un grado de intervención fuerte en el proceso de redistribución de ingresos a través del sistema impositivo. Como recuerda la pirámide ascendente de Abraham Maslow, una vez cubiertas las necesidades biológicas, de seguridad y de pertenencia, los seres humanos tienen una fuerte necesidad de autoestima, reconocimiento por los demás y participación política. No se consiguen estos resultados si no construimos un espacio de solidaridades y convivencia, alejados de la idea de un mundo competitivo y egoísta. La vida no puede convertirse en la ascensión permanente a una montaña.
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