Mayoría no es totalidad
Contingencia electoral y legitimación para gobernar
El cincuenta y pico por ciento no dura para siempre. Las democracias se caracterizan por la rotación política y la volubilidad social, más aún en la Argentina reciente, un país federal con un panorama político cada vez más fragmentado y una clase media dispuesta a entregar su voto a aquellos que prometan y sostengan su capacidad de consumo y movilidad social; una clase compuesta por sectores que están listos para compensar su propia decadencia con el odio heredado que fueron alimentando en todos estos años y que se proponen seguir movilizando contra aquellas clases que les recuerdan sus propios orígenes, a los que no están dispuestos a volver.
A pesar de ello, conviene no subestimar a las clases medias —en plural— por más panqueques que estas sean. Como nos enseñó el historiador anglosajón Thompson, por debajo de la economía política existe una economía moral que establece umbrales de tolerancia a los caprichos de las elites, y esos límites, en este país, no corren solo por cuenta de los sectores plebeyos. También las clases medias urbanas demostraron su capacidad de veto social. Pruebas de ello han sido la multiplicación de los cacerolazos y ruidazos en plazas y las arterias principales de las ciudades de todo el país a menos de un mes de la asunción del Presidente Javier Milei, y también la expansión de los paros de los trabajadores estatales.
Cheque en blanco y legitimidad relativa
Mal que le pese al Presidente y su vocero, el sufragio no es un cheque en blanco. No solo porque cada dos o cuatro años los ciudadanos vamos a ser convocados a revalidar nuestro voto de confianza, sino porque las coyunturas electorales suelen estar vertebradas según determinados temas que esconden o desplazan de la agenda otras cuestiones que no tenían tanta relevancia durante las elecciones. Pero las circunstancias pueden cambiar de un día para el otro, de modo que lo que en un momento era secundario se transforma en principal y lo principal, en secundario.
Más aún cuando el debate público entre los candidatos se organiza a través del periodismo, con los tiempos, el ritmo y la estética que imponen la televisión y las redes sociales. Los debates tienden a comprimirse sobre determinados temas casi siempre expuestos según consignas o ideas-fuerzas que tienen la capacidad de polarizar a los auditorios y generar espirales de silencio que luego a los encuestadores les resulta cada vez más difícil desentrañar.
El jurista norteamericano Owen Fiss señalaba que las elecciones se concentran sobre el trazo grueso de los candidatos. La letra chica será siempre una materia pendiente que necesita y habilita un debate robusto, abierto y vigoroso. Lo mismo que la determinación de las prioridades de la gestión, esto es, la decisión de por dónde hay que comenzar, cuáles son los temas más importantes o relevantes que hay que encarar y cuáles las cuestiones que conviene patear para adelante.
Los consensos que se reclutan en cada elección están hechos de muchos matices y diferencias que las elecciones generales no captan ni expresan y necesitan otras instancias y acuerdos que se construyen después a través de la política, el diálogo y la concesión.
No todos los que votaron al mismo candidato lo hicieron con las mismas pasiones y, sobre todo, con las mismas intenciones. A lo mejor, un ciudadano votó a Milei porque estaba cansado de la casta o estaba harto de CFK o MM, pero otros lo hicieron porque apostaron a que la dolarización era la forma de acabar con la inflación, o porque estaban en contra del aborto, o los sindicatos, o porque había que terminar con los juicios de lesa humanidad y darles la domiciliaria a los militares condenados por su participación en el terrorismo de Estado, o porque no querían pagar más impuestos. No hay unanimidad en la legitimidad provista por el sufragio electoral. En una democracia la legitimidad siempre será relativa, nunca absoluta.
En una sociedad como la nuestra, que arrastra una crisis de representación de largo aliento, ningún voto es una patente de corso para hacer lo que plazca, nadie guardará su confianza en un plazo fijo a dos años o cuatro años. Salvo el núcleo duro, la confianza siempre quedará a la vista para dudar de ella y poder retirarla en cualquier momento. La bronca que se expresó en las últimas elecciones, con la historia reciente que tenemos, tiene fecha de vencimiento, y todo indica que llegará más temprano que tarde.
En definitiva, los debates no empiezan ni terminan en cada coyuntura electoral, sino que, por el contrario, se prolongan con los debates parlamentarios y con todas aquellas discusiones que tienen lugar en el seno de la sociedad civil donde se organizan los ciudadanos en cuanto trabajadores o estudiantes, desocupados o precarizados, mujeres, pueblos originarios, campesinos, etc. Los debates parlamentarios se completan con los debates en los grandes medios, pero también con los debates cotidianos y anónimos que todos tenemos mientras almorzamos en familia, cenamos con los amigos, en la oficina, la fábrica, el pasillo de una facultad, la cola de un banco o supermercado, arriba del taxi, mientras viajamos en tren.
Pasiones volubles y secuestro de ánimo
No puede pretenderse tampoco que la gente se mantenga firme en sus posiciones iniciales, más aún cuando “las posiciones” fueron objeto de manipulación y cada uno llegó al cuarto oscuro preso de pasiones, relatos maniqueos o conspirativos, hechos a la medida del miedo o la bronca genuina que los ciudadanos pueden tener hacia sectores de las clases dirigentes.
Cuando la política se masifica, debajo de las razones existentes en cada voto trabajan siempre las emociones profundas. No siempre somos del todo conscientes de lo que votamos, nuestras intenciones se confunden con los sentimientos y nos dejamos llevar por ellos. Sentimientos que, está visto, como señaló Eva Illouz, muchas veces nos impiden ver o articular una cosa con otra, sentimientos que nos llevan a separar las causas de las consecuencias, a no poder comprender la cadena de causas que explican la situación social. Y lo que es peor aún, estas distorsiones nos llevan a transferir la culpa a quienes critican ese mismo sistema y a votar en contra de nuestros propios intereses, a que no podamos unirnos a quienes defienden los intereses que no estamos viendo y nos cuesta ver o tampoco queremos ver y nos perjudican.
Quiero decir, Milei y los periodistas que lo tienen blindado no pueden pretender que el estado de nervios imperante durante las últimas elecciones se mantenga intacto, cuando la gestión empieza a despabilar a unos cuantos, a mostrarles que las promesas estaban hechas de mentiras o eran más verdaderas que la bronca de las que fueron cautivos aquella vez. Eso no excluye que el gobierno, con sus decretos y tuits, no pretenda enloquecer y secuestrar el estado de ánimo de la gente.
Reserva de desconfianza y cajas de resonancia
El politólogo francés Pierre Rosanvallón dice que no hay democracia sin contra-democracia. La contra-democracia es una reserva de desconfianza y se ejerce, entre otras prácticas, a través de la protesta social en sus múltiples repertorios. Con el voto, los ciudadanos expresan la confianza a los candidatos y sus propuestas generales, y con la protesta social harán patente su desconfianza. Son las dos caras de la democracia: necesitamos componer acuerdos, pero también poder manifestar los desacuerdos. En otras palabras: el voto no es nunca la suma del poder público para que el funcionario haga y deshaga según sus caprichos o los intereses corporativos que representa y disimula. Ya lo dijo Jacques Rancière: la democracia no es la oportunidad de decir “sí”, de prestar nuestro consentimiento, sino también la posibilidad de decir “no”, de manifestar la desaprobación, nuestra disconformidad.
La democracia, entonces, no empieza ni termina en el sufragio electoral. Tampoco hay que acotar la democracia a los debates parlamentarios. Es cierto que “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Pero esta bonita frase fue escrita en el siglo XIX, cuando las mayorías no cortaban ni pinchaban, y la política era un juego exclusivo de las elites minoritarias, el sufragio era calificado y las multitudes no estaban organizadas.
Si pensamos la democracia actual con el siglo XX a cuestas, esto es, si pensamos la república con el sufragio universal, con el voto de las mujeres y la huelga general, con la libertad para organizarse, esto es, con el movimiento sindical organizado, el movimiento estudiantil, el movimiento de derechos humanos, el movimiento de desocupados y el movimiento de mujeres, entonces llegaremos a otra conclusión: el pueblo delibera y gobierna todos los días y lo hace a través de la discusión callejera y la protesta social, protagonizada a veces por los sindicatos, otras veces por un centro de estudiantes, una organización de víctimas, los trabajadores de una fábrica recuperada o la economía popular, los pueblos originarios, los asambleístas de clase media, los pequeños o medianos productores rurales o empresariales, cada uno según sus propios repertorios de lucha previa que fueron modelando a lo largo de tantos años convulsos. Quiero decir, en una sociedad como la nuestra, que arrastra crisis de larga data, cuando los representantes no representan, sea porque no pueden o no quieren o tienen cada vez más dificultades para agregar los intereses o tramitar los problemas de los distintos sectores sociales, entonces las distintas minorías buscarán otras cajas de resonancia para manifestar sus problemas, para presentar sus demandas en el espacio público, y construir nuevas mayorías a través del debate público y la movilización social.
Dicho en otras palabras, las piedras de papel se completan con el papel de las piedras, el cuarto oscuro se extiende y perfecciona con los foros públicos. Cuando los funcionarios se encierran y los representantes miran para otro lado, los ciudadanos o sectores de la ciudadanía no tienen que resignarse a esperar las próximas elecciones y aceptar —mientras tanto— con sufrimiento lo que en suerte les tocó. Siempre tendrán la oportunidad (eso significa “en cualquier momento”) de transformar el espacio público en un foro público. A través de la protesta pueden convertir la calle en una caja de resonancia donde expresar las razones, pero también sus pasiones, en una manera de manifestar los desacuerdos, pero también la indignación y la solidaridad con el sufrimiento de otros conciudadanos.
Unanimato y salto al vacío
En definitiva, Milei confunde la mayoría con la totalidad. No solo quiere transformar la mayoría coyuntural en unanimidad, sino convertir la contingencia electoral en un voto para siempre. Acaso por eso mismo se imagina gobernando durante los próximos cuarenta y cinco años, cuando estemos como Alemania o Irlanda.
La propuesta es disparatada, como sus decretos y las expresiones que propala por las redes sociales. Pero conviene no subestimarlas ni reírse de ellas. Más aún cuando hay sectores de la sociedad que han demostrado un desapego y desafección a la política y muchos sectores de la política son cada vez más antidemocráticos y se la pasan corriendo los límites de lo decible. Sus movimientos están llevándose puesta no solo a la república, sino a la democracia, a la política y a la concordia.
Estamos a dos pasos de la clausura del Congreso y la proscripción de la política. Pero estamos, también, cada vez más cerca de la desintegración de la nación. Milei pretende devolvernos al siglo XIX, retrotraernos incluso a los años previos a 1853, 1859 y 1860, cuando la ciudad de Buenos Aires gobernaba prescindiendo de las provincias. Milei cree que el que tiene los recursos maneja la batuta. La nación recauda y reparte según se le antoja, recauda las regalías y otros impuestos y reparte desautorizando incluso la Constitución del ‘94 que obliga a co-participar a las provincias. Para Milei, el voto está por encima de las instituciones que establecieron todos los constituyentes.
Los gobernadores y sus senadores se mueven, como siempre, algunos más que otros, según las limitaciones o las fortalezas de sus economías regionales. Están apretados y se sienten extorsionados. Muchos diputados, cada vez más parecidos a los senadores, más desenganchados de sus partidos, tienen vuelo propio y se la pasan yendo de un lado a otro sin rendir cuentas a nadie, según las ofertas abyectas que se les propongan, sin vocación para representar el malhumor social. Legisladores presos de odio y otras pasiones bajas que están dispuestos a levantar la mano para que la ciudadanía haga los sacrificios que ni ellos ni los funcionarios nunca van a hacer. Algunos se deleitan con la revancha y otros están más preocupados por no quedar pegados al peronismo que por estar cerca de las inquietudes y angustias que tiene la gente.
Estamos muy cerca de la criminalización y judicialización de la protesta social. La represión masiva y focalizada ya empezó y todo indica que se va a extender y profundizar. No necesitó la autorización judicial para avanzar sobre los manifestantes. Y lobby no le falta.
No exageramos, el salto al vacío existe. Sus intenciones son descabelladas, pero son el eco cercano de lo que está sucediendo en otras latitudes del planeta. Milei no está solo, lo acompañan las fuerzas del cielo y algunas elites globales, pero también la rabia de algunos sectores subalternos y la indolencia de las clases burguesas entrenadas en un odio que transmiten de generación en generación como parte de una herencia que no están dispuestas a renunciar, que quieren seguir acrecentando.
Como dijo Emmanuel Levinas: “La libertad consiste en saber que la libertad está en peligro. Y saber o tener conciencia es tener tiempo para evitar y prevenir el instante de la inhumanidad”.
*Esteban Rodríguez Alzueta docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de Sociología del Delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.
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