“Todos son cómplices: Trump, Gates, Soros, Fernández, Macri, Bolsonaro, Mujica, etc. Te comen la cabeza con izquierda y derecha mientras hacen mierda tu libertad y el país. Alejate de líderes y falsos mesías. Acá te salvás vos mismo”.
(Flyer de convocatoria a manifestación “anticuarentena”)
Esparcida como una mancha de aceite sobre la totalidad de la vida pública, la pandemia del Covid-19 modificó de forma súbita las dinámicas sociales, políticas y económicas en nuestro país. En un contexto de shock por el ingreso del virus a través de las mangas de los aeropuertos, pero también de altas expectativas sociales ante los primeros meses del gobierno del Frente de Todos, el consenso generado hacia las medidas de Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio fue contundente. “Usted es el comandante”, le decía el 19 de marzo un transformado Mario Negri -presidente del interbloque Juntos por el Cambio- a Alberto Fernández, cuyos índices de aprobación se disparaban a niveles inéditos desde los primeros años de Néstor Kirchner.
Con el correr de los meses los acuerdos se fueron erosionando y las voces cuestionadoras de la cuarentena comenzaron a circular con una fuerza cada vez mayor en la opinión pública, los medios de comunicación y sectores de la oposición. Más pronto que tarde estas críticas se tradujeron en convocatorias a cacerolazos, banderazos y caravanas, y si bien la disconformidad con las medidas de aislamiento y sus efectos económicos fueron el epicentro de las manifestaciones fue cuestión de tiempo hasta que se restableció el clima político precuarentena, aquel estructurado en torno al clivaje gobierno-oposición y que la pandemia había logrado opacar. De este modo comenzaron a formularse reclamos contra políticas gubernamentales puntuales (la reforma judicial, la estatización de Vicentin) así como demandas más genéricas, de orden moral y simbólico (la protección de la república, la defensa de las libertades individuales, el fin de la corrupción y la “impunidad K”).
Sin embargo, el crecimiento de las voces críticas al gobierno ha tenido un componente novedoso: la visibilización de actores que no necesariamente se ciñen a las reglas que rigen las disputas políticas establecidas, que se posicionan en los márgenes de los discursos con mayor legitimación social y no se pronuncian en contra del aislamiento O en los términos salud-economía que predominan en el debate público sino más bien por fuera de ellos. Anclados en un espíritu de sospecha y descreimiento hacia las explicaciones científicas más difundidas, los antipandemia pretenden poner en cuestión un conjunto de certezas que el sistema político y la opinión pública mainstream no ponen siquiera en discusión.
Las creencias que visibilizan estos actores no son cerradas ni homogéneas: conviven afirmaciones de que la pandemia es un invento de la Organización Mundial de la Salud, que la vacuna será un medio para la implantación de nanochips que regularán las personalidades, que el virus es difundido por medio de antenas de telefonía celular 5G y que la crisis desatada por el Covid-19 forma parte de una estrategia elaborada por personalidades poderosas como Bill Gates y George Soros con el fin de instaurar un “nuevo orden mundial”. Su denominador común es, en definitiva, la promoción de interpretaciones alternativas de la realidad, cuya índole conspirativa y de alcances globales conlleva una denuncia contra los actores que de forma cómplice ocultarían la verdad, que vendrían a ser los organismos internacionales, los partidos políticos y los grandes medios de comunicación.
En los últimos meses parecería estar emergiendo un activismo novedoso que se vuelca crecientemente al espacio público. Desafiando los términos de la “grieta”, difunde argumentos de rechazo a la cuarentena que los posiciona en una ajenidad radical respecto de los discursos más establecidos y, más que proponerse criticar meramente al gobierno, apuntan al sistema político, la cultura y la sociedad en su conjunto.
Antivacunas, terraplanistas y toda clase de teorías que desafían abiertamente los consensos científicos -en ocasiones acompañadas de denuncias contra grupos poderosos que orquestarían planes en las sombras- no son novedosas, si bien en nuestro país han cobrado protagonismo en los últimos años de la mano de referentes de la cultura o sucesos como el Encuentro Internacional de Terraplanistas en la ciudad de Colón, Entre Ríos, en 2019. Lo que sí parecería ser un fenómeno reciente son los activismos en torno a cosmovisiones conspirativas, que en el caso del Covid-19 se abocan a cuestionar los consensos estructuradores del debate, por ejemplo negando que el virus exista o que las vacunas curen.
Más aún, comienza a entreverse que, lejos de ser creencias de sujetos aislados, emergen grupos heterogéneos, sin liderazgos claros ni propuestas de organización político-partidaria pero que se comunican, convocan y difunden sus ideas e interpretaciones por redes sociales, se organizan colectivamente y salen a la calle, aprovechando las protestas instigadas por la oposición tradicional como una oportunidad política para incidir en las discusiones sobre la pandemia (movimientos similares se observan en países como España, Brasil, India, Corea del Sur, Italia o Alemania). Acaso los ejemplos más consolidados sean agrupaciones como “Abogados por la Verdad” y “Médicos por la Verdad”, que buscan legitimar interpretaciones habitualmente burladas por el ojo público, tildadas de irracionales o cuanto mucho destacadas como datos folklóricos de las manifestaciones contra la cuarentena.
Llamativamente, y a diferencia de una de las ideas más instaladas, la ciencia no aparece en sí misma como la otredad de este tipo de activismos contra el “nuevo orden mundial”. De hecho el saber científico emerge como uno de los principales recursos de los que se valen para argumentar que, más que una pandemia azotando al mundo desde hace meses, existiría una “plandemia” con la que un grupo de magnates buscaría dominar a la humanidad. Si efectivamente practican un “negacionismo frente a la evidencia” -como agudamente describe Ezequiel Adamovsky- y constituyen una suerte de “irracionalismo contemporáneo” -como lo llamaría Nicolás Viotti-, no menos cierto es que apelan (por más infructuoso que resulte el intento) a expertos para sostener sus posiciones. Al igual que con los “Médicos por la Verdad”, se multiplican las cuentas de Instagram y videos de YouTube que muestran a profesionales de diversas disciplinas explicando en términos aludidamente científicos la peligrosidad de las vacunas, los beneficios del dióxido de cloro o los riesgos de las antenas 5G.
El problema no es entonces la ciencia como forma de construcción de conocimiento sino la cooptación de científicos para perpetuar la mentira. El enemigo no es la cuarentena -que apenas resultaría un medio para sostener la dominación de los individuos- sino el engaño, el ocultamiento de la verdad, el secreto que guardan celosamente los poderosos. Y la salida no es poner fin a las restricciones a la circulación o al uso de barbijos sino la liberación cognitiva y la develación de la verdad.
En este punto entonces podemos sostener que dentro de este nuevo activismo político conviven posturas ambiguas hacia el estatus del conocimiento científico, que en definitiva cuestionan el saber hegemónico llamando a "no dejarse engañar". La construcción de este descrédito a la verdad dada y a las instituciones busca desarticular los cimientos del orden político establecido y confrontar con aquellos que quieren dominar el mundo a partir de la mentira. Porque el mundo tal como lo conocemos sería, en última instancia, la mayor de las fake news.
Este nuevo activismo, que viraliza flyers y porta pancartas que rezan “basta de dictadura científica”, “medios masivos corruptos y cómplices de la agenda”, “no a los experimentos de la Organización Mundial de la Salud” y “Trump, Fernández, Macri, Gates, Soros, todos son cómplices”, no ha permanecido plenamente ajeno a la política institucional. En el plano local, la ex diputada nacional de coalición Cambiemos, Paula Urroz, se ha manifestado abiertamente en sintonía con los postulados del movimiento antivacunas, mientras que a nivel internacional el presidente Donald Trump ha dado señales ambiguamente amistosas con grupos similares de Estados Unidos. Y desde mandatarios como Jair Bolsonaro en Brasil hasta sectores de ultraderecha de países como España han promovido manifestaciones anticuarentena poniendo en cuestión acuerdos básicos como el uso de barbijos.
Acaso estos pocos ejemplos sean suficiente motivo para evitar minimizar o ridiculizar los activismos en torno al negacionismo científico y las teorías conspirativas. Más bien es preciso reinterpretar la naturaleza y los efectos de estas nuevas formas de acción política, que a simple vista aparecen como marginales o difusas -cuando no opacadas por otras formas de protesta que resultan más legibles y masivas- pero contribuyen a poner en circulación discursos que pueden encontrar terreno fértil para extenderse y penetrar el sistema político, como sucede en Estados Unidos con el movimiento QAnon. Esta teoría, que sostiene la existencia de una conspiración en contra de Donald Trump y sus seguidores por parte de líderes demócratas, actores de Hollywood y multimillonarios como George Soros (quienes a su vez formarían parte de una red de pedofilia y satanismo), ha ganado adeptos entre numerosos candidatos al Congreso en las elecciones de noviembre.
Pero probablemente lo más inquietante sea lo que más lejos estamos de saber: ¿a qué obedece la adhesión a estas explicaciones “antisistema” sobre cómo funciona el mundo y, en definitiva, la sociedad y la política argentina? ¿Qué consecuencias puede engendrar el rechazo pleno a los partidos y al “gobierno mundial”, a la par de una reivindicación de la “libertad y soberanía individual”? ¿Estamos ante la vieja “antipolítica” o se trata de una inédita expresión de malestar con la forma en que se ordena la vida pública actual?
Aunque no conocemos las respuestas y no sabemos si estos activismos podrán tener a futuro alguna incidencia mayor -ni en qué medida lograrán ser socialmente interpelantes-, habría que aceptar que empiezan a forman parte del mundo político y que, aunque no apelan a un discurso de clase ni levantan banderas abiertamente político-ideológicas (a diferencia de ciertos grupos políticos de ultraderecha a los que apresuradamente se los busca asimilar), pretenden influir en sujetos desencantados y/o distanciados de las representaciones políticas más tradicionales. No estamos sólo ante un conjunto de interpretaciones escépticas sobre la verdad establecida, que en todo caso comulgan con pseudociencias, ideas alternativas a las ciencias o racionalidades no científicas. Este activismo debe pensarse también desde una perspectiva sociopolítica en tanto intentan (con mayor o menor éxito) influir en el pensamiento político actual. Quizás debería tomárselos entonces con menos sorna y subestimación, y algo más de seriedad.
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